lunes, 24 de septiembre de 2012

Los Estados Unidos y su misión divina

Hace unos pocos días, Mitt Romney, el candidato del Partido Republicano a la presidencia de los Estados Unidos, expreso, sin ambages ni rubor alguno, que “Dios creó a los Estados Unidos para que dirija al mundo”.




Podrá parecer a algunos un exceso inaudito, pero no lo es. Ya en su séptimo mensaje anual al Congreso -el 23 de diciembre de 1823- el Presidente James Monroe sembró la semilla cuando, en referencia a la independización de los países de América, dijo: “No hemos interferido y no interferiremos con las colonias o dependencias de cualquier potencia Europea existentes. Pero los Gobiernos que han declarado su independencia y la mantienen, y cuya independencia hemos, con gran consideración y sobre principios justos, reconocido, no podríamos admitir ninguna intervención con el propósito de oprimirlos, o controlar de cualquier otra manera su destino, por cualquier potencia Europea, sino como la manifestación de una inamistosa disposición hacia los Estados Unidos”.



La postura de Monroe pudo no haber sido más que simplemente anecdótica si no hubiera sido porque trascendió hacia la formación de la más extendida y elaborada doctrina del “destino manifiesto”, que se arraigó fuertemente en el pensamiento y la acción de la política exterior de los Estados Unidos a partir de entonces.



La frase que identifica esta convicción cultural, que sin duda ha permeado todas las facetas de la vida estadounidense, fue acuñada por John L. O’Sullivan, en 1845, como un intento de justificar los afanes expansivos de los Estados Unidos, en un artículo que intituló “The Great Nation of Futurity” y publicó con la expresa intención de apoyar la anexión de Texas a los Estados Unidos.



Para justificar la pretensión implícita en esa supuesta “misión divina” se aduce una suerte de “democratización” del antiguo “derecho divino” que las monarquías invocaban como fuente de legitimidad. La mística que sus impulsores propugnaron cayó en terreno fértil y pronto se convirtió en la convicción generalizada de que los Estados Unidos eran recipiendarios de la “carga” de erigirse en guardianes de las libertades y los valores de la democracia (una falsa democracia, porque era selectiva y discriminatoria al excluir a todos aquellos que no fueran blancos, anglosajones y protestantes).



En todo caso, el signo de la doctrina es un supuesto determinismo, en el que inveteradamente se ha basado una firme y perseverante voluntad política que mira en dirección de la expansión, porque ésta es indispensable para que su sistema económico-político se mantenga pujante a fin de que su sistema social interno funcione eficazmente. Es, sin duda, una expresión del imperialismo rampante, hedonista y codicioso, que ha caracterizado al imperialismo contemporáneo.



La hegemonía presente de los Estados Unidos sobre el mundo entero y el ejercicio de su poder político, respaldado por las armas y las finanzas, ha pretendido –y pretende- legitimarse por esa idea surgida desde los más tempranos tiempos de su existencia como estado independiente, que se transformó en una verdadera mística nacional.



Es innegable que la tristemente célebre doctrina del “destino manifiesto”, es una construcción tan artificial como vana, que sin embargo, a golpe de propaganda y combinada con razones pragmáticas de evidente conveniencia, cobró un cariz mesiánico que nutre todavía los afanes de su renovado expansionismo.



Mientras en México padecemos los embates de otras influencias mesiánicas que han encontrado terreno fértil en la muy explicable crispación frente a las evidentes injusticias que la disparidad social, económica y política ha generado, es necesario que no se pierda la atención en lo que pasa en el norte del Río Bravo, porque nos afecta tanto o más que los desvaríos de quienes, revestidos de un falso manto de democracia, se valen de la demagogia para añadir, innecesariamente, un severo ingrediente de inestabilidad política a la situación ya de suyo inestable de nuestro país.

Filosofía y trívium

Vive como si fueras a morir mañana, aprende como si fueras a vivir para siempre.


Mahatma Gandhi.



El término filosofía es un compuesto de los vocablos griegos phílos y sophía, que tradicionalmente se traduce como amor a la sabiduría. Bajo esta óptica, la filosofía se ocupa de responder las grandes interrogantes que desvelan al hombre como ser, el origen del Universo o del hombre y el sentido de la vida, entre otras cuestiones, con el fin de alcanzar la sabiduría.



La filosofía ha sido la madre fecunda que ha dado la luz a otras muchas disciplinas, sobre ella se han sustentado muchas de las diversas posturas que tratan de entender al hombre y responder a sus problemáticas.



El hombre es el único animal que tiene la capacidad de entender el mundo que le rodea y de reflexionar sobre él. El hombre sin inteligencia no hubiera subsistido, ésta en sí misma produce al hombre una vida más cómoda.



La filosofía es un saber general del que van apareciendo ramas y en ellas la especialización del conocimiento, el hombre filósofo, es aquel que duda, aquél que piensa, analiza, reflexiona y propone; es el que sabe de todo un poco. Es en el comienzo del saber racional cuando surgen los filósofos.



De entre los grandes filósofos indudablemente sobresalen Sócrates, Platón y Aristóteles, un trívium de grandes hombres que a cientos de años, sus ideas aún perduran en las mentes ilustradas de nuestro tiempo.



El gran Sócrates no escribió nada, daba sus enseñanzas paseándose por la plaza pública, tratando de conversar a la gente con quien ponía en juego la ironía, con quienes fingiendo ignorar, interrogaba. Él creó la mayéutica o el arte de llevar a sus interlocutores a dar por sí mismas con la verdad. En sus conversaciones, más que transmitir una verdad, incitaba a sus discípulos a que indagaran por sí mismos y que en sus reflexiones aprendieran a buscar el camino de la investigación y de la exactitud, si es que esta última existe como verdad absoluta.



En cambio Platón se encargó de transmitir sus enseñanzas mediante escritos que adoptan la forma de diálogos (dialéctica), a través de las cuales se exponían, se discutían y se criticaban ideas filosóficas en el contexto de una conversación o un debate en el que participaban dos o más interlocutores. El señalaba que la verdad no es algo que percibimos de la realidad, sino que es un conocimiento innato en el hombre desde antes de su existencia.



El último de ellos, Aristóteles, señala que nada hay en la mente que no haya estado antes en los sentidos, su gran revolución ideológica la hace precisamente en el campo de la teoría del conocimiento. Contra todos los filósofos que presumían la validez del conocimiento, él señala que sin experimentación no hay verdad.



Sustentada sobre la cultura griega y en muchas de las ideas de estos tres grandes pensadores de la antigüedad, la sociedad occidental posmodernista en este momento busca afanosamente las respuestas a muchas de sus problemáticas, que para algunos sólo basta con volver la vista atrás para encontrar las respuestas.