El 23 de abril se ha declarado como “Día Mundial del libro”, ese genial artículo que fue posible gracias a la invención de la imprenta por Gutenberg y se convirtió desde ese momento en el más importante vehículo de comunicación a distancia y a través del tiempo.
Sin él, el avance científico habría sido imposible, pero lo habría sido también la evolución intelectual de la especie humana de un modo tan culturalmente extendido como ha llegado a ser hasta nuestros días.
Antes del arribo de la telemática, con sus casi infinitas posibilidades, y con ella, de Internet, no había rival para el libro como vehículo de conocimiento y aún, cualitativamente, de recreación.
Había que leer un libro –o, cuando menos, en un libro- todo aquello que se requiriera aprender de teoría científica, de humanidades y hasta de ficción literaria, si se quería tener acceso a la cultura y la información en su estado más acabado y de mayor desarrollo.
Había que estudiar en un libro –o, por extensión, en una revista científica- si se quería crecer en conocimientos. “Yo no estudio para saber más, sino para ignorar menos”, dijo Sor Juana Inés de la Cruz en algún momento, y la única manera seria de hacerlo era a través de los libros.
Incluso hoy en día, cuando razones de accesibilidad, disponibilidad de espacio físico y hasta de costos, hay opciones electrónicas alternativas al libro tradicional, con todo y las ventajas que ofrecen, esas alternativas serán incapaces de proveer algunas de las innegables y placenteras ventajas características del libro impreso.
¿Quién no ha ido a la librería buscando un libro determinado y, lo encuentre o no, sale con otros que ni buscaba ni esperaba encontrar? Las librerías son, en efecto, lugares de recreación, de paseo, que con sólo pisarlas y echar una mirada ilustran y aportan esparcimiento.
¿Cómo sustituir el placer –y la necesidad- de hojear un libro desconocido para “probarlo” y “catar” sus propiedades en torno de un tema que en un momento desafía nuestro intelecto y nuestros conocimientos? Si se quiere escribir, pongamos por caso, sobre los orígenes del régimen presidencial ¿Dónde buscar y cómo? ¿Acaso no es útil, en la librería, hojear –sí, y también, aunque sea éste un lugar común, “ojear”- los libros que pudieran hacer referencia a tal cosa, darnos una pista sobre el tema o de plano abordarlo como nos convine que lo haga?
Claro, eso lo hace muy bien, más fácil y rápidamente ese gran auxiliar de todo investigador -profesional o casual, frívolo o no- de temas y pistas que es Google; siempre estará Wikipedia, además, que ya desplazó inclusive a la proverbial “Britannica” y la sacó del mercado en su formato impreso cuando menos. Pero el placer del hallazgo fortuito, de la palabra desconocida o del concepto novedoso, de la idea nueva o iluminadora, de la novela o el autor de los que nada se sabía, sólo los libros y la búsqueda de ellos y en ellos lo pueden proporcionar.
Hay que leer, en todo caso, para evolucionar. Leyendo se aprende a escribir y se automatiza la ortografía. Hasta se pule el estilo, con sólo un poco de cuidado que se ponga en ello.
Incluso en la ficción, como devela Volpi en uno de sus más recientes libros -“Leer la mente”- tiene el poder de influir en la evolución humana, que se ve favorecida por el ejercicio de recrear en ella nuestro entorno, de modo que, al manipularlo, reordenarlo y moldearlo en nuestra mente, reflejando aun las percepciones ficticias, se incide también en funciones cerebrales que se desarrollan imperceptible, pero eficaz y perdurablemente.
Leamos, pues, y crezcamos, haciéndolo, como seres humanos. No despreciemos en ello al arte y la ficción, que también contribuyen, tangiblemente, no sólo a la calidad de la vida de todos, sino también a la pericia intelectual de cada uno.
Que tengan ustedes, en esta semana, felices y provechosas lecturas.
miércoles, 23 de mayo de 2012
Carlos Fuentes al final del siglo
“El gato está fuera del saco y va errabundo por un mundo de comunicaciones instantáneas, información disponible y vocabulario visual. La nueva gramática política convierte los muros en aire, y las cortinas de acero en ventanas de ironía”.
Con esas palabras inicia un ensayo de Carlos Fuentes, “El Camino Federalista”, con el que contribuyó a una obra colectiva coordinada por Nathan P. Gardels que se intitula “At Century´s End” (ALTI Publishig, La Joya, California, 1995).
En ese ensayo, el recientemente fallecido escritor, mejor conocido por su veta novelística, se muestra también como un ensayista intuitivo, culto, informado, y por lo tanto capaz de percibir bien el a veces difuso –y también confuso- panorama que ofrece el mundo en estos días, en los que lo único claro parece ser el hecho de que se ha iniciado una metamorfosis que abarca todos los campos de la vida humana.
Dejo que Fuentes se exprese: “La trilogía de interdependencia económica, progreso tecnológico, y comunicación instantánea puede, fácilmente, conducirnos a todos –de Moscú a Madrid, a la Ciudad de México- a un mejor orden mundial de abundancia compartida. Pero apenas ha sido abierta esta puerta, cuando en gran parte del mundo los problemas de la cultura han irrumpido, violentamente, para hacer pedazos el festejo”.
Es correcto, en buena medida, el diagnóstico de Fuentes, aunque no deja de incurrir en la entronización de lo económico como factor principal, cuando que existen otros elementos del sistema que demandan igual o mayor atención que ese. Él plantea la cuestión central de la globalidad cuando pregunta: “La paradoja es esta: si la racionalidad económica nos dice que el próximo siglo será la edad de la integración global de las economías nacionales, la ‘irracionalidad’ cultural se hace presente para informarnos que también será el siglo de las demandas étnicas y los nacionalismos renacidos”.
Con tino dice también: “Aquí es donde la imaginación política y cultural deben reunirse para preguntar: ¿Podemos reconciliar las demandas económicas globales con la resurrección de estos reclamos nacionalistas?”.
Frente a esa cuestión, apremiante por cierto, Carlos Fuentes acude a su acervo cultural y a su sentido práctico cuando, ante tal aparente dilema, afirma con naturalidad y elegancia: “Ambas, la razón y la imaginación, nos dicen que el nombre de la solución, ese punto donde se pueden equilibrar las demandas de integración y aquellas de las nacionalidades, es ‘federalismo’. Mi esperanza es que podamos atestiguar una revisión del tema del federalismo como un compromiso entre tres igualmente reales vectores: la región y el mundo, pasando por la nación”.
Sin haber sido un especialista en el tema, pero teniendo en mente no sólo su equipaje cultural, que desde niño guarda referencias del sistema federal estadounidense y al proceso de sus orígenes, sino también a su información sobre las cosas del mundo de hoy, inteligentemente procesada, llegó a la percepción de un mapa de ruta compuesto por un complejo rompecabezas que, si no se profundiza con imaginación y se refuerza su estudio con una razón informada, causará confusión irremisiblemente y, sin duda, agitará aun más las aguas, en beneficio de los ya de suyo favorecidos pescadores, dueños de las finanzas y la economía del mundo.
El nombre de la solución, dice Carlos Fuentes, es “federalismo”. Un federalismo adecuado a las necesidades y características de hoy, contemplado como instrumento apto para crear, como lo hace el artista –si se me permite el exceso- una fórmula que permita armonizar esas tendencias contradictorias, “unir sin unificar” –como dijera don Manuel Herrera y Lasso en su tiempo- los diferentes intereses y demandas de la realidad contemporánea, tan global y tan local al mismo tiempo.
Tiene razón Carlos Fuentes, que proponiéndoselo o no, rinde también tributo al viejo Kant, que ya había propuesto –en “La Paz Perpetua”- una solución similar. Descanse en paz Carlos Fuentes. Sirva este sencillo recuerdo de un ensayo suyo poco difundido para rendir homenaje a sus méritos humanistas y literarios.
Con esas palabras inicia un ensayo de Carlos Fuentes, “El Camino Federalista”, con el que contribuyó a una obra colectiva coordinada por Nathan P. Gardels que se intitula “At Century´s End” (ALTI Publishig, La Joya, California, 1995).
En ese ensayo, el recientemente fallecido escritor, mejor conocido por su veta novelística, se muestra también como un ensayista intuitivo, culto, informado, y por lo tanto capaz de percibir bien el a veces difuso –y también confuso- panorama que ofrece el mundo en estos días, en los que lo único claro parece ser el hecho de que se ha iniciado una metamorfosis que abarca todos los campos de la vida humana.
Dejo que Fuentes se exprese: “La trilogía de interdependencia económica, progreso tecnológico, y comunicación instantánea puede, fácilmente, conducirnos a todos –de Moscú a Madrid, a la Ciudad de México- a un mejor orden mundial de abundancia compartida. Pero apenas ha sido abierta esta puerta, cuando en gran parte del mundo los problemas de la cultura han irrumpido, violentamente, para hacer pedazos el festejo”.
Es correcto, en buena medida, el diagnóstico de Fuentes, aunque no deja de incurrir en la entronización de lo económico como factor principal, cuando que existen otros elementos del sistema que demandan igual o mayor atención que ese. Él plantea la cuestión central de la globalidad cuando pregunta: “La paradoja es esta: si la racionalidad económica nos dice que el próximo siglo será la edad de la integración global de las economías nacionales, la ‘irracionalidad’ cultural se hace presente para informarnos que también será el siglo de las demandas étnicas y los nacionalismos renacidos”.
Con tino dice también: “Aquí es donde la imaginación política y cultural deben reunirse para preguntar: ¿Podemos reconciliar las demandas económicas globales con la resurrección de estos reclamos nacionalistas?”.
Frente a esa cuestión, apremiante por cierto, Carlos Fuentes acude a su acervo cultural y a su sentido práctico cuando, ante tal aparente dilema, afirma con naturalidad y elegancia: “Ambas, la razón y la imaginación, nos dicen que el nombre de la solución, ese punto donde se pueden equilibrar las demandas de integración y aquellas de las nacionalidades, es ‘federalismo’. Mi esperanza es que podamos atestiguar una revisión del tema del federalismo como un compromiso entre tres igualmente reales vectores: la región y el mundo, pasando por la nación”.
Sin haber sido un especialista en el tema, pero teniendo en mente no sólo su equipaje cultural, que desde niño guarda referencias del sistema federal estadounidense y al proceso de sus orígenes, sino también a su información sobre las cosas del mundo de hoy, inteligentemente procesada, llegó a la percepción de un mapa de ruta compuesto por un complejo rompecabezas que, si no se profundiza con imaginación y se refuerza su estudio con una razón informada, causará confusión irremisiblemente y, sin duda, agitará aun más las aguas, en beneficio de los ya de suyo favorecidos pescadores, dueños de las finanzas y la economía del mundo.
El nombre de la solución, dice Carlos Fuentes, es “federalismo”. Un federalismo adecuado a las necesidades y características de hoy, contemplado como instrumento apto para crear, como lo hace el artista –si se me permite el exceso- una fórmula que permita armonizar esas tendencias contradictorias, “unir sin unificar” –como dijera don Manuel Herrera y Lasso en su tiempo- los diferentes intereses y demandas de la realidad contemporánea, tan global y tan local al mismo tiempo.
Tiene razón Carlos Fuentes, que proponiéndoselo o no, rinde también tributo al viejo Kant, que ya había propuesto –en “La Paz Perpetua”- una solución similar. Descanse en paz Carlos Fuentes. Sirva este sencillo recuerdo de un ensayo suyo poco difundido para rendir homenaje a sus méritos humanistas y literarios.
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LEER ES UN PLACER,
LITERATURA
Shakespeare, para una vida más sabia
¡La asombrosa inteligencia de los más grandes pensadores, siempre ensancha nuestra alma!
Como autor de esta columna, he tratado de transmitir reflexiones de pensadores que aumenten nuestra sabiduría práctica para vivir. Shakespeare, el más grande escritor de todos los tiempos y seguramente, la inteligencia más deslumbrante, nos convierte en mejores personas cuando lo leemos detenidamente.
En su obra suprema, “Hamlet, príncipe de Dinamarca”, Polonio, ayudante del rey y de la reina de Dinamarca, al despedir a su hijo Laertes, que regresa a Francia, le dice:
“Acércate. ¡Que mi bendición sea contigo! Y procura imprimir en la memoria estos pocos preceptos. No propales tus pensamientos ni ejecutes nada inconveniente. Sé sencillo, pero en modo alguno vulgar. Los amigos que escojas y cuya adopción hayas puesto a prueba, sujétalos a tu alma con garfios de acero, pero no encallezcas tu mano con agasajos a todo camarada recién salido sin plumas del cascarón. Guárdate de entrar en pendencias; pero una vez en ella, obra de modo que sea el contrario quien se guarde de ti. Presta a todos tu oído, pero a pocos tu voz. Oye las censuras de los demás. Pero reserva tu juicio. Que tu vestido sea tan costoso como tu bolsa lo permita, pero sin afectación a la hechura; rico, más no extravagante, porque el traje revela al sujeto, y en Francia las personas de más alta alcurnia y posición son de esto modelo de finura y esplendidez. No pidas ni des prestado a nadie, pues el prestar hace perder a un tiempo el dinero y el amigo, y el tomar prestado embota el filo de la economía. Y sobre todo, esto: sé sincero contigo mismo, y de ello se seguirá, como la noche al día, que no puedas ser falso con nadie. ¡Adiós! Que mi bendición haga fructificar en ti todo esto.”
Este largo párrafo de Shakespeare en boca de uno de sus personajes, contiene una gran cantidad de consejos para vivir una vida más prudente, sabia, inteligente y eficaz. La sabiduría de Shakespeare parece que no tiene límites ni fronteras. Cada uno de estos consejos nos daría tema para escribir varias columnas.
“Hamlet, príncipe de Dinamarca,” es una obra, una tragedia, la más sabia jamás escrita, que su solo contenido ejerce en nosotros una poderosa conversión de nuestro espíritu. Su sabiduría, genialidad y deslumbrante lenguaje, hace posible que nos convirtamos en mejores seres humanos.
Sé que no hay necesidad de explicar ninguno de los consejos que Polonio da a su hijo Laertes, antes de que embarque a Francia. No obstante ello, quiero resaltar algunos de estos consejos.
Le pide a su hijo que guarde sus pensamientos para sí y que no se los comunique a todos, pues esta conducta es imprudente, le pide que no ejecute nada inconveniente. No le solicita que no piense en algo inconveniente, sino que no actúe inconvenientemente, y lo inconveniente para Shakespeare es toda conducta inmoral e imprudente.
Le pide sencillez, pero le aclara que no caiga en lo vulgar. Y es que la sencillez está vinculada a las buenas costumbres, mientras que lo vulgar rompe con lo adecuado y sensato. Decía una máxima de la Roma Antigua: “La naturaleza se complace en cosas sencillas”. En cuanto a lo vulgar, Quevedo, escribió esta sentencia: “Vulgo y loco todo es uno”.
Polonio le aconseja a su hijo Laertes, que a los amigos que escoja y los haya puesto a prueba, debe sujetarlos a su alma con garfios de acero. Shakespeare considera que uno de los más ricos bienes que poseemos, son los amigos verdaderos. Una máxima de la Antigua Roma, decía: “Para los amigos cualquier hora es buena. En cualquier momento se recibe al amigo sin molestias”. Otra máxima romana, dice: “La pérdida de un amigo es la mayor desgracia que puede suceder”. Y Cicerón, escribió: “A los amigos hay que tomarlos por sus hechos, no por sus dichos”. Y el gran dramaturgo de la Antigua Grecia, Sófocles, escribió: “El que prescinde de un amigo, prescinde de su vida”.
Polonio le dice a su hijo Laertes: “Guárdate de entrar en pendencias; pero, una vez en ellas, obra de modo que sea el contrario quien se guarde de ti”. No entrar en pleitos es lo más prudente, pero si el pleito es imposible de evitar, Polonio le solicita a su hijo (en el contexto del consejo) que deje la mesura y la inacción, pues las llevaría todas de perder. Si su hijo no puede evitar un pleito, debe resolverse a pelear abiertamente, con bravura y una valentía incontrastable; y a tal grado, que le haga saber a su contrincante, que también él, está en grave riesgo. Ante males extremos, remedios extremos, aconseja la sabiduría de la Grecia Clásica.
Uno de los pensamientos más sabios y geniales de todas las obras que escribió Shakespeare, y que ha sido citada de manera abrumadora, sin que sepamos que fue Shakespeare su autor, es el consejo que Polonio le da a su hijo al final, y que es el siguiente:
“Y sobre todo, esto: sé sincero contigo mismo y de ello se seguirá, como la noche al día, que no puedas ser falso con nadie”.
¡Asombrosa sabiduría la de Shakespeare!
Como autor de esta columna, he tratado de transmitir reflexiones de pensadores que aumenten nuestra sabiduría práctica para vivir. Shakespeare, el más grande escritor de todos los tiempos y seguramente, la inteligencia más deslumbrante, nos convierte en mejores personas cuando lo leemos detenidamente.
En su obra suprema, “Hamlet, príncipe de Dinamarca”, Polonio, ayudante del rey y de la reina de Dinamarca, al despedir a su hijo Laertes, que regresa a Francia, le dice:
“Acércate. ¡Que mi bendición sea contigo! Y procura imprimir en la memoria estos pocos preceptos. No propales tus pensamientos ni ejecutes nada inconveniente. Sé sencillo, pero en modo alguno vulgar. Los amigos que escojas y cuya adopción hayas puesto a prueba, sujétalos a tu alma con garfios de acero, pero no encallezcas tu mano con agasajos a todo camarada recién salido sin plumas del cascarón. Guárdate de entrar en pendencias; pero una vez en ella, obra de modo que sea el contrario quien se guarde de ti. Presta a todos tu oído, pero a pocos tu voz. Oye las censuras de los demás. Pero reserva tu juicio. Que tu vestido sea tan costoso como tu bolsa lo permita, pero sin afectación a la hechura; rico, más no extravagante, porque el traje revela al sujeto, y en Francia las personas de más alta alcurnia y posición son de esto modelo de finura y esplendidez. No pidas ni des prestado a nadie, pues el prestar hace perder a un tiempo el dinero y el amigo, y el tomar prestado embota el filo de la economía. Y sobre todo, esto: sé sincero contigo mismo, y de ello se seguirá, como la noche al día, que no puedas ser falso con nadie. ¡Adiós! Que mi bendición haga fructificar en ti todo esto.”
Este largo párrafo de Shakespeare en boca de uno de sus personajes, contiene una gran cantidad de consejos para vivir una vida más prudente, sabia, inteligente y eficaz. La sabiduría de Shakespeare parece que no tiene límites ni fronteras. Cada uno de estos consejos nos daría tema para escribir varias columnas.
“Hamlet, príncipe de Dinamarca,” es una obra, una tragedia, la más sabia jamás escrita, que su solo contenido ejerce en nosotros una poderosa conversión de nuestro espíritu. Su sabiduría, genialidad y deslumbrante lenguaje, hace posible que nos convirtamos en mejores seres humanos.
Sé que no hay necesidad de explicar ninguno de los consejos que Polonio da a su hijo Laertes, antes de que embarque a Francia. No obstante ello, quiero resaltar algunos de estos consejos.
Le pide a su hijo que guarde sus pensamientos para sí y que no se los comunique a todos, pues esta conducta es imprudente, le pide que no ejecute nada inconveniente. No le solicita que no piense en algo inconveniente, sino que no actúe inconvenientemente, y lo inconveniente para Shakespeare es toda conducta inmoral e imprudente.
Le pide sencillez, pero le aclara que no caiga en lo vulgar. Y es que la sencillez está vinculada a las buenas costumbres, mientras que lo vulgar rompe con lo adecuado y sensato. Decía una máxima de la Roma Antigua: “La naturaleza se complace en cosas sencillas”. En cuanto a lo vulgar, Quevedo, escribió esta sentencia: “Vulgo y loco todo es uno”.
Polonio le aconseja a su hijo Laertes, que a los amigos que escoja y los haya puesto a prueba, debe sujetarlos a su alma con garfios de acero. Shakespeare considera que uno de los más ricos bienes que poseemos, son los amigos verdaderos. Una máxima de la Antigua Roma, decía: “Para los amigos cualquier hora es buena. En cualquier momento se recibe al amigo sin molestias”. Otra máxima romana, dice: “La pérdida de un amigo es la mayor desgracia que puede suceder”. Y Cicerón, escribió: “A los amigos hay que tomarlos por sus hechos, no por sus dichos”. Y el gran dramaturgo de la Antigua Grecia, Sófocles, escribió: “El que prescinde de un amigo, prescinde de su vida”.
Polonio le dice a su hijo Laertes: “Guárdate de entrar en pendencias; pero, una vez en ellas, obra de modo que sea el contrario quien se guarde de ti”. No entrar en pleitos es lo más prudente, pero si el pleito es imposible de evitar, Polonio le solicita a su hijo (en el contexto del consejo) que deje la mesura y la inacción, pues las llevaría todas de perder. Si su hijo no puede evitar un pleito, debe resolverse a pelear abiertamente, con bravura y una valentía incontrastable; y a tal grado, que le haga saber a su contrincante, que también él, está en grave riesgo. Ante males extremos, remedios extremos, aconseja la sabiduría de la Grecia Clásica.
Uno de los pensamientos más sabios y geniales de todas las obras que escribió Shakespeare, y que ha sido citada de manera abrumadora, sin que sepamos que fue Shakespeare su autor, es el consejo que Polonio le da a su hijo al final, y que es el siguiente:
“Y sobre todo, esto: sé sincero contigo mismo y de ello se seguirá, como la noche al día, que no puedas ser falso con nadie”.
¡Asombrosa sabiduría la de Shakespeare!
BUEN USO DEL TIEMPO
Conservamos como horrendos avaros, una serie de cosas que para muy poco nos sirven, y casi siempre nos perjudican: comida en abundancia, objetos de lujo que nunca empleamos, decenas de cosas que guardamos por si algún día llegaran a hacernos falta, etc.
Pero el “tiempo”, que es la esencia de la vida, la tela de que está hecho el vestuario de nuestra existencia, lo malbaratamos, lo despreciamos de tal modo, que cuando no sabemos qué hacer con él, nos llenamos de hastío. Cuando pasamos por un mal momento o por circunstancias adversas, nos decimos: ¡Ya, que pase ésta mala racha, ojalá ya se termine el año!
Si la avaricia, que es una enfermedad del alma, quisiera encontrar su buena excepción que confirme la regla, sería que adquiriera un destello de esplendida belleza, al ser codiciosa con el “tiempo”.
La verdad es que si medimos la duración de nuestra existencia, cualquiera que ella fuere, en relación a la eternidad, todos nosotros, niños, adultos y ancianos, seríamos iguales. Nada es nuestro tiempo en relación con la eternidad. ¿Ésta reflexión nos sirve para desvalorizar el tiempo, o para valorarlo en alto grado? Si toda nuestra existencia va a caber en una palpitación del universo, ¿no habrá mayor locura que tirar el tiempo, al igual que un pescador tira al mar un objeto inservible que ha atrapado su red?
“Breve e irreparable es para todos el tiempo de la vida”, escribió Virgilio.
Todo aquello que llamamos riquezas, como casas lujosas, joyas, costosas vestimentas, depósitos bancarios, nos pertenecen sólo en calidad de cosas prestadas, y ni prestadas nos son, si no obtenemos de ellas provecho o deleite alguno. Pero todas esas precarias posesiones no son parte de nosotros. En cambio, el tiempo si es nuestro, pues sin él no podríamos ser niños, jóvenes, y ni siquiera existir. La naturaleza quiso que el tiempo fuera lo más nuestro, la posesión más útil de todas. Sólo que el tiempo, nuestro tiempo, encierra una sagrada y trágica paradoja: con nuestro tiempo podemos crearnos un cielo en la tierra: asombrarnos ante las bellezas y misterios de la naturaleza; pero también, ese hilo de oro cualquiera puede cortarlo y retirarnos de la vida. El tiempo es como la delicadísima mariposa. Exuberantemente bella, pintada de los más bellos colores, capaz de surcar los espacios, pero tan delicada, que puede morir si ejercemos una leve presión teniéndola entre nuestros dedos.
Los humanos somos con el tiempo tan insensatos, que permitimos que cualquier persona nos haga esperar horas, días o años, a fin de lograr un objetivo; somos capaces de emplear días y años en tareas absurdas e inútiles, y de envejecer haciendo lo que siempre detestamos hacer. Malgastamos el tiempo como si se tratara de algo que no existe. Somos capaces de disponer del tiempo de otros, como si fuera nuestro tiempo, y al retirarnos, no tenemos la menor conciencia de que no podremos devolverle al que nos lo ofreció, ni un segundo de él.
Todos creemos tener derecho a pedirle a otro minutos o más de su “valioso tiempo”, no siendo esto más que una frase hueca, pues en la realidad, no valoramos el tiempo que nos regalan, ni valoramos el que regalamos. El tiempo no es convertible en dinero, de ahí la corrompida frase: “time is money” (el tiempo es dinero). No podría haber una mayor distorsión que equiparar el tiempo al dinero. ¿Por cuánto dinero nos comprometeríamos para jamás ver ni tomar en nuestros brazos a nuestros hijos? ¿Cambiaríamos la posibilidad de admirar las bellezas de la naturaleza, de pasar nuestro tiempo ejerciendo nuestra vocación, por todo el oro que guardan las entrañas de la tierra?
“Coge, oh doncella, las rosas mientras están en flor y tú en tu adolescencia, acuérdate de que al igual que ellos, tus horas pasan velozmente”, escribió el romano Ausonio.
También nosotros debemos coger las rosas de la vida mientras están en flor. ¿Podremos coger las rosas de las miradas de nuestros hijos si no lo hicimos en su tiempo?, ¿o de quien estamos enamorados?
Una de las tragedias que más nos suceden en nuestras vidas, consisten en no tomar plena conciencia de las cuestiones más importantes. ¿No es tiempo ya, de hacer con nuestro tiempo, todo aquello que más nos importa?: mirar con mayor detenimiento las bellezas de la naturaleza, conversar con nuestros amigos, escuchar la música que más nos agrada, cumplir con nuestra vocación, disfrutar el ocio sin el menor sentimiento de culpa, y así, apagar el fuego ardiente de nuestra adicción al trabajo y a los falsos objetivos.
Pensemos, que tiempo suficiente tenemos para amar, crear, exprimirle a la vida todo su jugo divino. El inmenso Cicerón de la Roma Antigua, que introdujo en el imperio romano la filosofía y literatura de los inmortales pensadores de la Grecia Clásica, escribió: “Para vivir como es debido, el breve tiempo de la vida es bastante largo”.
La afirmación de Cicerón, contemporáneo y amigo del mejor gobernante que ha dado el mundo, Julio César, la reiteró el gran pensador Séneca, para quien teníamos el tiempo necesario para lograr una buena vida, y que el tiempo se nos hacía poco, porque poco valioso es lo que hacíamos con el tiempo que la vida ponía a nuestra disposición.
El inmenso genio de Shakespeare, en su obra “Enrique IV, segunda parte,” nos muestra la profunda conciencia que tenía del tiempo, cuando el personaje de ésta obra, el príncipe Enrique, en uno de sus parlamentos dice: “Perdemos el tiempo como estúpidos, y los espíritus de los sabios se burlan de nosotros sentados en las nubes”.
¡Darnos plenamente cuenta del infinito valor del tiempo, constituiría un enorme tesoro para nuestra existencia!
¡Hagamos con el óptimo empleo de nuestro tiempo, el supremo arte de nuestra vida!
Pero el “tiempo”, que es la esencia de la vida, la tela de que está hecho el vestuario de nuestra existencia, lo malbaratamos, lo despreciamos de tal modo, que cuando no sabemos qué hacer con él, nos llenamos de hastío. Cuando pasamos por un mal momento o por circunstancias adversas, nos decimos: ¡Ya, que pase ésta mala racha, ojalá ya se termine el año!
Si la avaricia, que es una enfermedad del alma, quisiera encontrar su buena excepción que confirme la regla, sería que adquiriera un destello de esplendida belleza, al ser codiciosa con el “tiempo”.
La verdad es que si medimos la duración de nuestra existencia, cualquiera que ella fuere, en relación a la eternidad, todos nosotros, niños, adultos y ancianos, seríamos iguales. Nada es nuestro tiempo en relación con la eternidad. ¿Ésta reflexión nos sirve para desvalorizar el tiempo, o para valorarlo en alto grado? Si toda nuestra existencia va a caber en una palpitación del universo, ¿no habrá mayor locura que tirar el tiempo, al igual que un pescador tira al mar un objeto inservible que ha atrapado su red?
“Breve e irreparable es para todos el tiempo de la vida”, escribió Virgilio.
Todo aquello que llamamos riquezas, como casas lujosas, joyas, costosas vestimentas, depósitos bancarios, nos pertenecen sólo en calidad de cosas prestadas, y ni prestadas nos son, si no obtenemos de ellas provecho o deleite alguno. Pero todas esas precarias posesiones no son parte de nosotros. En cambio, el tiempo si es nuestro, pues sin él no podríamos ser niños, jóvenes, y ni siquiera existir. La naturaleza quiso que el tiempo fuera lo más nuestro, la posesión más útil de todas. Sólo que el tiempo, nuestro tiempo, encierra una sagrada y trágica paradoja: con nuestro tiempo podemos crearnos un cielo en la tierra: asombrarnos ante las bellezas y misterios de la naturaleza; pero también, ese hilo de oro cualquiera puede cortarlo y retirarnos de la vida. El tiempo es como la delicadísima mariposa. Exuberantemente bella, pintada de los más bellos colores, capaz de surcar los espacios, pero tan delicada, que puede morir si ejercemos una leve presión teniéndola entre nuestros dedos.
Los humanos somos con el tiempo tan insensatos, que permitimos que cualquier persona nos haga esperar horas, días o años, a fin de lograr un objetivo; somos capaces de emplear días y años en tareas absurdas e inútiles, y de envejecer haciendo lo que siempre detestamos hacer. Malgastamos el tiempo como si se tratara de algo que no existe. Somos capaces de disponer del tiempo de otros, como si fuera nuestro tiempo, y al retirarnos, no tenemos la menor conciencia de que no podremos devolverle al que nos lo ofreció, ni un segundo de él.
Todos creemos tener derecho a pedirle a otro minutos o más de su “valioso tiempo”, no siendo esto más que una frase hueca, pues en la realidad, no valoramos el tiempo que nos regalan, ni valoramos el que regalamos. El tiempo no es convertible en dinero, de ahí la corrompida frase: “time is money” (el tiempo es dinero). No podría haber una mayor distorsión que equiparar el tiempo al dinero. ¿Por cuánto dinero nos comprometeríamos para jamás ver ni tomar en nuestros brazos a nuestros hijos? ¿Cambiaríamos la posibilidad de admirar las bellezas de la naturaleza, de pasar nuestro tiempo ejerciendo nuestra vocación, por todo el oro que guardan las entrañas de la tierra?
“Coge, oh doncella, las rosas mientras están en flor y tú en tu adolescencia, acuérdate de que al igual que ellos, tus horas pasan velozmente”, escribió el romano Ausonio.
También nosotros debemos coger las rosas de la vida mientras están en flor. ¿Podremos coger las rosas de las miradas de nuestros hijos si no lo hicimos en su tiempo?, ¿o de quien estamos enamorados?
Una de las tragedias que más nos suceden en nuestras vidas, consisten en no tomar plena conciencia de las cuestiones más importantes. ¿No es tiempo ya, de hacer con nuestro tiempo, todo aquello que más nos importa?: mirar con mayor detenimiento las bellezas de la naturaleza, conversar con nuestros amigos, escuchar la música que más nos agrada, cumplir con nuestra vocación, disfrutar el ocio sin el menor sentimiento de culpa, y así, apagar el fuego ardiente de nuestra adicción al trabajo y a los falsos objetivos.
Pensemos, que tiempo suficiente tenemos para amar, crear, exprimirle a la vida todo su jugo divino. El inmenso Cicerón de la Roma Antigua, que introdujo en el imperio romano la filosofía y literatura de los inmortales pensadores de la Grecia Clásica, escribió: “Para vivir como es debido, el breve tiempo de la vida es bastante largo”.
La afirmación de Cicerón, contemporáneo y amigo del mejor gobernante que ha dado el mundo, Julio César, la reiteró el gran pensador Séneca, para quien teníamos el tiempo necesario para lograr una buena vida, y que el tiempo se nos hacía poco, porque poco valioso es lo que hacíamos con el tiempo que la vida ponía a nuestra disposición.
El inmenso genio de Shakespeare, en su obra “Enrique IV, segunda parte,” nos muestra la profunda conciencia que tenía del tiempo, cuando el personaje de ésta obra, el príncipe Enrique, en uno de sus parlamentos dice: “Perdemos el tiempo como estúpidos, y los espíritus de los sabios se burlan de nosotros sentados en las nubes”.
¡Darnos plenamente cuenta del infinito valor del tiempo, constituiría un enorme tesoro para nuestra existencia!
¡Hagamos con el óptimo empleo de nuestro tiempo, el supremo arte de nuestra vida!
Diálogo entre la Culpa y la Comprensión
La Culpa penaba por las calles, se estiraba los cabellos, su cara mostraba una rara mezcla de tristeza, miedo y desesperanza. La Comprensión, que era tan benévola y tolerante, se le acercó y le rogó que por favor le contara la causa de su pena y de su tormento.
Sí te contaré –le dijo la culpa–, pero antes quiero decirte que mi tormento me viene porque mi conciencia me acusa de algo que es cierto, y es tanto mi pesar, que detesto mi mala acción, y a tal grado es así, que si tú no me hubieras pedido que te contará la causa de mi pesar, como demente confesaría mi culpa a cualquiera, pues siento que se me pudre en el pecho.
Tengo mucha vergüenza de contarte los detalles de mi mala acción. ¡Mira, le dijo la Comprensión, no es necesario que te avergüences y sufras más al recordar tu mal comportamiento! Y como mi naturaleza no es proclive a la morbosidad ni a una curiosidad malsana, mejor te escucharé de todo corazón, todo aquello que tú libremente quieras contarme.
Yo sé, dijo la Culpa, que mis actos atentaron contra valores morales y contra la dignidad mía y la dignidad de la persona a que dañé. Es cierto, lo que expresas –afirmó la comprensión-, pero debes saber, que tus sentimientos de culpa no son, sin embargo, ningún deshonor, ni se deben a ninguna degeneración de tu alma, pues si así fuera, no te dolería tú culpa; sino al contrario, estas expresando un arrepentimiento, y debes saber, que solamente se arrepienten los que gozan de una inviolable dignidad de su propia persona, y de que gozan también, de una conciencia moral muy fina y elevada.
Te veo tan apesadumbrada, que creo que tu arrepentimiento es muy intenso y agudo, y cuando esto es así, no hay culpa tan grande que no venza por completo el arrepentimiento. Arrepentirse de todo corazón, es la mejor de todas las medicinas para las enfermedades del alma.
Fíjate muy bien, siguió hablando la Comprensión: despreciamos algo que consideramos útil, valioso o moral, o todo junto, y al haber actuado con desprecio a ello, nos damos cuenta que actuamos equivocadamente, o francamente de manera inmoral; después de ello, empezamos a reprocharnos nuestra conducta u omisión, a lo que luego le sigue un sentimiento de arrepentimiento, que en algunos casos, y de no curarse, puede llevar a la locura o a la privación de la propia vida.
Además, continuó hablando la Comprensión: al tormento y tristeza, se pueden añadir otros sentimientos, como es el miedo o el pánico, al temerse las consecuencias que puedan traer nuestros malos actos. Sí, dijo la culpa, éste miedo ya lo estoy sintiendo, por lo que ya no sé qué hacer con tantos pesares y angustias.
Lo mejor que podrías hacer, le dijo la Comprensión, es no darle una y mil vueltas a tu arrepentimiento, pues estas cavilaciones te traen a la memoria nuevas culpas, y éstas, a la vez, dan nacimiento a nuevos arrepentimientos. Darle muchas vueltas al arrepentimiento, es la prueba de no haberse arrepentido profundamente. Arrepiéntete fuertemente, y si eres creyente en Dios, pídele perdón por tus faltas, y si se puede, trata de remediar lo más que puedas, el daño que a otros causaste.
Recuerda, siguió hablando la Comprensión, que para arrepentirse, se requiere de valentía y de humildad. ¿O acaso, te sentías perfecto como Dios, o creías que eras inmune a las faltas graves, como si fueras un Ángel? ¡Claro que no! Tú, yo, y todos, somos susceptibles de cometer lo peor. ¡Ahora, a ti te tocó! Así, que si aceptas la vida, no puedes dejar de aceptar el arrepentimiento. El arrepentimiento es un sentimiento muy doloroso, pero es de los actos más sublimes, pues es la prueba irrefutable de que nos reconocemos con todas nuestras miserias, debilidades y flaquezas. Es imposible, que nos arrepintamos de todo corazón, sin que antes no hayamos destruido nuestros enfermizos sentimientos de grandiosidad y de soberbia.
La Culpa tenía los ojos anegados de lágrimas y por vez primera, sintió que sus tormentos comenzaban a desaparecer, y sintió también, que la vida de nuevo lo metía en su torbellino, y que la existencia le ofrecía nuevas oportunidades.
Mira, le dijo la Comprensión: el único remedio definitivo para aminorar la culpabilidad, es reconocerla, si en realidad se es culpable. En muchas ocasiones, la culpabilidad no guarda una estricta relación con la realidad. La Culpa engrandece y magnifica sus cometidos y se tortura de una manera infundada.
Por esto, le dijo la Comprensión a la Culpa, pide la opinión de varias personas sobre lo que tanto te atormenta. La opinión de otros podrá ser más objetiva y certera. En ocasiones nos lacera la culpabilidad sin fundamento alguno; otras veces, las personas agrandan desmesuradamente su culpabilidad.
De la manera que sea, le siguió diciendo la Comprensión a la Culpa: date cuenta que no ha habido una sola persona a través de la humanidad, que no haya sido capaz (bajo ciertas circunstancias) de haber podido cometer los peores actos.
Podemos aprender mucho de éste dialogo. Debemos comprender que si no curamos nuestras culpas viviremos siempre como presidiarios del tormento, de la tristeza, y de la angustia. Creo firmemente, después de éste dialogo, que sí es posible curar la Culpa que engangrena el alma.
¡Si el hombre goza de un solo rasgo que es divino, ese es, el del arrepentimiento, nacido de las profundidades del corazón!
Sí te contaré –le dijo la culpa–, pero antes quiero decirte que mi tormento me viene porque mi conciencia me acusa de algo que es cierto, y es tanto mi pesar, que detesto mi mala acción, y a tal grado es así, que si tú no me hubieras pedido que te contará la causa de mi pesar, como demente confesaría mi culpa a cualquiera, pues siento que se me pudre en el pecho.
Tengo mucha vergüenza de contarte los detalles de mi mala acción. ¡Mira, le dijo la Comprensión, no es necesario que te avergüences y sufras más al recordar tu mal comportamiento! Y como mi naturaleza no es proclive a la morbosidad ni a una curiosidad malsana, mejor te escucharé de todo corazón, todo aquello que tú libremente quieras contarme.
Yo sé, dijo la Culpa, que mis actos atentaron contra valores morales y contra la dignidad mía y la dignidad de la persona a que dañé. Es cierto, lo que expresas –afirmó la comprensión-, pero debes saber, que tus sentimientos de culpa no son, sin embargo, ningún deshonor, ni se deben a ninguna degeneración de tu alma, pues si así fuera, no te dolería tú culpa; sino al contrario, estas expresando un arrepentimiento, y debes saber, que solamente se arrepienten los que gozan de una inviolable dignidad de su propia persona, y de que gozan también, de una conciencia moral muy fina y elevada.
Te veo tan apesadumbrada, que creo que tu arrepentimiento es muy intenso y agudo, y cuando esto es así, no hay culpa tan grande que no venza por completo el arrepentimiento. Arrepentirse de todo corazón, es la mejor de todas las medicinas para las enfermedades del alma.
Fíjate muy bien, siguió hablando la Comprensión: despreciamos algo que consideramos útil, valioso o moral, o todo junto, y al haber actuado con desprecio a ello, nos damos cuenta que actuamos equivocadamente, o francamente de manera inmoral; después de ello, empezamos a reprocharnos nuestra conducta u omisión, a lo que luego le sigue un sentimiento de arrepentimiento, que en algunos casos, y de no curarse, puede llevar a la locura o a la privación de la propia vida.
Además, continuó hablando la Comprensión: al tormento y tristeza, se pueden añadir otros sentimientos, como es el miedo o el pánico, al temerse las consecuencias que puedan traer nuestros malos actos. Sí, dijo la culpa, éste miedo ya lo estoy sintiendo, por lo que ya no sé qué hacer con tantos pesares y angustias.
Lo mejor que podrías hacer, le dijo la Comprensión, es no darle una y mil vueltas a tu arrepentimiento, pues estas cavilaciones te traen a la memoria nuevas culpas, y éstas, a la vez, dan nacimiento a nuevos arrepentimientos. Darle muchas vueltas al arrepentimiento, es la prueba de no haberse arrepentido profundamente. Arrepiéntete fuertemente, y si eres creyente en Dios, pídele perdón por tus faltas, y si se puede, trata de remediar lo más que puedas, el daño que a otros causaste.
Recuerda, siguió hablando la Comprensión, que para arrepentirse, se requiere de valentía y de humildad. ¿O acaso, te sentías perfecto como Dios, o creías que eras inmune a las faltas graves, como si fueras un Ángel? ¡Claro que no! Tú, yo, y todos, somos susceptibles de cometer lo peor. ¡Ahora, a ti te tocó! Así, que si aceptas la vida, no puedes dejar de aceptar el arrepentimiento. El arrepentimiento es un sentimiento muy doloroso, pero es de los actos más sublimes, pues es la prueba irrefutable de que nos reconocemos con todas nuestras miserias, debilidades y flaquezas. Es imposible, que nos arrepintamos de todo corazón, sin que antes no hayamos destruido nuestros enfermizos sentimientos de grandiosidad y de soberbia.
La Culpa tenía los ojos anegados de lágrimas y por vez primera, sintió que sus tormentos comenzaban a desaparecer, y sintió también, que la vida de nuevo lo metía en su torbellino, y que la existencia le ofrecía nuevas oportunidades.
Mira, le dijo la Comprensión: el único remedio definitivo para aminorar la culpabilidad, es reconocerla, si en realidad se es culpable. En muchas ocasiones, la culpabilidad no guarda una estricta relación con la realidad. La Culpa engrandece y magnifica sus cometidos y se tortura de una manera infundada.
Por esto, le dijo la Comprensión a la Culpa, pide la opinión de varias personas sobre lo que tanto te atormenta. La opinión de otros podrá ser más objetiva y certera. En ocasiones nos lacera la culpabilidad sin fundamento alguno; otras veces, las personas agrandan desmesuradamente su culpabilidad.
De la manera que sea, le siguió diciendo la Comprensión a la Culpa: date cuenta que no ha habido una sola persona a través de la humanidad, que no haya sido capaz (bajo ciertas circunstancias) de haber podido cometer los peores actos.
Podemos aprender mucho de éste dialogo. Debemos comprender que si no curamos nuestras culpas viviremos siempre como presidiarios del tormento, de la tristeza, y de la angustia. Creo firmemente, después de éste dialogo, que sí es posible curar la Culpa que engangrena el alma.
¡Si el hombre goza de un solo rasgo que es divino, ese es, el del arrepentimiento, nacido de las profundidades del corazón!
EL DOLOR
Ante los devastadores golpes de la ciega fortuna, la resignación y la aceptación constituyen dos instrumentos poderosos del noble corazón humano. La resignación es la sumisión o entrega voluntaria que una persona hace de sí poniéndose en las manos de otro, generalmente, de Dios. Y la aceptación entendida no en el sentido que le da el diccionario, sino en el significado popular, es una especie de conformidad ante lo que no puede modificarse.
“Los Dioses lo quisieron de otra manera”, escribió el poeta Virgilio, haciendo alusión en su obra “La Eneida”, a la resignación que a veces debe afrontarse. Y para la aceptación, Shakespeare nos aconsejó: “Lo que no es posible evitar, tenemos que aceptarlo”; por su parte, el poeta romano Horacio nos consuela al escribir: “La paciencia hace más llevadero aquello que no tiene enmienda”.
Para el que no está sufriendo intensamente, es muy fácil hablar de resignación y de aceptación, pero cuando la desgracia lo hiere en lo profundo de su alma, resulta muy difícil o a veces imposible para ciertas personas, el poder resignarse y aceptar. ¡Qué fácil hablar de resignación y de aceptación cuando los largos y afilados colmillos no se han clavado en nuestro corazón!
¿Entonces, no es posible en cierta forma, lograr algún grado de resignación y de aceptación para un corazón lleno de sufrimiento? No lo sé; lo que sí resulta fácil suponer, es que hay pérdidas para las que no hay consuelo: aquella madre que perdió a su hijo o el de la esposa enamorada que pierde a su marido. En estos casos, por ejemplo, el consuelo no existe.
Séneca pensó en este problema y así escribió: “Si los gemidos no resucitan a los muertos; si el destino es inmutable y sus juicios son irrevocables, no enterneciéndose por las estadísticas del infortunio; si nunca la muerte abandona a su presa, pongamos término a un dolor vano, sepamos regular su curso y no nos dejemos nunca arrebatar por su violencia”.
Swetchine entendió de una manera mística y sublime los sentimientos de la resignación al haber escrito en su obra “Pensamientos”: “¿Qué significa resignarse? Poner a Dios entre el dolor y uno mismo”.
Tanto dolor que hay en el mundo pudiera tener algún sentido o probablemente no lo tenga. Lo que sí, es que quien sufre de esta aguda manera, llega a gozar de un alma sublime.
Para los que no hemos sufrido de esta forma, tenemos el ejemplo de quienes sí han padecido tristezas tan devastadoras. Su ejemplo de dignidad nos hace más fuertes. Y en el mundo del espíritu, estamos seguros que en algún lugar o momento, los corazones que han sufrido con tanta intensidad, algún consuelo seguramente encontrarán.
Desgraciadamente no podemos elegir la vida que más deseamos, o al menos no la pueden elegir quienes mucho han sufrido.
El hambre, las guerras, enfermedades, crímenes, accidentes, enlutan los hogares de miles de personas cada día en todo el mundo. Hay para quienes el sufrimiento ha sido su constante compañero. Esto no es entendible a la luz de nuestra inteligencia, ni jamás podrá serlo, pues las cuestiones del dolor no son comprensibles, sino solamente cuestiones aceptadas por corazones resignados y sublimes.
De alguna manera debemos decirle un sí incondicional a la vida, y crear para los seres queridos que hemos perdido, el lugar más especial en nuestra memoria y en nuestro espíritu. Probablemente, el que mucho ha sufrido, puede perderle amor a la vida, pero paradójicamente, mantendrá íntegro el amor a los seres que perdió, incrementando enormemente su sensibilidad para comprender y ayudar a otros, pues ellos, sabios en el sufrimiento, serán los mejores maestros para nosotros.
Decía un poeta griego que no había un espectáculo más sublime que ver a un hombre enfrentándose con valor a las duras adversidades.
De la misma manera, cuando vemos comportarse con toda dignidad a personas que han sufrido mucho, quedamos admirados y sorprendidos: ¡no nos es posible entender, ni mucho menos comprender, que existan seres humanos con almas tan excepcionales!
En las novelas de Dostoievski son muy comunes los personajes que han soportado enormes dosis de sufrimiento, igual se trate de pobres o ricos, empleados o altos funcionarios del Estado.
Si leemos detenidamente a Dostoievski y tratamos de entender cómo es posible que un ser humano pueda soportar tanto dolor, encontraremos dos factores indispensables: son personas a las que el dolor les creó la virtud de la “mansedumbre”, entendida como “apacibilidad y benignidad en su condición”.
Y el segundo factor es que saben, están conscientes estas personas, que no encontrarán ningún consuelo, sino que sólo contarán con sus propias fuerzas, y esto les da un sentido de “dignidad en el infortunio” que les otorga una grandeza espiritual de la que carecían.
“Los Dioses lo quisieron de otra manera”, escribió el poeta Virgilio, haciendo alusión en su obra “La Eneida”, a la resignación que a veces debe afrontarse. Y para la aceptación, Shakespeare nos aconsejó: “Lo que no es posible evitar, tenemos que aceptarlo”; por su parte, el poeta romano Horacio nos consuela al escribir: “La paciencia hace más llevadero aquello que no tiene enmienda”.
Para el que no está sufriendo intensamente, es muy fácil hablar de resignación y de aceptación, pero cuando la desgracia lo hiere en lo profundo de su alma, resulta muy difícil o a veces imposible para ciertas personas, el poder resignarse y aceptar. ¡Qué fácil hablar de resignación y de aceptación cuando los largos y afilados colmillos no se han clavado en nuestro corazón!
¿Entonces, no es posible en cierta forma, lograr algún grado de resignación y de aceptación para un corazón lleno de sufrimiento? No lo sé; lo que sí resulta fácil suponer, es que hay pérdidas para las que no hay consuelo: aquella madre que perdió a su hijo o el de la esposa enamorada que pierde a su marido. En estos casos, por ejemplo, el consuelo no existe.
Séneca pensó en este problema y así escribió: “Si los gemidos no resucitan a los muertos; si el destino es inmutable y sus juicios son irrevocables, no enterneciéndose por las estadísticas del infortunio; si nunca la muerte abandona a su presa, pongamos término a un dolor vano, sepamos regular su curso y no nos dejemos nunca arrebatar por su violencia”.
Swetchine entendió de una manera mística y sublime los sentimientos de la resignación al haber escrito en su obra “Pensamientos”: “¿Qué significa resignarse? Poner a Dios entre el dolor y uno mismo”.
Tanto dolor que hay en el mundo pudiera tener algún sentido o probablemente no lo tenga. Lo que sí, es que quien sufre de esta aguda manera, llega a gozar de un alma sublime.
Para los que no hemos sufrido de esta forma, tenemos el ejemplo de quienes sí han padecido tristezas tan devastadoras. Su ejemplo de dignidad nos hace más fuertes. Y en el mundo del espíritu, estamos seguros que en algún lugar o momento, los corazones que han sufrido con tanta intensidad, algún consuelo seguramente encontrarán.
Desgraciadamente no podemos elegir la vida que más deseamos, o al menos no la pueden elegir quienes mucho han sufrido.
El hambre, las guerras, enfermedades, crímenes, accidentes, enlutan los hogares de miles de personas cada día en todo el mundo. Hay para quienes el sufrimiento ha sido su constante compañero. Esto no es entendible a la luz de nuestra inteligencia, ni jamás podrá serlo, pues las cuestiones del dolor no son comprensibles, sino solamente cuestiones aceptadas por corazones resignados y sublimes.
De alguna manera debemos decirle un sí incondicional a la vida, y crear para los seres queridos que hemos perdido, el lugar más especial en nuestra memoria y en nuestro espíritu. Probablemente, el que mucho ha sufrido, puede perderle amor a la vida, pero paradójicamente, mantendrá íntegro el amor a los seres que perdió, incrementando enormemente su sensibilidad para comprender y ayudar a otros, pues ellos, sabios en el sufrimiento, serán los mejores maestros para nosotros.
Decía un poeta griego que no había un espectáculo más sublime que ver a un hombre enfrentándose con valor a las duras adversidades.
De la misma manera, cuando vemos comportarse con toda dignidad a personas que han sufrido mucho, quedamos admirados y sorprendidos: ¡no nos es posible entender, ni mucho menos comprender, que existan seres humanos con almas tan excepcionales!
En las novelas de Dostoievski son muy comunes los personajes que han soportado enormes dosis de sufrimiento, igual se trate de pobres o ricos, empleados o altos funcionarios del Estado.
Si leemos detenidamente a Dostoievski y tratamos de entender cómo es posible que un ser humano pueda soportar tanto dolor, encontraremos dos factores indispensables: son personas a las que el dolor les creó la virtud de la “mansedumbre”, entendida como “apacibilidad y benignidad en su condición”.
Y el segundo factor es que saben, están conscientes estas personas, que no encontrarán ningún consuelo, sino que sólo contarán con sus propias fuerzas, y esto les da un sentido de “dignidad en el infortunio” que les otorga una grandeza espiritual de la que carecían.
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EL ARTE DE VIVIR LA VERDAD
La obligación de la falsa alegría
¡Ha de andar muy mal la Felicidad, para que necesite de tantas recetas para que pueda darse! Me imagino, que los seres humanos de hace 3 mil años para atrás, rarísima vez pensaban en la Felicidad. Tenían tareas muchísimo más importantes que estar ocupándose en cómo ser felices. Toda la estructura de la sociedad capitalista salvaje de nuestros días, finca todo su atractivo en cómo hacernos más felices. Éste capitalismo es absolutamente tirano y dictador en torno a nuestra Felicidad. Nuestra sociedad de consumo nos quiere obligar a “ser felices”. Y sucede lo mismo que con todo aquello a lo que se nos obliga tiránicamente: simplemente fracasan en sus mandatos.
Nuestra sociedad de consumo se sintió envidiosa de los griegos que crearon sus maravillosos dioses mitológicos, y creó nuestra sociedad un dios al que “estamos obligados a idolatrar”: el dios de la Felicidad. Leamos los diarios de cualquier ciudad de las naciones capitalistas, y veremos una infinidad de recetas para la Felicidad: desde cómo reducir 10 kilos en una semana, pasando por seminarios para contactarnos con las fuerzas infinitas del cosmos, o fórmulas para llevarnos bien con nuestros hijos, hasta cursos para alcanzar la Felicidad en una inmersión de 16 horas seguidas, o tomando el curso del último iluminado de los gurús que acaba de llegar del Oriente.
Además, qué mejor para curar una depresión crónica, un luto no superado, una aguda angustia y ansiedad, o un profundo sentimiento de culpa no entendido, que comprar los últimos modelos de los automóviles con precio de ganga, adaptables a todas las clases sociales.
La nueva “tiranía de la Felicidad”, provoca que muchas personas se sientan amenazadas y fracasadas al no poder ver sus ojos esa deslumbrante “lluvia de estrellas” que sí perciben los adoradores fanáticos del dios de la Felicidad. La orden tiránica: “tienes que ser feliz, estás obligado a serlo”, paraliza de miedo al que lo intenta, según las “recetas infalibles” que nos prescribe nuestra sociedad de consumo.
En la misma medida en que el mercado amplía la base de sus ofertas a fin de que podamos vivir con “mayor plenitud”, en esa misma medida, el consumo le exige al individuo la necesidad de esforzarse para alcanzar esa “plenitud” tan ansiada. El mercado va a continuar inflando sus ofertas permanentemente, y los individuos se deslizarán en esa rampa rápida de aprovechar el mayor número de ofertas. Los individuos que no puedan seguirle el paso a las gangas constantes del mercado, la misma sociedad los marginan: son los individuos con menor ingreso, y los menos aptos para lograr la plenitud; y los individuos con ingresos suficientes o sobrados, serán los devoradores insaciables de un consumo sin fin.
Los marginados, se sentirán incapaces y frustrados. Los glotones consumistas, estarán permanentemente hambrientos de consumir más bienes y servicios. Los marginados y los glotones, no habrán alcanzado la Felicidad. Los glotones del consumo, se parecen a los que persiguen su propia sombra: que nunca podrán alcanzarla. Ésta incitación a un variadísimo consumo se convierte en un proceso diabólico: marginados con sentimientos de fracaso, y glotones que no les surte ningún efecto las incontables recetas y ofertas para la Felicidad.
Considero que si por arte de magia o por un mandato divino, esa “tiranía” de ser felices a toda costa, se terminará, sí contribuiría a un mayor bienestar nuestro, ya que desaparecería esa presión constante por alcanzar la plenitud. Nuestra sociedad de consumo, por sí misma produce toda una serie de patologías psicológicas y sociales en todos los seres humanos, incluso en los más ricos, que al menos abrigan un sentimiento de desolación, al no tener la menor certeza de que pasará con su riqueza cuando ellos mueran.
Debemos estar advertidos de que es absolutamente imposible que podamos gozar de un estado permanente de Felicidad. La Felicidad es elusiva, esporádica, y dependiente de múltiples factores que están fuera de nuestro control: la violencia, pobreza, enfermedades, hastío, rompimiento imprevisto de relaciones afectuosas, la muerte de seres que nos son muy queridos, fracasos personales, la vejez que se nos acerca, y muchas causas más, impiden que podamos acceder a una Felicidad “asegurada” y “permanente”.
Los seres vivos evolucionados, para hablar sólo de los animales, plantas y hombres, están en una lucha constante contra inclemencias de todo tipo. Incluso, las “Secuoyas” o “Secoyas”, pertenecientes a las coníferas, y que pueden vivir más de 2 mil o 3 mil años, aun a esos poderosos árboles, les llega las enfermedades y la muerte.
Solamente la ayuda mutua, la solidaridad, el apoyo de grupos, los lazos de amistad, el amor a la familia, sólo esto, constituye los factores más importantes de nuestras vidas personales.
Aristóteles en su obra, “Ética a Nicómaco”, escribió: “La felicidad es, en cierta manera, accesible a todos, porque no hay hombre a quien no le sea posible alcanzarla mediante cierto estudio y los debidos cuidados, a menos que la naturaleza le haya hecho incapaz de toda virtud”.
Aristóteles fue un genio y uno de los más grandes educadores de la humanidad, pero no por esto tiene razón en todo lo que haya escrito.,En la anterior reflexión, Aristóteles se equivoca, pues la felicidad no es accesible a todas las personas. Esta idea de que la felicidad es accesible a todos, es absolutamente imposible de que sea cierta.
¡No existe una “felicidad” para todas las personas! La felicidad es un traje hecho a la medida. Ciertos bienes y deleites proporcionan a determinadas personas momentos de felicidad, mientras que a otras, los mismos bienes y deleites les causan infelicidad.
¡La tiranía de “tener que ser” felices, mata todo intento de poder llegar a serlo, aun de manera esporádica!
¡La tiranía del capitalismo salvaje que nos quiere vender la idea de que podemos ser felices si consumimos lo más posible, es una locura!
jacintofayaviesca@hotmail.com
Nuestra sociedad de consumo se sintió envidiosa de los griegos que crearon sus maravillosos dioses mitológicos, y creó nuestra sociedad un dios al que “estamos obligados a idolatrar”: el dios de la Felicidad. Leamos los diarios de cualquier ciudad de las naciones capitalistas, y veremos una infinidad de recetas para la Felicidad: desde cómo reducir 10 kilos en una semana, pasando por seminarios para contactarnos con las fuerzas infinitas del cosmos, o fórmulas para llevarnos bien con nuestros hijos, hasta cursos para alcanzar la Felicidad en una inmersión de 16 horas seguidas, o tomando el curso del último iluminado de los gurús que acaba de llegar del Oriente.
Además, qué mejor para curar una depresión crónica, un luto no superado, una aguda angustia y ansiedad, o un profundo sentimiento de culpa no entendido, que comprar los últimos modelos de los automóviles con precio de ganga, adaptables a todas las clases sociales.
La nueva “tiranía de la Felicidad”, provoca que muchas personas se sientan amenazadas y fracasadas al no poder ver sus ojos esa deslumbrante “lluvia de estrellas” que sí perciben los adoradores fanáticos del dios de la Felicidad. La orden tiránica: “tienes que ser feliz, estás obligado a serlo”, paraliza de miedo al que lo intenta, según las “recetas infalibles” que nos prescribe nuestra sociedad de consumo.
En la misma medida en que el mercado amplía la base de sus ofertas a fin de que podamos vivir con “mayor plenitud”, en esa misma medida, el consumo le exige al individuo la necesidad de esforzarse para alcanzar esa “plenitud” tan ansiada. El mercado va a continuar inflando sus ofertas permanentemente, y los individuos se deslizarán en esa rampa rápida de aprovechar el mayor número de ofertas. Los individuos que no puedan seguirle el paso a las gangas constantes del mercado, la misma sociedad los marginan: son los individuos con menor ingreso, y los menos aptos para lograr la plenitud; y los individuos con ingresos suficientes o sobrados, serán los devoradores insaciables de un consumo sin fin.
Los marginados, se sentirán incapaces y frustrados. Los glotones consumistas, estarán permanentemente hambrientos de consumir más bienes y servicios. Los marginados y los glotones, no habrán alcanzado la Felicidad. Los glotones del consumo, se parecen a los que persiguen su propia sombra: que nunca podrán alcanzarla. Ésta incitación a un variadísimo consumo se convierte en un proceso diabólico: marginados con sentimientos de fracaso, y glotones que no les surte ningún efecto las incontables recetas y ofertas para la Felicidad.
Considero que si por arte de magia o por un mandato divino, esa “tiranía” de ser felices a toda costa, se terminará, sí contribuiría a un mayor bienestar nuestro, ya que desaparecería esa presión constante por alcanzar la plenitud. Nuestra sociedad de consumo, por sí misma produce toda una serie de patologías psicológicas y sociales en todos los seres humanos, incluso en los más ricos, que al menos abrigan un sentimiento de desolación, al no tener la menor certeza de que pasará con su riqueza cuando ellos mueran.
Debemos estar advertidos de que es absolutamente imposible que podamos gozar de un estado permanente de Felicidad. La Felicidad es elusiva, esporádica, y dependiente de múltiples factores que están fuera de nuestro control: la violencia, pobreza, enfermedades, hastío, rompimiento imprevisto de relaciones afectuosas, la muerte de seres que nos son muy queridos, fracasos personales, la vejez que se nos acerca, y muchas causas más, impiden que podamos acceder a una Felicidad “asegurada” y “permanente”.
Los seres vivos evolucionados, para hablar sólo de los animales, plantas y hombres, están en una lucha constante contra inclemencias de todo tipo. Incluso, las “Secuoyas” o “Secoyas”, pertenecientes a las coníferas, y que pueden vivir más de 2 mil o 3 mil años, aun a esos poderosos árboles, les llega las enfermedades y la muerte.
Solamente la ayuda mutua, la solidaridad, el apoyo de grupos, los lazos de amistad, el amor a la familia, sólo esto, constituye los factores más importantes de nuestras vidas personales.
Aristóteles en su obra, “Ética a Nicómaco”, escribió: “La felicidad es, en cierta manera, accesible a todos, porque no hay hombre a quien no le sea posible alcanzarla mediante cierto estudio y los debidos cuidados, a menos que la naturaleza le haya hecho incapaz de toda virtud”.
Aristóteles fue un genio y uno de los más grandes educadores de la humanidad, pero no por esto tiene razón en todo lo que haya escrito.,En la anterior reflexión, Aristóteles se equivoca, pues la felicidad no es accesible a todas las personas. Esta idea de que la felicidad es accesible a todos, es absolutamente imposible de que sea cierta.
¡No existe una “felicidad” para todas las personas! La felicidad es un traje hecho a la medida. Ciertos bienes y deleites proporcionan a determinadas personas momentos de felicidad, mientras que a otras, los mismos bienes y deleites les causan infelicidad.
¡La tiranía de “tener que ser” felices, mata todo intento de poder llegar a serlo, aun de manera esporádica!
¡La tiranía del capitalismo salvaje que nos quiere vender la idea de que podemos ser felices si consumimos lo más posible, es una locura!
jacintofayaviesca@hotmail.com
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EL ARTE DE VIVIR LA VERDAD
¿Cuál es el significado de mi vida?
Con seguridad, la pregunta más esencial, más importante que cada uno de nosotros podremos plantearnos, es ésta: ¿Cuál es el sentido de mi vida? ¿Qué significado tiene mi vida? ¿Tendrá sentido que yo exista?
Estas preguntas, que en realidad es una sola, ha trastornado espiritualmente a muchos; a otros, los ha francamente enloquecido; algunos, se han privado de la vida al no haberle encontrado ni siquiera una parcial respuesta; y muchos han vivido con paz, al haberle encontrado una respuesta satisfactoria.
A lo largo de nuestra existencia, el hilo de nuestra vida gotea sangre: no hay vida fácil para nadie, llegamos a experimentar pérdidas que mucho nos hacen sufrir, pero a lo largo de este camino pedregoso y de espinas, siempre podemos amar y encontrarle un profundo “sentido” a nuestra vida.
No es necesario que seamos productores de cultura o de bienes económicos; de hecho, podemos no hacer nada, y aun así, la vida de cada uno goza de un total sentido. Por el puro hecho de ser personas, de gozar de un alma, nuestra vida tiene sentido, momento a momento, durante toda nuestra existencia.
El no creer que nuestra vida goce de “significado” es suficiente para vivir una existencia tormentosa. Todos nosotros hemos leído en la prensa cartas que dejaron los suicidas: “no culpen a nadie por mi muerte… pido perdón a… pero ya no quiero vivir, pues mi vida no vale la pena…”.
El no estar convencidos del significado de nuestras particulares vidas, es propio del ser humano, por lo que este “vacío existencial” o un vacío de propósitos, igual lo padecen los ricos que los pobres, los analfabetas, que los hombres más cultos, las personas desconocidas, que los artistas y actrices de cine más famosos. Sabemos de actrices bellísimas, saludables, famosas y ricas, así como de actores con estas cualidades que se han privado de la vida; y también sabemos de jóvenes que se ahorcan por un despecho amoroso.
Muy seguramente, el peso que inclina la balanza del suicida no fue el despecho amoroso, la pérdida de fama, de salud, de dinero o poder. Lo que al final de cuentas inclinó la balanza fue un factor esencial: “la falta de un sentido de la vida de esos suicidas”.
El inmenso novelista ruso, Tolstoi, escribió este fragmento autobiográfico: “La cuestión que a los 50 años me llevó tan cerca del suicidio era la más simple de todas y la que está en el alma de cada hombre, desde el niño más pequeño hasta el más grande de los sabios: ¿Cuál será el resultado de lo que estoy haciendo ahora y de lo que haré mañana? ¿Cuál será el resultado de toda mi vida? En otras palabras: ¿por qué vivir? ¿Por qué desear algo? ¿Por qué hacer algo? Aun más sencillo: ¿Hay algún significado en mi vida que no destruya la muerte que me está esperando?”.
Tolstoi fue un atormentado a lo largo de su vida, como también lo fue el más grande psicólogo de todos los tiempos: el novelista ruso Dostoievski. Y Napoleón, al principio de su carrera militar pensó en suicidarse. Y esto ha sido una constante en genialidades del arte, la literatura, las ciencias, en hombres de negocios, enfermos, trabajadores con oficios sencillos, jóvenes desorientados, etc.
El filósofo existencialista francés, Albert Camus, escribió: “He visto a mucha gente que moría porque no consideraba que valía la pena vivir. De esto deduzco que la cuestión del significado de la vida es la más urgente de todas”.
Una pregunta crucial y definitiva es esta: ¿cualquier persona, sin distinción de sexo, posición social o económica, nacionalidad, credo religioso, goza de un significado de la vida? La respuesta es, un contundente “sí”. Por el sólo hecho de existir como ser humano, goza de una real dignidad, de alma, y por esto, solo por esto, su vida tiene un real significado.
Ahora bien: algo muy distinto, es que cada persona pueda precisar el particular sentido de su vida. Cuando la persona cree carecer de un significado de su existencia, esa carencia le impide vivir en plenitud, falta de plenitud que lo lleva inexorablemente a enfermar su espíritu y a trastornar sus emociones fundamentales.
Pienso que la carencia, y más bien, la creencia de que una persona carece de un sentido de su vida, la conduce a un permanente y profundo sufrimiento de su alma. Cuando alguien siente que su existencia carece de significado, el alma se achica, la noción de la vida se desvanece, los propósitos personales carecen de valor, la personalidad se enferma y la vida se derrumba.
Toda persona puede precisar un particular sentido de su vida, que hará que su alma sane y su existencia florezca. Responsabilizarse por un hijo, esposa o padre enfermo. Alimentar a una familia, proteger la propia integridad, honor y dignidad.
En una enorme mayoría de las personas que están convencidas de que sus vidas carecen de sentido están francamente equivocadas: sus vidas no carecen de sentido, sino que distorsionan incomprensiblemente su realidad.
¿Cómo es posible que una madre soltera afirme que su vida carece de sentido, cuando es ella, la que alimenta y está formando a sus hijos?
Un hombre o mujer con un empleo sencillo, ¿cómo puede creer que su vida carece de sentido y ha estado cuidando la salud o discapacidad de un hijo y cuando éste hijo o hija, su madre o padre es más que el mismo Dios?
Inclusive las personas sin productividad económica y que no están cuidando a ninguna persona, pero que padecen graves enfermedades que implican sufrimientos intensos y muy prolongados, ¿no son verdaderos héroes para muchísimas personas, y gracias a su ejemplo, enfrentan la vida con valentía y dignidad?
Estas preguntas, que en realidad es una sola, ha trastornado espiritualmente a muchos; a otros, los ha francamente enloquecido; algunos, se han privado de la vida al no haberle encontrado ni siquiera una parcial respuesta; y muchos han vivido con paz, al haberle encontrado una respuesta satisfactoria.
A lo largo de nuestra existencia, el hilo de nuestra vida gotea sangre: no hay vida fácil para nadie, llegamos a experimentar pérdidas que mucho nos hacen sufrir, pero a lo largo de este camino pedregoso y de espinas, siempre podemos amar y encontrarle un profundo “sentido” a nuestra vida.
No es necesario que seamos productores de cultura o de bienes económicos; de hecho, podemos no hacer nada, y aun así, la vida de cada uno goza de un total sentido. Por el puro hecho de ser personas, de gozar de un alma, nuestra vida tiene sentido, momento a momento, durante toda nuestra existencia.
El no creer que nuestra vida goce de “significado” es suficiente para vivir una existencia tormentosa. Todos nosotros hemos leído en la prensa cartas que dejaron los suicidas: “no culpen a nadie por mi muerte… pido perdón a… pero ya no quiero vivir, pues mi vida no vale la pena…”.
El no estar convencidos del significado de nuestras particulares vidas, es propio del ser humano, por lo que este “vacío existencial” o un vacío de propósitos, igual lo padecen los ricos que los pobres, los analfabetas, que los hombres más cultos, las personas desconocidas, que los artistas y actrices de cine más famosos. Sabemos de actrices bellísimas, saludables, famosas y ricas, así como de actores con estas cualidades que se han privado de la vida; y también sabemos de jóvenes que se ahorcan por un despecho amoroso.
Muy seguramente, el peso que inclina la balanza del suicida no fue el despecho amoroso, la pérdida de fama, de salud, de dinero o poder. Lo que al final de cuentas inclinó la balanza fue un factor esencial: “la falta de un sentido de la vida de esos suicidas”.
El inmenso novelista ruso, Tolstoi, escribió este fragmento autobiográfico: “La cuestión que a los 50 años me llevó tan cerca del suicidio era la más simple de todas y la que está en el alma de cada hombre, desde el niño más pequeño hasta el más grande de los sabios: ¿Cuál será el resultado de lo que estoy haciendo ahora y de lo que haré mañana? ¿Cuál será el resultado de toda mi vida? En otras palabras: ¿por qué vivir? ¿Por qué desear algo? ¿Por qué hacer algo? Aun más sencillo: ¿Hay algún significado en mi vida que no destruya la muerte que me está esperando?”.
Tolstoi fue un atormentado a lo largo de su vida, como también lo fue el más grande psicólogo de todos los tiempos: el novelista ruso Dostoievski. Y Napoleón, al principio de su carrera militar pensó en suicidarse. Y esto ha sido una constante en genialidades del arte, la literatura, las ciencias, en hombres de negocios, enfermos, trabajadores con oficios sencillos, jóvenes desorientados, etc.
El filósofo existencialista francés, Albert Camus, escribió: “He visto a mucha gente que moría porque no consideraba que valía la pena vivir. De esto deduzco que la cuestión del significado de la vida es la más urgente de todas”.
Una pregunta crucial y definitiva es esta: ¿cualquier persona, sin distinción de sexo, posición social o económica, nacionalidad, credo religioso, goza de un significado de la vida? La respuesta es, un contundente “sí”. Por el sólo hecho de existir como ser humano, goza de una real dignidad, de alma, y por esto, solo por esto, su vida tiene un real significado.
Ahora bien: algo muy distinto, es que cada persona pueda precisar el particular sentido de su vida. Cuando la persona cree carecer de un significado de su existencia, esa carencia le impide vivir en plenitud, falta de plenitud que lo lleva inexorablemente a enfermar su espíritu y a trastornar sus emociones fundamentales.
Pienso que la carencia, y más bien, la creencia de que una persona carece de un sentido de su vida, la conduce a un permanente y profundo sufrimiento de su alma. Cuando alguien siente que su existencia carece de significado, el alma se achica, la noción de la vida se desvanece, los propósitos personales carecen de valor, la personalidad se enferma y la vida se derrumba.
Toda persona puede precisar un particular sentido de su vida, que hará que su alma sane y su existencia florezca. Responsabilizarse por un hijo, esposa o padre enfermo. Alimentar a una familia, proteger la propia integridad, honor y dignidad.
En una enorme mayoría de las personas que están convencidas de que sus vidas carecen de sentido están francamente equivocadas: sus vidas no carecen de sentido, sino que distorsionan incomprensiblemente su realidad.
¿Cómo es posible que una madre soltera afirme que su vida carece de sentido, cuando es ella, la que alimenta y está formando a sus hijos?
Un hombre o mujer con un empleo sencillo, ¿cómo puede creer que su vida carece de sentido y ha estado cuidando la salud o discapacidad de un hijo y cuando éste hijo o hija, su madre o padre es más que el mismo Dios?
Inclusive las personas sin productividad económica y que no están cuidando a ninguna persona, pero que padecen graves enfermedades que implican sufrimientos intensos y muy prolongados, ¿no son verdaderos héroes para muchísimas personas, y gracias a su ejemplo, enfrentan la vida con valentía y dignidad?
LA DICHA PERSONAL
El “juicio crítico” es la capacidad que tenemos todas las personas para analizar una determinada situación, conductas, y opiniones. Pero desafortunadamente, la sociedad de consumo enloquecida de nuestros días nos ha impedido en gran parte, ejercer esta capacidad.
Sin juicio crítico somos como niños pequeños que se deslumbran con sonajas, espejitos y juguetes. Y lo verdaderamente peligroso, es que la ausencia de juicio crítico nos ha alejado de una cabal comprensión de lo que está pasando en nuestra sociedad, en la vida de nuestros hijos y cónyuges, y en nuestras propias vidas. Sin el ejercicio de análisis racional de situaciones y personas somos como marionetas movidas por las modas y los mitos colectivos.
No nos hemos dado cuenta de que nuestra dicha depende en gran parte de que sepamos precisar el valor de cada cosa, y de saber cuáles son los factores reales que configuran a nuestra sociedad. Por ejemplo: no nos hemos percatado de que la cultura y las ciencias han sido construidas por la racionalidad de los seres humanos, mientras que el manejo de esta cultura y ciencias dependen, en muchas ocasiones, de la irracionalidad y caprichos de los poderosos de nuestra sociedad ultracapitalista.
Hoy en día, ya no tenemos un concepto unificado y con sentido racional, de la técnica, la economía, las ciencias, y la política. Ahora, cada uno de estos campos ha logrado, por desgracia, su autonomía e independencia. Se puede ser científico sin tener la más mínima idea de los altos fines de la política, o pontificar sobre la economía sin entender los mínimos principios de la sociología.
Y a tal grado está fragmentada la concepción de la vida humana, que las ciencias, la economía, la técnica y la política, ya nada tienen que ver con la ética pública y privada.
Por ello, ¿qué importa que se vendan una enorme variedad de artículos y servicios, si existen bancos que nos prestan por codicia, y compañías que nos entregan la mercancía a plazos, con la sola ilusión de lucro? Si la economía está creciendo asombrosamente, ¿importa que los bancos especulen sin control alguno? Si no sabemos que la especulación y las grandes ofertas tienen como motores a la codicia sin freno, es lógico que lo racional de la economía se desplome ante la irracionalidad de especuladores y de gobernantes deslumbrados por el aparente éxito económico.
Si la moral pública y privada hubiera sido considerada como la principal directriz de la economía y de las políticas gubernamentales, no estaría ahora el mundo sufriendo por la peor crisis económica de los Estados Unidos, que arrastró en su codicia a casi todos los países del mundo.
Y precisamente, las personas, en particular, por no haber ejercido nuestro juicio crítico, nos atragantamos de todo lo que nos venda una sociedad manipulada por unos cuantos que manejan la economía, los gobiernos y las modas. La moda y el mito es consumir cada vez más, a fin de ser felices, aun y cuando el consumo indiscriminado nos deje en la ruina financiera y nos robe nuestra libertad personal.
Y es que, ¿cómo podemos ser realmente libres y manejar nuestras vidas si no nos guía la racionalidad y el juicio crítico? ¿Cómo podemos valorar el ser arrastrados por modas y codicias, si la ética, no es la estrella polar que orienta nuestras vidas?
Ya sabemos que los mitos colectivos, entre otros, son: persigue el éxito económico, ten mucho para que valgas mucho, si no consumes lo que está de moda es que eres un mediocre, guíate por la técnica y las ciencias, si la televisión lo dijo es que es cierto; si tu situación económica es boyante tú serás más feliz, las personas realizadas viven con lujos, y muchos mitos colectivos más.
¿Y la ética forma parte de éstos mitos colectivos? La ética no forma parte de ninguno de estos mitos. Los valores espirituales son mal vistos por una sociedad de consumo desenfrenada y enloquecida.
Debemos pensar seriamente sobre los grandes mitos colectivos que dominan en nuestra sociedad: la moda en infinidad de artículos y de servicios, invertir en la bolsa de valores aun y cuando perdamos hasta la camisa, la creencia de una buena política cuando lo políticos son irracionales y están apartados de la ética privada y pública.
Si en serio queremos aumentar nuestra dicha y satisfacción, es necesario que nos comprometamos en ejercer cada día nuestro juicio crítico, a fin de no ser títeres movidos por mitos irracionales, que tarde que temprano nos estrellan y nos dejan en el desamparo. ¡Solamente nuestra libertad responsable y el rechazo de todo mito colectivo irracional es el camino seguro a la dicha y al contento personal!
El más grande dramaturgo de la Antigua Grecia, Sófocles, en su obra, “Antígona”, escribió: “El tener juicio vale más que cualquier otro tesoro”.
El “juicio crítico” da como resultado un sólido criterio sobre un determinado asunto. Y es juicio crítico en virtud de que la persona que va a emitir un juicio determinado, pone en la balanza todos los elementos del caso para llegar a emitir una valoración determinada.
Sófocles, uno de los más grandes sabios de todos los tiempos, valora en altísimo grado el “juicio”, es decir, la capacidad de razonar con inteligencia, y nos dice que el “juicio” (la evaluación que hemos hecho de un asunto) “vale más que cualquier tesoro”.
Las estructuras capitalistas de muchos países del mundo no permiten a la casi totalidad de sus poblaciones, que puedan llegar a formarse un sólido juicio, un firme criterio, sobre las cuestiones fundamentales de la economía, la educación la ética y la política.
¡Juicio crítico, y conciencia histórica deben ser esenciales en nuestra existencia, a fin de comprender el mundo!
jacintofayaviesca@hotmail.com / @palabrasdpoder
Sin juicio crítico somos como niños pequeños que se deslumbran con sonajas, espejitos y juguetes. Y lo verdaderamente peligroso, es que la ausencia de juicio crítico nos ha alejado de una cabal comprensión de lo que está pasando en nuestra sociedad, en la vida de nuestros hijos y cónyuges, y en nuestras propias vidas. Sin el ejercicio de análisis racional de situaciones y personas somos como marionetas movidas por las modas y los mitos colectivos.
No nos hemos dado cuenta de que nuestra dicha depende en gran parte de que sepamos precisar el valor de cada cosa, y de saber cuáles son los factores reales que configuran a nuestra sociedad. Por ejemplo: no nos hemos percatado de que la cultura y las ciencias han sido construidas por la racionalidad de los seres humanos, mientras que el manejo de esta cultura y ciencias dependen, en muchas ocasiones, de la irracionalidad y caprichos de los poderosos de nuestra sociedad ultracapitalista.
Hoy en día, ya no tenemos un concepto unificado y con sentido racional, de la técnica, la economía, las ciencias, y la política. Ahora, cada uno de estos campos ha logrado, por desgracia, su autonomía e independencia. Se puede ser científico sin tener la más mínima idea de los altos fines de la política, o pontificar sobre la economía sin entender los mínimos principios de la sociología.
Y a tal grado está fragmentada la concepción de la vida humana, que las ciencias, la economía, la técnica y la política, ya nada tienen que ver con la ética pública y privada.
Por ello, ¿qué importa que se vendan una enorme variedad de artículos y servicios, si existen bancos que nos prestan por codicia, y compañías que nos entregan la mercancía a plazos, con la sola ilusión de lucro? Si la economía está creciendo asombrosamente, ¿importa que los bancos especulen sin control alguno? Si no sabemos que la especulación y las grandes ofertas tienen como motores a la codicia sin freno, es lógico que lo racional de la economía se desplome ante la irracionalidad de especuladores y de gobernantes deslumbrados por el aparente éxito económico.
Si la moral pública y privada hubiera sido considerada como la principal directriz de la economía y de las políticas gubernamentales, no estaría ahora el mundo sufriendo por la peor crisis económica de los Estados Unidos, que arrastró en su codicia a casi todos los países del mundo.
Y precisamente, las personas, en particular, por no haber ejercido nuestro juicio crítico, nos atragantamos de todo lo que nos venda una sociedad manipulada por unos cuantos que manejan la economía, los gobiernos y las modas. La moda y el mito es consumir cada vez más, a fin de ser felices, aun y cuando el consumo indiscriminado nos deje en la ruina financiera y nos robe nuestra libertad personal.
Y es que, ¿cómo podemos ser realmente libres y manejar nuestras vidas si no nos guía la racionalidad y el juicio crítico? ¿Cómo podemos valorar el ser arrastrados por modas y codicias, si la ética, no es la estrella polar que orienta nuestras vidas?
Ya sabemos que los mitos colectivos, entre otros, son: persigue el éxito económico, ten mucho para que valgas mucho, si no consumes lo que está de moda es que eres un mediocre, guíate por la técnica y las ciencias, si la televisión lo dijo es que es cierto; si tu situación económica es boyante tú serás más feliz, las personas realizadas viven con lujos, y muchos mitos colectivos más.
¿Y la ética forma parte de éstos mitos colectivos? La ética no forma parte de ninguno de estos mitos. Los valores espirituales son mal vistos por una sociedad de consumo desenfrenada y enloquecida.
Debemos pensar seriamente sobre los grandes mitos colectivos que dominan en nuestra sociedad: la moda en infinidad de artículos y de servicios, invertir en la bolsa de valores aun y cuando perdamos hasta la camisa, la creencia de una buena política cuando lo políticos son irracionales y están apartados de la ética privada y pública.
Si en serio queremos aumentar nuestra dicha y satisfacción, es necesario que nos comprometamos en ejercer cada día nuestro juicio crítico, a fin de no ser títeres movidos por mitos irracionales, que tarde que temprano nos estrellan y nos dejan en el desamparo. ¡Solamente nuestra libertad responsable y el rechazo de todo mito colectivo irracional es el camino seguro a la dicha y al contento personal!
El más grande dramaturgo de la Antigua Grecia, Sófocles, en su obra, “Antígona”, escribió: “El tener juicio vale más que cualquier otro tesoro”.
El “juicio crítico” da como resultado un sólido criterio sobre un determinado asunto. Y es juicio crítico en virtud de que la persona que va a emitir un juicio determinado, pone en la balanza todos los elementos del caso para llegar a emitir una valoración determinada.
Sófocles, uno de los más grandes sabios de todos los tiempos, valora en altísimo grado el “juicio”, es decir, la capacidad de razonar con inteligencia, y nos dice que el “juicio” (la evaluación que hemos hecho de un asunto) “vale más que cualquier tesoro”.
Las estructuras capitalistas de muchos países del mundo no permiten a la casi totalidad de sus poblaciones, que puedan llegar a formarse un sólido juicio, un firme criterio, sobre las cuestiones fundamentales de la economía, la educación la ética y la política.
¡Juicio crítico, y conciencia histórica deben ser esenciales en nuestra existencia, a fin de comprender el mundo!
jacintofayaviesca@hotmail.com / @palabrasdpoder
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EL ARTE DE VIVIR LA VERDAD
SENTIRNOS SUPERIORES
¡Fatuo! Tu necedad y falta de entendimiento no te permite verte cómo eres. Caminas tieso, creyendo que todos voltean a verte cuando pasas. Eres ridículamente engreído, y no adviertes que tu vanidad es ridícula. Te sientes “la divina garza”, sólo que la vanidad de la garza le viene de saber que en realidad es hermosa.
Tu engreimiento te lleva al ridículo, pues tu forma de hablar y tu conducta están marcadas por rarezas. Te deleitas con las extravagancias, sin saber que ello provoca las risas de los demás. Francamente, eres extraño, delicado, quisquilloso, melindroso y puntilloso. Y lo peor de todo, es que de nada de esto te das cuenta.
Cuando hablas, engolas la voz, y te gusta escucharte a ti mismo cuando conversas, como si tu voz gozara de los acordes de un ruiseñor. Tan pendiente estás de causar buena impresión, que lo que dices carece de fuerza y de sentido. Adoras los espejos, y si no existieran, te encantaría ser un narciso, para que te cultivaran como bella planta a la que admiran en los jardines por su belleza.
¡Fatuo! Seguramente no sabes que tu carácter se distingue por la ligereza de tus juicios y por tu convicción errónea de creerte superior a los demás. Y te preguntas en silencio cuál será la causa de tus frecuentes fracasos con las mujeres, no encontrando nunca causa alguna; y es que no adviertes, que todas las mujeres no soportan que sus pretendientes hagan el menor ridículo. No sabes, que una mujer puede desenamorarse por los ridículos que hace su enamorado.
Yo soy el que representa a los que nos reímos de ti. Y en nombre de ellos, sigo hablando. Te imaginas, ¿qué sería de ti sin tu fatuidad? Te parecerías a una bella y encantadora mariposa a la que le arrancaran las alas: simplemente, un feo gusano. ¡No te confundas! Tu engreimiento en nada se parece a la arrogancia de un caballo “pura sangre”, que de tanta vitalidad, se siente diferente a los demás caballos. Alza su cabeza, y con sus cascos golpea rítmicamente el suelo; relincha moviendo todo su cuerpo, y exhala un resoplido con fuerza, quedándose noblemente quieto.
En cambio, tú confundes tus extravagancias con la vitalidad que nace de un noble corazón y de una buena inteligencia. No niego, que con frecuencia seas acreedor a dignos méritos, pero éstos no quedan guardados en un corazón satisfecho, sino que los esparces en una actitud de soberbia, según tú, bien disfrazada. Desafortunadamente, te compadecen rara vez por tus desgracias. Y es que tú ahuyentas a los que compadecen, pues ellos bien saben que no los necesitas, ya que tu propia fatuidad te consuela.
¡Qué ridiculez! Pero en verdad te pareces a los grandes montes que provocan grandes alharacas anunciando que van a parir un ser extraordinario, y al final de cuentas, vienen abortando a un ridículo ratón.
Quiero darte una buena noticia, y espero que te agrade. Y a propósito, hablando de las “rarezas” del Fatuo, debes saber que es muy raro que un Fatuo sea malo, que anide en él la maldad. Y es que el deleite permanente del Fatuo consiste en estarse admirando siempre, y quien siempre se admira, es casi imposible que llegue a odiar a otros. No hay verdadera maldad sin una carga fuerte de odio, aunque es propio de corazones nobles odiar con causa justificada.
¡Es cierto!: el Fatuo muy rara vez odia, y ni siquiera tiende al enojo y enfado. Su corazón está ocupado en admirarse y en mandar sangre nueva a sus maneras afectadas.
Pero francamente, eres presumido, y por desgracia, presumes de tus necedades, sin darte cuenta que bien podrías presumir de algunas de tus buenas cualidades, que por supuesto, que las tienes, pero tus extravagancias no te permiten verlas.
Podemos concluir que si el Fatuo pidiera un consejo a fin de poder remediar sus males, bien le podría venir el siguiente:
Que observe a la hermosa garza con su largo y bello cuello, su hermoso plumaje y su digna estampa. Que mire detenidamente, cómo la garza es consciente de su esplendorosa beldad, pues así se lo han confirmado todos los lagos que reflejan su preciosidad. Pero como no quiere admirarse a sí misma, sino dedicarse a sus crías, extiende su plumaje, y en una actitud humilde, inclina su cabeza hacia el piso, y fija su mirada en sus feas patas, a fin de no permitir que el engreimiento alguna vez pudiera morar en su corazón.
Tu engreimiento te lleva al ridículo, pues tu forma de hablar y tu conducta están marcadas por rarezas. Te deleitas con las extravagancias, sin saber que ello provoca las risas de los demás. Francamente, eres extraño, delicado, quisquilloso, melindroso y puntilloso. Y lo peor de todo, es que de nada de esto te das cuenta.
Cuando hablas, engolas la voz, y te gusta escucharte a ti mismo cuando conversas, como si tu voz gozara de los acordes de un ruiseñor. Tan pendiente estás de causar buena impresión, que lo que dices carece de fuerza y de sentido. Adoras los espejos, y si no existieran, te encantaría ser un narciso, para que te cultivaran como bella planta a la que admiran en los jardines por su belleza.
¡Fatuo! Seguramente no sabes que tu carácter se distingue por la ligereza de tus juicios y por tu convicción errónea de creerte superior a los demás. Y te preguntas en silencio cuál será la causa de tus frecuentes fracasos con las mujeres, no encontrando nunca causa alguna; y es que no adviertes, que todas las mujeres no soportan que sus pretendientes hagan el menor ridículo. No sabes, que una mujer puede desenamorarse por los ridículos que hace su enamorado.
Yo soy el que representa a los que nos reímos de ti. Y en nombre de ellos, sigo hablando. Te imaginas, ¿qué sería de ti sin tu fatuidad? Te parecerías a una bella y encantadora mariposa a la que le arrancaran las alas: simplemente, un feo gusano. ¡No te confundas! Tu engreimiento en nada se parece a la arrogancia de un caballo “pura sangre”, que de tanta vitalidad, se siente diferente a los demás caballos. Alza su cabeza, y con sus cascos golpea rítmicamente el suelo; relincha moviendo todo su cuerpo, y exhala un resoplido con fuerza, quedándose noblemente quieto.
En cambio, tú confundes tus extravagancias con la vitalidad que nace de un noble corazón y de una buena inteligencia. No niego, que con frecuencia seas acreedor a dignos méritos, pero éstos no quedan guardados en un corazón satisfecho, sino que los esparces en una actitud de soberbia, según tú, bien disfrazada. Desafortunadamente, te compadecen rara vez por tus desgracias. Y es que tú ahuyentas a los que compadecen, pues ellos bien saben que no los necesitas, ya que tu propia fatuidad te consuela.
¡Qué ridiculez! Pero en verdad te pareces a los grandes montes que provocan grandes alharacas anunciando que van a parir un ser extraordinario, y al final de cuentas, vienen abortando a un ridículo ratón.
Quiero darte una buena noticia, y espero que te agrade. Y a propósito, hablando de las “rarezas” del Fatuo, debes saber que es muy raro que un Fatuo sea malo, que anide en él la maldad. Y es que el deleite permanente del Fatuo consiste en estarse admirando siempre, y quien siempre se admira, es casi imposible que llegue a odiar a otros. No hay verdadera maldad sin una carga fuerte de odio, aunque es propio de corazones nobles odiar con causa justificada.
¡Es cierto!: el Fatuo muy rara vez odia, y ni siquiera tiende al enojo y enfado. Su corazón está ocupado en admirarse y en mandar sangre nueva a sus maneras afectadas.
Pero francamente, eres presumido, y por desgracia, presumes de tus necedades, sin darte cuenta que bien podrías presumir de algunas de tus buenas cualidades, que por supuesto, que las tienes, pero tus extravagancias no te permiten verlas.
Podemos concluir que si el Fatuo pidiera un consejo a fin de poder remediar sus males, bien le podría venir el siguiente:
Que observe a la hermosa garza con su largo y bello cuello, su hermoso plumaje y su digna estampa. Que mire detenidamente, cómo la garza es consciente de su esplendorosa beldad, pues así se lo han confirmado todos los lagos que reflejan su preciosidad. Pero como no quiere admirarse a sí misma, sino dedicarse a sus crías, extiende su plumaje, y en una actitud humilde, inclina su cabeza hacia el piso, y fija su mirada en sus feas patas, a fin de no permitir que el engreimiento alguna vez pudiera morar en su corazón.
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EL ARTE DE VIVIR LA VERDAD
LA AMBICIÓN
¡Soy la Ambición! Despierto en los seres humanos un deseo ardiente de alcanzar fama, poder o riqueza. Produzco el delirio y la perturbación de la razón. Soy la causante de que un hombre abandone a su familia, causo atroces crímenes, creo odios de hijos contra sus padres, soy el motor de la deslealtad y la traición. Enloquezco y pierdo a los hombres.
Aun así, muchísimos me desean, y están dispuestos a manchar su dignidad y honra, dispuestos a robar y a matar. Mi nombre de pila es “Ambición”; pero si se dirigen a mí, también entendería por los nombres de codicia, avaricia, arribista, trepador, y otros nombres más.
“¡Maldita sed de riquezas!”, expresó el poeta Virgilio. Y por supuesto que esta sed es maldita, pues nunca la Ambición de riquezas y de poder ha respetado las vidas humanas.
El ambicioso se cree grande, y está ciego de su servidumbre ante cualquier persona que le pueda ser útil a sus propósitos. Como Ambición, produzco abundante sal, y a los que me prueban les nace una intensísima sed que jamás les apaga el fuego de su codicia, sino al contrario, les incrementa enormemente la sed de más fama, riqueza o poder.
Nací maldecida y con la finalidad de destruir a los seres humanos. ¡Pobres ignorantes y desgraciados como yo! No saben que si se retiraran de mí, habrían conquistado uno de los mejores caminos para su dicha. Yo no les digo este secreto, pues mi naturaleza tiende a clavarles mi aguijón y pasarles mi ponzoña. Una vez emponzoñados, en pos de mí, la Ambición, estará dispuesta a realizar los trabajos más viles y degradantes. Los ambiciosos se arrastrarán ante otros como viles serpientes, treparan aplastando al que les estorbe, se humillarán ante sus benefactores y se encogerán de miedo como repugnantes gusanos, cuando vean el seño fruncido o escuchen la voz altanera del que quieran medrar.
Me causa desprecio la brutal ignorancia de los que ardientemente me han adoptado –dice la Ambición. ¡No aceptan que la inmensa mayoría de los ambiciosos carecen de las capacidades necesarias para lograr sus locuras de fama, poder o riqueza! Esa inmensa mayoría, serán devorados por otros ambiciosos más capaces y rapaces. Y los que sí conquistan sus objetivos, vivirán en la cumbre de su fantasía odiados por muchos, envidiados, y en una terrible soledad.
Soy la Ambición frustrada y entristecida, pues en muchas fibras de mi ser, encontrarán desilusiones en el amor, fracasos en mis intentos de hacer amigos, dolores profundos causados por haber sido una traidora de mi genuina vocación. ¡Por esto soy la Ambición!: porque no acerté a entender la vida, porque cambié oro por espejitos, porque fracasé en mis grandes afectos. ¡Y ahora tú, distraído y perdido ambicioso, pregúntate si tu ambición no es el refugio de fracasos afectivos que te han dejado en la más desesperante soledad!
¡Si ya probaste de mi ponzoña –dice la Ambición-, ya no llames padre a tú padre, ni amigo a tú amigo, ni hermano a tu hermano! Los sagrados lazos de la sangre y los divinos vínculos del afecto ya murieron para ti, y nunca más podrán albergarse en tu alma.
No saben los ambiciosos –siguió hablando la Ambición–, que el amor es la potencia más poderosa del espíritu. Y tampoco saben, que una vez que la Ambición penetró en el corazón de los hombres, el amor como poderosa potencia del espíritu, es derrotado por su enemigo más fuerte: la Ambición. Dicen que el amor es una forma de locura, y si lo fuera, siempre sería una locura divina. En cambio, la Ambición siempre será una locura perversa.
Nunca hay un ambicioso que ambicione en pequeño. Eso no sería Ambición. Los hombres ambiciosos pretenden con desmesura, jamás se contentan con lo suficiente, se creen merecedores de lo grande y de lo sublime. Todo ambicioso se cree grandioso y especial. Se siente un humano diferente, perteneciente a una clase especial. Su grandiosidad es enfermiza, antinatural y descentrada.
Seguramente algunos afirmarán que algo de bueno ha de tener la Ambición. ¡No, no la tiene! Es como si afirmáramos que algo de bueno ha de tener una enfermedad, como el cáncer o la malaria. ¡Claro, que nada de bueno tiene una enfermedad!
Comúnmente se piensa que si una persona carece de Ambición, es porque le falta confianza en sí mismo, coraje y aspiración. Lo que sucede, es que se confunde la Ambición, que siempre está apoyada en la codicia y en la desmesura, con el anhelo de un desarrollo personal adecuado. Esto último es normal y muy conveniente, mientras que la Ambición siempre responde a una personalidad descentrada y enferma.
La Ambición seca el alma para nobles empeños, pues bien lo escribió Colley Ciber en su obra, “César en Egipto”: “La ambición es la única potencia que mata el amor”.
Terminemos con una sabia reflexión de Fenelon, de su obra “Aventuras de Telemaco”: “El verdadero origen de los males suele ser la ambición y la avaricia, y, así los que todo lo quieren y el ansia con que lo desean todo, aun lo superfluo, necesariamente les acarrea la infelicidad”.
Aun así, muchísimos me desean, y están dispuestos a manchar su dignidad y honra, dispuestos a robar y a matar. Mi nombre de pila es “Ambición”; pero si se dirigen a mí, también entendería por los nombres de codicia, avaricia, arribista, trepador, y otros nombres más.
“¡Maldita sed de riquezas!”, expresó el poeta Virgilio. Y por supuesto que esta sed es maldita, pues nunca la Ambición de riquezas y de poder ha respetado las vidas humanas.
El ambicioso se cree grande, y está ciego de su servidumbre ante cualquier persona que le pueda ser útil a sus propósitos. Como Ambición, produzco abundante sal, y a los que me prueban les nace una intensísima sed que jamás les apaga el fuego de su codicia, sino al contrario, les incrementa enormemente la sed de más fama, riqueza o poder.
Nací maldecida y con la finalidad de destruir a los seres humanos. ¡Pobres ignorantes y desgraciados como yo! No saben que si se retiraran de mí, habrían conquistado uno de los mejores caminos para su dicha. Yo no les digo este secreto, pues mi naturaleza tiende a clavarles mi aguijón y pasarles mi ponzoña. Una vez emponzoñados, en pos de mí, la Ambición, estará dispuesta a realizar los trabajos más viles y degradantes. Los ambiciosos se arrastrarán ante otros como viles serpientes, treparan aplastando al que les estorbe, se humillarán ante sus benefactores y se encogerán de miedo como repugnantes gusanos, cuando vean el seño fruncido o escuchen la voz altanera del que quieran medrar.
Me causa desprecio la brutal ignorancia de los que ardientemente me han adoptado –dice la Ambición. ¡No aceptan que la inmensa mayoría de los ambiciosos carecen de las capacidades necesarias para lograr sus locuras de fama, poder o riqueza! Esa inmensa mayoría, serán devorados por otros ambiciosos más capaces y rapaces. Y los que sí conquistan sus objetivos, vivirán en la cumbre de su fantasía odiados por muchos, envidiados, y en una terrible soledad.
Soy la Ambición frustrada y entristecida, pues en muchas fibras de mi ser, encontrarán desilusiones en el amor, fracasos en mis intentos de hacer amigos, dolores profundos causados por haber sido una traidora de mi genuina vocación. ¡Por esto soy la Ambición!: porque no acerté a entender la vida, porque cambié oro por espejitos, porque fracasé en mis grandes afectos. ¡Y ahora tú, distraído y perdido ambicioso, pregúntate si tu ambición no es el refugio de fracasos afectivos que te han dejado en la más desesperante soledad!
¡Si ya probaste de mi ponzoña –dice la Ambición-, ya no llames padre a tú padre, ni amigo a tú amigo, ni hermano a tu hermano! Los sagrados lazos de la sangre y los divinos vínculos del afecto ya murieron para ti, y nunca más podrán albergarse en tu alma.
No saben los ambiciosos –siguió hablando la Ambición–, que el amor es la potencia más poderosa del espíritu. Y tampoco saben, que una vez que la Ambición penetró en el corazón de los hombres, el amor como poderosa potencia del espíritu, es derrotado por su enemigo más fuerte: la Ambición. Dicen que el amor es una forma de locura, y si lo fuera, siempre sería una locura divina. En cambio, la Ambición siempre será una locura perversa.
Nunca hay un ambicioso que ambicione en pequeño. Eso no sería Ambición. Los hombres ambiciosos pretenden con desmesura, jamás se contentan con lo suficiente, se creen merecedores de lo grande y de lo sublime. Todo ambicioso se cree grandioso y especial. Se siente un humano diferente, perteneciente a una clase especial. Su grandiosidad es enfermiza, antinatural y descentrada.
Seguramente algunos afirmarán que algo de bueno ha de tener la Ambición. ¡No, no la tiene! Es como si afirmáramos que algo de bueno ha de tener una enfermedad, como el cáncer o la malaria. ¡Claro, que nada de bueno tiene una enfermedad!
Comúnmente se piensa que si una persona carece de Ambición, es porque le falta confianza en sí mismo, coraje y aspiración. Lo que sucede, es que se confunde la Ambición, que siempre está apoyada en la codicia y en la desmesura, con el anhelo de un desarrollo personal adecuado. Esto último es normal y muy conveniente, mientras que la Ambición siempre responde a una personalidad descentrada y enferma.
La Ambición seca el alma para nobles empeños, pues bien lo escribió Colley Ciber en su obra, “César en Egipto”: “La ambición es la única potencia que mata el amor”.
Terminemos con una sabia reflexión de Fenelon, de su obra “Aventuras de Telemaco”: “El verdadero origen de los males suele ser la ambición y la avaricia, y, así los que todo lo quieren y el ansia con que lo desean todo, aun lo superfluo, necesariamente les acarrea la infelicidad”.
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EL ARTE DE VIVIR LA VERDAD
LA AMBICIÓN
Sentimiento ponzoñoso
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Aun así, muchísimos me desean, y están dispuestos a manchar su dignidad y honra, dispuestos a robar y a matar. Mi nombre de pila es “Ambición”; pero si se dirigen a mí, también entendería por los nombres de codicia, avaricia, arribista, trepador, y otros nombres más.
“¡Maldita sed de riquezas!”, expresó el poeta Virgilio. Y por supuesto que esta sed es maldita, pues nunca la Ambición de riquezas y de poder ha respetado las vidas humanas.
El ambicioso se cree grande, y está ciego de su servidumbre ante cualquier persona que le pueda ser útil a sus propósitos. Como Ambición, produzco abundante sal, y a los que me prueban les nace una intensísima sed que jamás les apaga el fuego de su codicia, sino al contrario, les incrementa enormemente la sed de más fama, riqueza o poder.
Nací maldecida y con la finalidad de destruir a los seres humanos. ¡Pobres ignorantes y desgraciados como yo! No saben que si se retiraran de mí, habrían conquistado uno de los mejores caminos para su dicha. Yo no les digo este secreto, pues mi naturaleza tiende a clavarles mi aguijón y pasarles mi ponzoña. Una vez emponzoñados, en pos de mí, la Ambición, estará dispuesta a realizar los trabajos más viles y degradantes. Los ambiciosos se arrastrarán ante otros como viles serpientes, treparan aplastando al que les estorbe, se humillarán ante sus benefactores y se encogerán de miedo como repugnantes gusanos, cuando vean el seño fruncido o escuchen la voz altanera del que quieran medrar.
Me causa desprecio la brutal ignorancia de los que ardientemente me han adoptado –dice la Ambición. ¡No aceptan que la inmensa mayoría de los ambiciosos carecen de las capacidades necesarias para lograr sus locuras de fama, poder o riqueza! Esa inmensa mayoría, serán devorados por otros ambiciosos más capaces y rapaces. Y los que sí conquistan sus objetivos, vivirán en la cumbre de su fantasía odiados por muchos, envidiados, y en una terrible soledad.
Soy la Ambición frustrada y entristecida, pues en muchas fibras de mi ser, encontrarán desilusiones en el amor, fracasos en mis intentos de hacer amigos, dolores profundos causados por haber sido una traidora de mi genuina vocación. ¡Por esto soy la Ambición!: porque no acerté a entender la vida, porque cambié oro por espejitos, porque fracasé en mis grandes afectos. ¡Y ahora tú, distraído y perdido ambicioso, pregúntate si tu ambición no es el refugio de fracasos afectivos que te han dejado en la más desesperante soledad!
¡Si ya probaste de mi ponzoña –dice la Ambición-, ya no llames padre a tú padre, ni amigo a tú amigo, ni hermano a tu hermano! Los sagrados lazos de la sangre y los divinos vínculos del afecto ya murieron para ti, y nunca más podrán albergarse en tu alma.
No saben los ambiciosos –siguió hablando la Ambición–, que el amor es la potencia más poderosa del espíritu. Y tampoco saben, que una vez que la Ambición penetró en el corazón de los hombres, el amor como poderosa potencia del espíritu, es derrotado por su enemigo más fuerte: la Ambición. Dicen que el amor es una forma de locura, y si lo fuera, siempre sería una locura divina. En cambio, la Ambición siempre será una locura perversa.
Nunca hay un ambicioso que ambicione en pequeño. Eso no sería Ambición. Los hombres ambiciosos pretenden con desmesura, jamás se contentan con lo suficiente, se creen merecedores de lo grande y de lo sublime. Todo ambicioso se cree grandioso y especial. Se siente un humano diferente, perteneciente a una clase especial. Su grandiosidad es enfermiza, antinatural y descentrada.
Seguramente algunos afirmarán que algo de bueno ha de tener la Ambición. ¡No, no la tiene! Es como si afirmáramos que algo de bueno ha de tener una enfermedad, como el cáncer o la malaria. ¡Claro, que nada de bueno tiene una enfermedad!
Comúnmente se piensa que si una persona carece de Ambición, es porque le falta confianza en sí mismo, coraje y aspiración. Lo que sucede, es que se confunde la Ambición, que siempre está apoyada en la codicia y en la desmesura, con el anhelo de un desarrollo personal adecuado. Esto último es normal y muy conveniente, mientras que la Ambición siempre responde a una personalidad descentrada y enferma.
La Ambición seca el alma para nobles empeños, pues bien lo escribió Colley Ciber en su obra, “César en Egipto”: “La ambición es la única potencia que mata el amor”.
Terminemos con una sabia reflexión de Fenelon, de su obra “Aventuras de Telemaco”: “El verdadero origen de los males suele ser la ambición y la avaricia, y, así los que todo lo quieren y el ansia con que lo desean todo, aun lo superfluo, necesariamente les acarrea la infelicidad”.
domingo, 13 de mayo de 2012
LA GUERRA CRISTERA
La Guerra Cristera Hay una página de nuestra historia, que ha pasado desapercibida para la mayoría de compatriotas por su nula difusión, se trata del movimiento armado que se llevó a cabo de 1926 a 1929, surgido principalmente entre campesinos del Bajío organizados en la “Liga Defensora de la Libertad Religiosa”, entidad apartidista e independiente de la Iglesia Católica que se enfrentó al régimen presidencial del Gral. Plutarco Elías Calles (1924-1928), quien fuera fundador del Partido Nacional Revolucionario –antecesor del PRI– y despiadado persecutor de la Iglesia. Los principales promotores de la “Liga” fueron René Capistrán Garza y Anacleto González Flores, quienes concertaron al general regiomontano Enrique Gorostieta para que se hiciera cargo del mando militar, logrando éste ganarse la confianza de los demás jefes de grupos armados como el cura José Reyes Vega o Victoriano Ramírez (a) “El Catorce”. Los antecedentes inmediatos del conflicto son ubicados en la Constitución de 1917, dado que establecía una política de intolerancia religiosa que decretaba, entre otros aspectos, la prohibición de los votos clericales y la posesión de bienes raíces a la Iglesia, impedía el culto fuera de los templos, otorgaba al Estado la facultad de dictaminar el número de templos y sacerdotes para cada entidad federativa, negaba el sufragio al clero, la educación primaria sería laica y la Iglesia no podría establecer o dirigir escuelas de este nivel. Las declaraciones que hiciera el Arzobispo de México, José Mora y del Río, en 1926, impugnando el anticlericalismo de la Carta Magna, fue motivo para que el presidente Calles lo tomara como un reto al gobierno y ordenara de inmediato la reglamentación del Art. 130 constitucional, conocida como “Ley Calles”, en la que se disponía la clausura de las escuelas confesionales, se ordenaba la expulsión de ministros extranjeros y hasta se llegó a fundar la “Iglesia Católica Apostólica Mexicana” –feb 1925– cuyo pastor fue el Patriarca Joel Joaquín Pérez Budar, un cura cismático denominado el “Papa de México”, por supuesto la intentona no prosperó. Ante este escenario, los obispos suspendieron el culto en agosto de 1926 y fueron clausurados muchos templos, conventos, seminarios e instalaciones piadosas. La “Liga pro defensa de la libertad religiosa” inició un boicot contra el gobierno, dejando de enterar diversos impuestos y derechos; sin embargo, al no lograr la pretendida cancelación de la “Ley Calles” por la vía pacífica, no les quedó más opción que iniciar el movimiento armado a principios de 1927, bajo el clamor popular de ¡Viva Cristo Rey! como lema inspirador de su causa. La guerra estaba prácticamente ganada por los cristeros, dado que el régimen no podía soportar más las presiones ante el descrédito internacional. La intervención del embajador norteamericano Dwight Whitney Morrow, a quien interesaba la pacificación para buscar acuerdos con México sobre petróleo, fue determinante para finiquitar el enfrentamiento en junio de 1929. Así como la muerte inesperada del Gral. Gorostieta en ese mismo mes y el encono contra los obispos de parte de la Liga y los cristeros por el “indigno arreglo” pactado.
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