domingo, 24 de octubre de 2010

Ideas muertas

Denise Dresser. Atrapados. Rezagados. Atorados. Palabras del 2009 que capturan el sentir colectivo y el ánimo nacional. Palabras que revelan a un país incapaz de responder a los retos que tiene enfrente desde hace años. Un entorno global cada vez más competitivo y una revolución tecnológica de la cual México se niega a formar parte. Una vasta transformación económica más allá de nuestras fronteras, que está creando nuevos ganadores y nuevos perdedores. Una lista de líderes políticos y empresariales que han hecho poco por prepararnos para la nueva década. Y finalmente, la razón principal detrás de la inacción enraizada en nuestra cultura política y en nuestra estructura económica: la pleitesía permanente de tantos mexicanos a las “Ideas Muertas”.

Ideas acumuladas que se han vuelto razón del rezago y explicación de la parálisis. Sentimientos de la nación que han contribuido a frenar su avance, como argumentan Jorge Castañeda y Héctor Aguilar Camín en el ensayo “Un futuro para México”, publicado en la revista Nexos. Los acuerdos tácitos, compartidos por empresarios y funcionarios, estudiantes y comerciantes, periodistas y analistas, sindicatos y sus líderes, dirigentes de partidos políticos y quienes votan por ellos.

La predisposición instintiva a pensar que ciertos preceptos rigen la vida pública del país y deben seguir haciéndolo. Y aunque esa visión compartida no es del todo monolítica, los individuos que ocupan las principales posiciones de poder en México suscriben sus premisas centrales:

• El petróleo sólo puede ser extraído, distribuido y administrado por el Estado.

• La inversión extranjera debe ser vista y tratada con enorme suspicacia.

• Los monopolios públicos son necesarios para preservar los bienes de la Nación y los monopolios privados son necesarios para crear “campeones nacionales”.

• La extracción de rentas a los ciudadanos/ consumidores es una práctica normal y aceptable.

• El reto de la educación en México es ampliar la cobertura.

• La ley existe para ser negociada y el Estado de Derecho es siempre negociable.

• México no está preparado culturalmente para la reelección legislativa, las candidaturas ciudadanas, y otros instrumentos de las democracias funcionales.

• Las decisiones importantes sobre el destino del país deben quedar en manos de las élites corporativas.

Estos axiomas han formado parte de nuestra conciencia colectiva y de nuestro debate público durante decenios; son como una segunda piel. Determinan cuáles son las rutas aceptables, las políticas públicas necesarias, las posibilidades que nos permitimos imaginar. Y de allí la paradoja: las ideas que guían el futuro de México fueron creadas para una realidad que ya no existe; las ideas que contribuyeron a forjar la patria hoy son responsables de su deterioro. Desde los pasillos del Congreso hasta la torre de Pemex; desde las oficinas de Telmex hasta la Secretaría de Comunicaciones y Transportes; desde la sede del PRD hasta dentro de la cabeza de Enrique Peña Nieto, los mexicanos son presa de ideas no sólo cuestionables o equivocadas. Más grave aún: son ideas que corren en una ruta de colisión en contra de tendencias económicas y sociales irreversibles a nivel global. Son ideas muertas que están lastimando al país que las concibió.

Son ideas atávicas que motivan el comportamiento contraproducente de sus principales portadores, como los líderes priístas que defienden el monopolio de Pemex aunque sea ineficiente y rapaz. O los líderes perredistas que defienden el monopolio de Telmex, porque por lo menos está en manos de un mexicano. O los líderes panistas que defienden la posición privilegiada del SNTE por la alianza electoral/ política que han establecido con la mujer a su mando. O los líderes empresariales que resisten la competencia en su sector aunque la posición predominante que tienen allí merme la competitividad.

O los líderes partidistas que rechazan la reeleción legislativa aunque es un instrumento indispensable para obligar a la rendición de cuentas. O los intelectuales que cuestionan las candidaturas ciudadanas aunque contribuyan a abrir un juego político controlado por partidos escleróticos. O los analistas que achacan el retraso de México a un problema de cultura, cuando el éxito de los mexicanos en otras latitudes —como el de los inmigrantes en Estados Unidos— claramente evidencia un problema institucional.

La prevalencia de tantas ideas moribundas se debe a una combinación de factores. El cinismo. La indiferencia. La protección de intereses, negocios, concesiones y franquicias multimillonarias.

Pero junto con estas explicaciones yace un problema más pernicioso: la gran inercia intelectual que caracteriza al país en la actualidad. Nos hemos acostumbrado a que “así es México”: así de atrasado, así de polarizado, así de corrupto, así de pasivo, así de incambiable. Nuestra incapacidad para pensar de maneras creativas y audaces nos vuelve víctimas de lo que el escritor Matt Miller llama “La Tiranía de las Ideas Muertas”. Nos obliga a vivir en la dictadura de los paradigmas pasados. Nos convierte en un país de masoquistas, como sugiriera recientemente Mario Vargas Llosa.

Como México no logra pensar distinto, no logra adaptarse a las nuevas circunstancias. No logra responder adecuadamente a las siguientes preguntas: ¿cómo promover el crecimiento económico acelerado? ¿Cómo construir un país de clases medias? ¿Cómo arreglar una democracia descompuesta para que represente ciudadanos en vez de proteger intereses? Contestar estas preguntas de mejor manera requerirá sacrificar algunas vacas sagradas, desechar muchas ortodoxias, reconocer nuestras ideas muertas y enterrarlas de una buena vez, antes de que hagan más daño. Porque como dice el proverbio, la muerte cancela todo menos la verdad y México necesita —en el 2010— desarrollar nuevas ideas para el país que puede ser.

¿Problema mental?

Denise Dresser. Independencia. Revolución. Conmemoración. 1810. 1910. 2010. La historia de bronce festejada cuando debería ser cuestionada; la historia oficial cincelada cuando debería ser escrita de nuevo. Porque han sido doscientos años de héroes falsos y mentiras propagadas y dictaduras perfectas y democracias que están lejos de serlo. Doscientos años de aspirar a la modernidad sin poder alcanzarla a plenitud y para todos. Veinte décadas de justificar el Estado paternalista y el predominio del PRI, la estabilidad corporativa y el país de privilegios que creó.

Buen momento, entonces, para examinar la herencia, los mitos compartidos, las ficciones fundacionales, el bagaje con el cual cargamos. Gran oportunidad para emprender un proceso de instrospección crítica sobre nuestra identidad nacional, para cobrar conciencia de lo que hemos hecho consistentemente mal. Para entender por qué no hemos construido un país más libre, más próspero, más justo durante los últimos dos siglos.

Abundan las explicaciones. La Conquista, la Colonia, la ausencia de una tradición liberal, el porfiriato, la vecindad con Estados Unidos, la desigualdad recalcitrante, el nacionalismo revolucionario, los ciclos históricos marcados por proclamas, seguidas de alzamientos y la instauración de líderes autoritarios que prometen salvar al país del caos y de sí mismo. Muchos piensan que México no avanza por su pasado fracturado, por su historia insuperada, por sus creencias ancestrales, por sus costumbres antidemocráticas.

Muchos esgrimen el argumento cultural como explicación del atraso nacional. “Es un problema mental”, afirman unos. “Es una cuestión de valores”, insisten otros. “Es un asunto de cultura”, sugieren unos. “Así somos los mexicanos”, proclaman unos. Según esta visión cada vez más compartida, el subdesarrollo de México es producto de hábitos mentales premodernos, códigos culturales atávicos, formas de pensar y de actuar que condenan al país al estancamiento irrevocable.

Es cierto que muchos mexicanos creen apasionadamente en los componentes centrales del “nacionalismo revolucionario”.

Es cierto que muchos mexicanos han internalizado las ideas muertas del pasado, y por ello les resulta difícil forjar el futuro. Es cierto que muchos mexicanos han sucumbido al romance con la supuesta excepcionalidad histórica de México, y por ello se resisten a apoyar medidas instrumentadas con éxito en otros países.

Aquí, los hábitos iliberales del corazón son como un tatuaje. Aquí, ideas como el estado de derecho, la separación de poderes, la protección de las libertades básicas de expresión, asamblea, religión y propiedad, no forman parte del andamiaje cultural postrevolucionario. Y por ello tenemos elecciones competitivas que producen gobiernos ineficientes, corruptos, solipsistas, irresponsables, subordinados a los poderes fácticos, e incapaces de entender o promover el interés público. En términos políticos, México es una democracia electoral, pero culturalmente sigue siendo un país iliberal.

Nadie duda que esto es así. Pero el problema de las explicaciones culturales es que conducen a callejones sin salida. Si partimos de la premisa “así es México”, la Nación no tiene futuro, ni solución, ni posibilidad, ni salvación. Si el inmobilismo y la parálisis y la corrupción y el patrimonialismo son producto de una cultura bicentenaria, no queda claro cómo reformarla ni reformarnos.

Peor aún, el uso de la cultura como herramienta analítica o como justificación política, obscurece las causas estructurales detrás del atraso. La cultura heredada, diseminada, aprendida por los mexicanos a partir de la Revolución es una invención interesada, un cálculo deliberado; es aquello que los políticos y los ideólogos del régimen decidieron enseñarnos en la escuela pública. Las costumbres iliberales y las creencias reaccionarias que forman parte integral
del mapa mental de tantos mexicanos fueron colocadas allí porque eran útiles. El poder político de México vivió —y vive aún— de alimentarlas.

Pensar que el problema de México es mental desvía la atención de donde debería estar centrada: en ese artificio contractual que es el corporativismo postrevolucionario y el “capitalismo de cuates” que engendró. En la permanente redistribución de la riqueza en favor de los grupos que apoyan al statu quo que este acuerdo ha entrañado. En las prácticas de rentismo acendrado que este pacto ha perpetuado. En la apabullante concentración de la riqueza que este modelo ha permitido. En la economía oligopolizada que este pacto ha producido.

Esas son las raíces de tantas mentiras piadosas que la clase política elaboró y sigue diseminando; esas son las razones detrás de códigos culturas que las élites han usado para controlar a la población.

El verdadero problema del país no es cultural sino estructural; no es una cuestión de valores sino de intereses. A México no le hace falta ir al psiquiatra para resolver un problema mental; más bien necesita combatir una estructura de privilegios que ni la Independencia ni la Revolución lograron encarar.

En familia

Denise Dresser. Marcial Maciel, pederasta. Juan Pablo II, encubridor. Legionarios de Cristo, cómplices. Norberto Rivera, omiso. Oligarcas mexicanos, incondicionales. La cúpula de la Iglesia católica, culpable. Difícil reconocerlo, entenderlo, admitirlo. Pero es la verdad que lleva años allí; que algunas víctimas valientes han denunciado; que algunos periodistas comprometidos han investigado; que muchos mexicanos necesitan saber. Porque la podredumbre exhibida sobre el fundador de los Legionarios de Cristo no es tan sólo un caso aislado de complicidad compartida, o de silencio impuesto. Evidencia lo que en latín se conoce como “ignorantia affectata”, la “ignorancia cultivada”. Esa mezcla de arrogancia, desdén, e indiferencia manifestada por los miembros de una familia que prefiere defender la imagen de sus jerarcas, antes que proteger la inocencia de sus niños.

Quizás lo que más ha sorprendido y más duele no es que Marcial Maciel —y otros sacerdotes— haya abusado de menores, sino que la Iglesia lo sabía y lo encubrió. La Iglesia estaba al tanto de su historia y la negó. Permitió que él y otros continuaran abusando, molestando, violando, saltando de parroquia en parroquia, de estado en estado, de país en país. A pesar de la primera visitación papal a la Legión para investigar los presuntos abusos sexuales de Maciel en 1956. A pesar de los reclamos reiterados de sus víctimas a lo largo de los años. A pesar de los reportajes del Canal 40, que le costaron el retiro de la publicidad empresarial por parte de multimillonarios convertidos en apóstoles del legionario libidinoso. A pesar de la investigación en el programa “Círculo Rojo” de Carmen Aristegui y Javier Solórzano. Ante la evidencia acumulada de comportamiento criminal por parte del clérigo, siguió la cerrazón orquestada. La negación institucionalizada. La evasión practicada por quienes prefirieron cerrar los ojos y vender el alma.

Como Hugo Valdermar, vocero de la Arquidiócesis, quien insiste en negar que el Cardenal Norberto Rivera estuviera enterado de la pederastia sacerdotal. Como tantos clérigos que se convirtieron en cómplices a través de la aceptación pasiva. La mirada esquiva. La preocupación por el ascenso y la carrera, y el puesto y la reputación. La solidaridad institucional por encima de un sentido mínimo de humanidad o un entiendimiento básico sobre la justicia. Dentro de la cúpula del catolicismo hay quienes todavía se creen intocables e irreprochables, más allá de la ley y sus sanciones. Quienes piensan que los pederastas no necesitan castigo sino rehabilitación, y que no es necesario procesarlos sino perdonarlos. Quienes no están lo suficientemente enojados con lo ocurrido ni han desplegado un remordimiento creíble.

En su libro “Papal Sin: Structures of Deceit”, el escritor católico Gary Wills argumenta que el abuso sexual cometido por clérigos ha demostrado tres cosas: 1) La crisis de la Iglesia no está confinada a la pederastia y no se resolverá atendiendo nada más ese problema; 2) La crisis se debe fundamentalmente a la ausencia de una rendición de cuentas del mundo eclesiástico al mundo laico; 3) Hay una corrupción endémica en la jerarquía de la Iglesia, causada por la secrecía, la negación y la docilidad a las directrices del Vaticano. La respuesta de la Iglesia ante al escándalo revela su lado más oscuro: una propensión persistente a la arrogancia; una cerrazón preocupante ante la crítica; un autismo alarmante ante el sufrimiento de sus feligreses.

La Iglesia le ha fallado a sus víctimas y no logra entender el clamor legítimo de quienes han sido acariciados, masturbados, violados. Y tanto el Vaticano como los Legionarios de Cristo no pueden seguir eludiendo o minimizando lo ocurrido, que no termina con la muerte de Maciel: otros párrocos culpables deben ser procesados y encarcelados. Si hay una denuncia contra un sacerdote que involucre el abuso sexual de un menor, ese sacerdote debe ser removido permanentemente de su puesto. Porque dentro de la Iglesia hay, sin duda, muchos hombres y mujeres de bien. Pero los pecados de un grupo y la reacción deplorable de la burocracia católica han ensuciado la reputación de toda la institución.

Y más allá de ello, como lo revela Lydia Cacho en “Los Demonios del Edén”, el abuso sexual a menores no es monopolio de la Iglesia católica. México es un país de pederastas y de políticos que los amparan. México es un país donde las redes de pedófilos encuentran autoridades que las tejen. Más de 20 mil niñas violadas y niños acosados.

Cientos de menores de edad vendidos por sus padres y comprados por pederastas.

Círculos concéntricos de complicidad evidenciados en las 16 menciones en su libro a Emilio Gamboa Patrón, ex- coordinador parlamentario del PRI. Las 27 menciones a Miguel Angel Yunes, actual candidato del PAN a la gubernatura de Veracruz. Si el dolor producido por Marcial Maciel y sus múltiples protectores sirve de algo, debería ser para combatir la impunidad en tantos casos más. Para evitar que la pederastia sea tan sólo un asunto encubierto, que queda “en familia”.

Por qué deberíamos desterrar a Carlos Salinas de la vida pública

Denise Dresser. Yo voto por desterrar a Carlos Salinas. No del planeta. Eso no sería amable. Sólo de la vida pública. Las críticas al ex presidente son bien conocidas. Las privatizaciones amañadas y las licitaciones pactadas, el hermano encarcelado y el hermano asesinado, la corrupción familiar y el escándalo que produce, los errores de pre-diciembre y la crisis devastadora que provocan. Sin embargo, hay quienes piensan que no deberían importarnos esas infracciones menores. ¿Por qué? Porque Salinas es brillante, y México necesita su gran cerebro.

Pero yo quisiera centrar la atención en un aspecto central y a veces olvidado de ese gran cerebro: es una mente que miente. De hecho, no hay una mentira demasiado improbable ni una distorsión demasiado grande para Carlos Salinas. Miente para distraer; miente para llamar la atención; miente para generar un escándalo. Al escucharlo vienen a la mente esas palabras de Maquiavelo: “Durante un largo tiempo no he dicho lo que creo ni he creído lo que digo, y si a veces logro decir la verdad, la escondo entre tantas mentiras que es difícil encontrar”. Más que cualquier otro motivo, Salinas miente para enlodar la reputación de Ernesto Zedillo y responsabilizarlo por una crisis que él mismo contribuyó a crear. Miente porque odia, y ese odio lo lleva a ver la maldad en otros mientras es incapaz de reconocerla en sí mismo.

Y como todos los buenos mentirosos, logra que sus mentiras vayan lejos, sean retomadas, sean escuchadas, sean reportadas como si fueran verdad cuando están tan lejos de ella. Para entender la profundidad de la decepción, basta con examinar lo que dijo en un seminario reciente sobre la privatización de la banca y en una entrevista con Ramón Alberto Garza en Reporte Índigo. Allí, Salinas sugiere los siguientes puntos: 1) Es equivocado pensar que la privatización inadecuada de los bancos durante su periodo produjo la crisis, ya que esa vino después; 2) Ernesto Zedillo avaló medidas propuestas por un gobierno extranjero, específicamente las altas tasas de interés; 3) En reuniones “secretas” orquestadas por el entonces Secretario del Tesoro, Robert Rubin, Zedillo aceptó una decisión impuesta de afuera y eso llevó a la extranjerización inaceptable de la banca mexicana. Dado lo que se que se conoce, se sabe, y se ha escrito sobre estos temas, no deja de soprender el comportamiento de Salinas: sabe que lo que dice no es cierto y aún así lo expresa con la clara intención de engañar. Pero el esfuerzo resulta pueril, y el engaño se vuelve fácil de exponer.

Sobre las causas de la crisis bancaria, de las cuales Salinas no asume responsabilidad, está el texto de Stephen Haber “Why the Mexican Banks Do Not Lend: The Mexican Financial System” (p. 206-207), en donde resume el argumento central de la vasta literatura sobre el tema: “Cuando los bancos mexicanos fueron privatizados en 1991, las circunstancias estaban lejos de ser normales. Los bancos tenían incentivos débiles para dar préstamos prudentes porque ni sus directores ni sus accionistas estaban arriesgando su propio capital. El Gobierno había permitido que compraran los bancos con fondos que habían pedido prestado de los bancos. La ausencia de monitoreo eficaz implicó que el crédito se expandió a un ritmo prodigioso (…) Más veloz aún que la expansión del crédito fue el crecimiento de préstamos incobrables (“nonperforming loans”), y al mismo tiempo los banqueros descubrieron que no podían recobrar el colateral”. El pocas palabras, la ausencia de una regulación adecuada, los estándares laxos, el comportamiento poco profesional y poco transparente de los banqueros – permitido por el gobierno de Salinas – llevó al colapso del sistema bancario y obligó al rescate posterior.

Sobre las supuestas reuniones “secretas” entre el gobierno de Zedillo y las autoridades estadounidenses, basta con leer cuidadosamente las memorias de Robert Rubin, In An Uncertain World: Tough Choices From Wall Street To Washington (p. 3-25). Salinas se refiere a ellas en sus comentarios recientes, pero tergiversa su contenido. Allí, en efecto, Rubin escribe sobre el viaje de funcionarios del Departamento del Tesoro a México y que “afortunadamente nadie los vio entrando y saliendo de Los Pinos”. Pero Rubin explica que la discreción era necesaria, no porque hubiera negociaciones que Zedillo quería ocultar de la opinión pública mexicana, sino alrevés: el gobierno de Clinton no quería que el Congreso de su propio país se enterara, debido a la inmensa oposición política al rescate mexicano. Finalmente Clinton tomó una decisión ejecutiva y le otorgó un préstamo de emergencia a México a pesar de la reticiencia del Congreso estaounidense. Salinas intenta manipular lo que ocurrió para deslizar – tramposamente – el argumento de la imposición.

Pero de nuevo, una lectura puntual e intelectualmente honesta del libro de Rubin, lleva a conclusiones distintas y más certeras sobre lo que en realidad ocurrió. “A pesar de las reformas en muchas áreas, México había cometido un serio error de política pública al pedir tanto dinero prestado (…) y se había puesto poca atención a los desbalances económicos”.
México se enfrentaba a la posibilidad real del colapso total del peso y de la economía, con consecuencias severas y de largo plazo; las autoridades mexicanas habían perdido el control sobre las finanzas del país y no podían salir del hoyo que el gobierno de Salinas había cavado sin la ayuda estadounidense. Guillermo Ortiz le informó a Rubin que México se había quedado sin opciones y que la ayuda del gobierno de Clinton era la única esperanza. A cambio, Rubin pidió – aunque Salinas lo niegue – una serie de cambios específicos y necesarios: una política fiscal y monetaria más fuerte, un tipo de cambio flotante, más transparencia en las finanzas públicas y sí, tasas de interés altas para atraer capital y restablecer la confianza. Sin esas medidas, México no hubiera podido limpiar el tiradero que Salinas dejó tras de sí.

Habría más que aclarar sobre las medias verdades salinistas en torno a los Tesobonos y la famosa reunión del 20 de noviembre de 1994, donde Salinas tomó la decisión – que después resultó fatal – de no devaluar, como lo describen con toda precisión Sam Dillon y Julia Preston en su libro Opening Mexico, (p. 241-245). Y también habría que rebatir su argumento de que la “extranjerización” es el principal problema de la banca mexicana, cuando sigue siendo la falta de competencia y regulación adecuada, al margen de la nacionalidad de sus dueños.

Pero no vale la pena hacerlo con el ex-presidente. Porque usa la inteligencia prodigiosa que tantos le atribuyen tan sólo para sembrar semillas venenosas, deslizar insinuaciones, atizar la xenofobia y apelar a los peores instintos. Y ése es el principal problema. A pesar de su”gran cerebro”, Salinas tiene una relación incómoda con la verdad. Mintió sobre su hermano Raúl. Mintió sobre los zapatistas. Mintió sobre la crisis de 1994. Y por ello ya resulta imposible tomarlo en serio. En lugar de escucharlo o prestarle atención, yo voto por desterrarlo de la vida pública.

13 razones por las cuales el Papa debe renunciar

Denise Dresser
1) No es posible eludir el tema de la reponsabilidad individual del Papa, más allá de su responsabilidad institucional. La primera historia, como ha argumentado Christopher Hitchens en “The Great Catholic Cover-Up”, es fácil de contar y nadie la ha negado. En 1979, un joven alemán de 11 años fue llevado al las montañas por un sacerdote. Se le adminstró alcohol y se abusó sexualmente de él. Posteriormente el párroco fue transferido por el entonces arzobispo Ratzinger de Essen a Munich para ser sometido a “terapia”, pero poco después se le permitió regresar al trabajo pastoral, desde donde continuó abusando niños.

2) Dado el estilo de administración de Ratzinger y su tendencia a involucrarse minuciosamente en las decisiones de sus subalternos, no es creíble pensar que desconociera el paradero y las actividades del pastor abusador. Los documentos del episodio llegaron hasta el escritorio del Arzobispo, quien en el mejor de los casos fue negligente y en el peor de ellos, permitió la perpetuación del abuso sexual.

3) Este caso es tan sólo un ejemplo del patrón de encubrimiento a nivel global en el que el Papa participó; un patrón ampliamente conocido y padecido por los padres de niños violados en Estados Unidos, Canadá, Irlanda, Australia y Alemania, entre los casos documentados. Desde que Ratzinger asumió la dirección de la “Congregación Para la Doctrina de la Fe”, fue responsable de un proceso de obstrucción de justicia a nivel global. Para Ratzinger, el verdadero crímen nunca ha sido la violación o el abuso sexual de menores, sino la posibilidad de que esos eventos fueran reportados a las autoridades civiles. Según el Arzobispo, las acusaciones sólo podían ser atendidas dentro de la jurisdicción exclusiva de la Iglesia. Quien violara la secrecía exigida corría el riesgo de ser excomulgado.

4) Como señala Hitchens, no satisfecho con encubrir actividades criminales por parte de sacerdotes pederastas, Ratzinger elaboró su propio estatuto de prescripción del delito, para limitar el número de años, como si fuera posible hacerlo con respecto a un pecado.

5) El caso de Marcial Maciel es especialmente escandaloso, ya que ex miembros prominentes de los Legionarios de Cristo fueron deliberadamente ignorados por Ratzinger a lo largo de los 90s. La posición de Ratzinger siempre fue de protección a Maciel – siguiendo los pasos de Juan Pablo II -- incluso cuando se le pidió que pasara sus últimos años en retiro y no bajo investigación seguida de sanción como debió haber ocurrido.

6) Al caso de Maciel se añaden las recientes revelaciones sobre el padre Lawrence Murphy, quien abusó de 200 niños sordos en Wisconsin, hechos de los cuales fue informado Ratzinger en su momento. Los abogados estadounidenses que están demandando a la Iglesia han hecho públicos documentos demostrando que en un inicio, oficiales del Vaticano propusieron un juicio canónigo secreto, pero lo suspendieron después de que el sacerdote apeló directamente al cardenal Ratzinger y obtuvo su clemencia. El padre murió sin haber sido sancionado.

7) Bajo su tutela, la añeja estructura burocrática del Vaticano simplemente no ha encontrado la manera adecuada de procesar y lidiar con la avalancha de denuncias de abuso sexual. En 2001, como Cardenal, Ratzinger tomó control del tema, sin embargo creó una pequeña oficina de 10 personas que ha revisado tan sólo 3 mil casos en 10 años.

8) El Vaticano no ha logrado adaptar su comportamiento insular ante las exigencias de una cultura global crecientemente democrática y exigente. Basta con recordar la torpe reacción de la jerararquía en sus discursos en las últimas semanas, equiparando la crítica a la Iglesia con el anti-semitismo. O escuchar a jerarcas eclesiásticos que se han referido a la ola de escándalo mundial como “chismes baratos”. O leer que en ciertos círculos católicos se habla de la existencia un “lobby judío” empeñado en desacreditar al Papa. Tiene razón Leon Wieseltier, editor de The New Republic cuando reclama airadamente al Vaticano con la pregunta: “Por qué querría la Iglesia Católica defenderse aludiendo a otras enormidades (como el anti-semitismo) en las que estuvo implicada? Y además los judíos padecieron mucho más que las críticas de la prensa”.

9) Resulta sorprendente que que hasta la fecha el Papa no haya encarado la crisis de manera frontal, personal y humana, atendiendo de mejor manera a las víctimas. Eso en si revela una falla en su liderazgo como figura política, religiosa y espiritual. Hace falta más que pedir una disculpa de manera genérica. Se ha vuelto imprescindible investigar, sancionar y reparar el daño. La resistencia del Papa a hacerlo pone en tela de juicio el papel que debería desempeñar como Sumo Pontífice. Sus instintos conservadores y la insistencia en la lealtad institucional, la obediencia y la autoridad absoluta del clero le han servido mal a los católicos de todas las latitudes.

10) Las fallas del liderazgo papal se vuelven más obvias en la medida que el escándalo crece en lugar de disminuir. Cuando la Iglesia Católica en Alemania inauguró recientemente una línea telefónica dedicada a las denuncias de abuso sexual por parte de sacerdotes, hubo más de 4,000 llamadas el primer día.

11) No hay otras manera de decirlo: ha quedado expuesto, después de años, un periodo negro en el que la jerarquía de la Iglesia Católica respondió ante el abuso sexual sistemático con silencio, complicidad, evasión y negligencia criminal. El Papa carga con una gran dosis de responsabilidad que no puede ser ignorada o negada. A pesar de que ahora el Vaticano comienza a salir de su mentalidad “bunker” y a promover acciones más vigorosas ante la realidad de la pederastia clerical, la crisis de autoridad está allí.

12) Aunque se han dado pasos hacia la rendición de cuentas por parte de los abusadores, no ha ocurrido lo mismo con obispos que los protegieron durante tanto tiempo. El Papa no ha limpiado su propia casa de manera suficiente, ni ha demostrado el remordimiento necesario como para despejar la nube que cuelga sobre su liderazgo papal. En su carta abierta a pueblo irlandés, el Papa no pidió ni especificó acciones disciplinarias contra miembros de la Iglesia que participaron en el encubrimiento de abusos epidémicos.

13) Finalmente, como pregunta Maureen Dowd, católica y columnista de The New York Times: “Cómo mantener la fe cuando nuestros líderes no se la merecen?”

HOY TOCA

Denise Dresser. Hoy toca, como diría Germán Dehesa, restaurar nuestra esperanza. Durante los últimos años a los mexicanos nos ha ido francamente mal. Crisis, epidemias, matanzas y catástrofes. Penurias económicas y angustias morales. Un presente hostil, un pasado en fuga y un futuro por demás incierto. Nuestra gran reserva moral, la alegría y el entusiasmo, parecen a punto de agotarse. La Patria camina triste, desencantada, en concentrada rabia, “como con aire de esposa que descubre que su marido ideal tiene otras ocho familias, es pederasta y se excita torturando borregos”. Pero es en este mínimo jardín donde hay que dar la batalla para que México renazca y se sacuda, como perro recién bañado, de tanto parásito que le ha quitado su sustancia, su ánima y su estilo. Es tiempo de cultivar nuestro jardín.
Hoy toca, como diría Germán Dehesa, pedir la paz. No cualquiera. No queremos la paz de los sepulcros. No queremos la paz octaviana. No queremos la paz de los que se someten ante las amenazas o la abierta violencia. Tampoco queremos la perversa paz de antes, nutrida en la ignorancia, la colusión, la postración y la connivencia con las abusivas autoridades y los no menos horrendos dinosaurios priístas. Queremos una paz nuevecita, lustrosa, respetuosa, que se funde en los derechos y en la palabra, y que con ellas inaugure un horizonte, aunque sea lejano, pero asequible, de equidad y justicia para todos. “Y tu helado de limón, ¿no quieres?”, preguntará el sardónico lector. Bueno, pues si no es mucha molestia, tráiganme mi helado, pero de guanábana, por favor…”.
Hoy toca, como diría Germán Dehesa, ofrecer el patriotismo. No del gritón, no del bravero; hablo del otro, del que nace de reconocer que se pertenece a un lugar y a una historia que desde el pasado proyectan una luz que edifica un futuro. Si alguien carece de ese patriotismo y piensa que la violencia del país no le incumbe, o que es una coyuntura propicia para sus muy personales designios, o proyectos, o berrinches, o aspiraciones presidenciales, pobre México que ha naturalizado seres así. Con o sin estos seres saldremos adelante. Agradecimientos hay muchos: la luz en el Zócalo al amanecer, los volcanes festonados de neblina, tanta buena voluntad y buena inteligencia, tantos seres tan nítidos, tan trabajadores, tan comprometidos. Con seres así, podremos equilibrar presencias tan equívocas como las de “La Barbie” y “El Azul” y “El Chapo” y el “Gel Boy” y “La Maestra” y la incertidumbre y la flojera y el miedo y la resignación.
Hoy toca, como diría Germán Dehesa, decir “México” y que estallen mil imágenes recolectando entidades perfectamente definibles, sensoriales, limitadas, emocionantes. La voz de Eugenia León cuando entona “Yo vengo a ofrecer mi corazón”. El canto de Lucha Reyes, Pedro Infante, Jorge Negrete. Un parque verdecido de infancia y un grupo de amigas que juega “avión”. Decimos “México” y se aparecen rincones en Guanajuato, nubes de buganbilias, algún atardecer en Querétaro; la tía gorda de Germán llenando macetas de carcajadas y alcatraces; una tabla pletórica de alegrías y pepitorias como diademas de color; la honda noche de Palenque; un trompo que Germán compró en el Estado de México y que nunca logró bailar, pero que sí lo ayudó a romper el cristal de la doméstica vitrina; el Malecón de Veracruz, que es un lento caminar de mujeres sonrientes.
Hoy toca, como diría Germán Dehesa, creer que México puede ser distinto. Hemos perdido la costumbre de imaginarlo, hemos perdido las ganas de concebirlo. Nos han dicho que lo nuestro es callar, obedecer, agacharnos, aceptar sumisamente el martirio y el cáliz. Adquirimos el horrendo vicio del sufrimiento y el despojo permanentes. Aprendimos la docilidad y la sumisión de un país que mansamente carga –como Sísifo– esa piedra que pesa cada vez más. Pero con fecha de hoy, México puede ser diferente. La tarea es enorme y nos incluye a todos: hoy México puede ser visible y acariciable si tú, ciudadano en ciernes, contribuyes a que sea así. Yo estoy dispuesta a trabajar con más ánimo que nunca en el único lugar que conozco: frente a las palabras y afiliada al único partido que conozco: nosotros.
Hoy toca, como diría Germán Dehesa, anunciar que la dulce Patria, tan sabia y dulcemente cortejada por López Velarde, es hoy para mí el rostro de mis hijos, la nostalgia de mis muertos y una creciente urgencia de justicia y dignidad para todos. Es un modo de hablar cantadito, ceremonioso, y diminutivo. La selva chiapaneca, el río en Tlacotalpan, la música de Horacio Franco, el desierto norteño, el santo olor de la panadería, el riesgo de quedarnos sin patria y la oportunidad de restaurarla y lograr entre todos lo que quería Rosario Castellanos, “que la justicia se sienta entre nosotros”. Es muy emocionante ser mexicano en este septiembre del Bicentenario. Yo agradezco esa dádiva. No creo que seamos mejores que nadie. No acepto que nos consideremos inferiores a ninguno. Somos de aquí. Venturosamente somos de México. Venturosamente nos dio a Germán Dehesa. Y por cierto: Arturo Montiel, ¿qué tal durmió?

¿Somos idiotas?

Denise Dresser. El ciudadano favorito de las autoridades es el idiota, o sea, quien anuncia con fatuidad “yo no me meto en la política”. Así describe Fernando Savater a los desatendidos, a los que dejan las decisiones primordiales del país en manos de otros, a los que reclaman beneficios y protecciones por parte del Estado – incluyendo espectáculos y diversión– pero no participan o exigen eficacia. Y el Estado mexicano, sólo parcialmente democráctico, vive feliz atendiendo las necesidades de tantos mexicanos a quienes trata como “feligreses” en vez de ciudadanos. A quienes ofrece los beneficios de pertenencia a una iglesia o a un club, donde se antepone la devoción a una secta y se sacrifican de manera rutinaria los derechos democráticos. A quienes mediante segundos pisos y dádivas diarias y piscinas instaladas sobre el Paseo de la Reforma vuelven a los mexicanos adictos al populismo.

Adictos a pensar que el mejor político es el que más obra política construye, el que más sacos de cemento regala, el que más subsidios garantiza, el que mejores promesas hace. Adictos a la simplificación de la complejidad mediante la cual un partido ofrece “vales para medicinas”, la eliminación de la tenencia unos días antes del proceso electoral, el dinero en efectivo entregado de camino a la urna, la disminución del IVA, los subsidios a la gasolina. Desde la fundación del PRI, el populismo siempre nos ha acompañado, pero hoy en día parece aún más en boga. El PRI tiene a Enrique Peña Nieto, el PRD/PT/Convergencia a Andrés Manuel Obrador y a Marcelo Ebrard, el PAN a Felipe Calderón, quien suele caer en la tentación populista en cada Informe de Gobierno o antes de cualquier contienda electoral.

Y no es difícil entender por qué recurren al populismo como instrumento para gobernar. El populismo hace que todo sea tan simple, tan claro, “haiga sido como haiga sido”. Divide al mundo en “fanáticos” o “gente decente que trabaja y lleva a sus hijos a la escuela”. Clasifica a los mexicanos en los puros y los que generan “asquito”. Separa a México en el “pueblo bueno” y “la mafia que se ha adueñado del país”. Algo tan complejo como la crisis post-electoral del 2006 se atribuye al odio y al rencor generado por López Obrador. Algo tan complicado como las razones detrás de nuestro crónico subdesempeño económico se le atribuye a “el pillaje neoliberal”. Cada bando busca organizar sus odios, generar sus propios adictos, dividir conforme a sus principios impolutos. Peor aún, el populismo absuelve a los ciudadanos de la responsabilidad para encarar los problemas del país.

Como señala Savater en su “Diccionario del ciudadano sin miedo a saber”, el vicio del populismo va acompañado del vicio del paternalismo. El vicio de los gobiernos y las autoridades públicas de empeñarse en salvar a los ciudadanos del peligro que representan para sí mismos. Los políticos mexicanos de todas las estirpes se ofrecen solícitamente para dispensar a los ciudadanos de la pesada carga de su autonomía. Su lema es “Yo te guiaré: confía en mí y te daré lo que quieres”. Un desfile multimillonario para festejar el Bicentenario: allí está. Una pista de hielo en el Zócalo: allí viene. Pena de muerte para los secuestradores: el Partido Verde apoya la iniciativa. Un hombre con pantalones capaz de imponer cambios aunque sea de forma autoritaria: allí está Carlos Salinas, otra vez. Una popular novia actriz de telenovelas: aparece en cada “spot” de Peña Nieto. México carga con uno de los mayores peligros de las democracias: una casta de “especialistas en mandar” que se convierten en eternos candidatos. En cada elección asistimos –y contribuimos– al reciclaje de pillos.

Y el problema es que alcanzan esa posición gracias a la flojera o al desinterés del resto de los ciudadanos, que dimiten del ejercicio continuo de vigilancia y supervisión que les corresponde. Los idiotas mandan porque otros idiotas los eligen. Los idiotas mandan porque logran erigirse en una especie de diosesillos que siempre tienen la razón, dado que los apoya el pueblo y el pueblo nunca se equivoca. El populismo ya sea de derecha o de izquierda sobrevive porque no hemos alcanzado la educación que premie la disidencia individual sobre la unanimidad colectiva. Que recompense el mérito en lugar del compadrazgo. Que nutra nuestra capacidad de luchar contra lo peor para que venga lo mejor. Que construya ciudadanos autónomos, libres, de carne y hueso. Que institucionalice la desconfianza en los líderes y la vigilancia sobre ellos por diferentes medios.

Según un estudio reciente del encuestador Alejandro Moreno, 66 por ciento de los mexicanos piensa que “personas como yo no tenemos influencia sobre lo que el gobierno hace”. Si eso no cambia, México seguirá siendo un terreno fértil para quienes quieren mantener a sus habitantes en una permanente minoría de edad, ajenos a la política y residentes permanentes del lugar mental donde faltan la resolución y el valor para participar en el espacio público. Y seguirá siendo un país gobernado por proto-populistas y ciudadanos idiotizados que los celebran.

lunes, 18 de octubre de 2010

El camino hacia la interioridad

José Luis del Río y Santiago. El hombre siempre se está moviendo hacia el exterior, hacia la superficie, hacia la distracción

Es de desear que cada cristiano sepa ingresar en su “interioridad profunda”, que sepa “entrar en su corazón”, precisamente ahí, donde lo espera Dios, que penetra todos los corazones, ahí donde, bajo la mirada de Dios, cada uno decide su propio destino. Este camino hacia la interioridad ya lo describió magistralmente Romano Guardini en su obra: “El bien, la conciencia y el recogimiento”. El pensamiento de Guardini se puede resumir así: Nuestro ser vivo se desplaza desde el interior hacia el exterior y desde el exterior hacia el interior.

En él existe “la superficie y la profundidad”, la expansión horizontal y el saber “recogerse” dentro de sí mismo en su propio “centro personal”. Lo más importante es, evidentemente, lo interior, lo profundo. Pero el hombre siempre se está moviendo hacia el exterior, hacia la superficie, hacia la distracción. Por eso él debe tender, conscientemente, hacia su interioridad.

Él debe descubrir cada vez más y mejor su propio “espacio interior”. Éste “existe” en nosotros. Es una “zona interior” donde podemos acceder voluntariamente. En donde podemos ocuparnos privadamente de todas las cosas. Donde podemos estar a solas con nosotros mismos. Donde nos colocamos frente a Dios, ante su presencia. Este espacio “existe” en nosotros y debe convertirse en algo cada vez más amplio, más profundo, más silencioso, siempre más vivo y siempre más protegido. Esto, generalmente, no es algo que se comprenda, por sí mismo, de manera inmediata.

Si nos preguntamos, sinceramente, si consideramos en nosotros la existencia de este espacio interior (la zona que es lo contrario de la mera exterioridad), el espacio en el cual sepamos vivir, debemos confesar que frecuentemente en nosotros este espacio interior está “como sepultado”, está invadido “de hierbas inútiles”, debemos reconocer que nos es extraño aquello que, los maestros de la vida espiritual, le llaman “mundo interior”, lo “oculto en el silencio”, que somos ajenos a su profundidad y a su fuerza. Aquí es necesario ponerse a la obra, es necesario descubrir este mundo interior, excavarlo, construirle su bóveda de protección.

Pero, ¿qué cosa entendemos cuando decimos que el hombre es “profundo”? No significa que sus pensamientos sean de tal complejidad que se haga difícil comprenderlos, no significa tampoco que sus movimientos sean ocultos, que sus objetivos estén cubiertos. La “profundidad” es una cualidad que reside en sí misma. Se trata de una especial “dimensión”, algo distinto de la “multiplicidad”, o “amplitud”, o “complejidad”.

La “profundidad” es una penetración gradual hacia lo interno, y precisamente de manera que los estratos, entre más cercanos estén a nuestro “centro personal”, son de mayor valor, son más propios del hombre, son más tiernos, son más vivos. El pensamiento más sencillo puede, así, ser más profundo, y el más complejo razonamiento podría ser superficial, el sentimiento más ardiente podría ser vano y, en cambio, la más ligera sensación podría ser profunda.

Saber colocarse en esta profundidad exige un esfuerzo consciente y vigilante y nos da la sensación de fuerza y plenitud de nuestra existencia, nos da un sentimiento de “pasión por el bien”, del sufrimiento causado por nuestras imperfecciones, nos da la disponibilidad para llevar a cabo todo lo que sea justo y bueno. Por eso, esta “vigilancia” es un deber para el ser humano.
El camino hacia la interioridad pide que hagamos una “penetración” gradual hacia nuestro “centro personal”. Esto es, es necesario saber “recogerse” dentro de un cierto punto interior, ya que toda nuestra actividad intelectual, emocional y afectiva fluye desde este punto hacia el exterior y retorna a él, frecuentemente a través de recorridos muy complicados. La vida humana tiene un “centro”, aunque muchos nunca lo experimentan. Basta con que cada uno se pregunte si, de veras, conoce su “propio centro personal”, si de veras conoce ese “algo” que consigue la “unificación” de todo nuestro ser. ¿Acaso no es cierto que todo nuestro psiquismo se encuentra como “disperso” hacia el exterior? Así como las cosas externas nos llegan de fuera, así también nos dispersan en su dirección. Nosotros nos abandonamos fácilmente a todo aquello que se nos ocurra. Nuestras fuerzas interiores se dispersan fácilmente en mil direcciones, sin regresar de nuevo a su punto de partida. Es aquí donde se ve la necesidad de descubrir nuestro propio centro personal.

Sólo entonces, es cuando se hace posible la “espiritualización” de todas nuestras operaciones mentales, emocionales y afectivas. Sólo entonces, el “espíritu” podrá ser fortalecido, el espíritu que es diferente de las cosas meramente materiales. Diferente de aquello que es sólo corporal. Diferente de la mera “vida emocional”. Se trata de aquel centro personal que tiene una relación especial con el bien, con todo aquello que existe, con la verdad, el amor, la honestidad y con Dios mismo. Se trata del espíritu que debe penetrarlo todo y dominar los instintos y las pasiones y expresarse en todo. El espíritu que debe discernir la multiplicidad de las sensaciones, de los conocimientos, de las decisiones y lograr dar a todas las cosas su propio valor y dignidad. ¿No es cierto que nosotros sólo “conocemos” la existencia de este espíritu, pero no lo “sabemos vivir”?.

El camino para llegar a este espacio interior, a nuestra profundidad, al recogimiento en el centro personal, a la espiritualización de todo nuestro ser, es: el cuidado del orden, el dominio de los sentidos, el ejercicio de la atención, el ejercicio de saber permanecer en nuestra propia “soledad y silencio”, el ejercicio de dirigir la atención al mundo del “más allá”.

¿Qué cosa es dirigir la atención hacia el interior? En el hombre hay “algo”, que a pesar de la sucesión continua de las cosas y de los acontecimientos, “no cambia”. Algo que es “claro y fuerte”. Es la “viva esencia” del espíritu del hombre. Es la esencia del hombre que vive, en sí misma, su indestructible sustancia. La atención hacia el interior significa que el hombre trata de “hacer contacto” con este centro vivo de su espíritu, para renovar, desde ahí, su fuerza y su seguridad en sí mismo. El Evangelio habla de cierta “luz interior” que hay en nosotros y que ilumina todas las cosas. No es una mera imagen, es la realidad, ya que el espíritu es luz “por esencia”. Y el que sabe liberar a su espíritu, del dominio de las cosas exteriores, es totalmente iluminado por él.

¿Qué cosa es dirigir la atención hacia el otro mundo? Es, como lo expresa la siguiente oración: “Tú, Señor, eres mi vecino, siempre estoy tratando de escucharte, dame una señal tuya, ya que me encuentro muy cerca de Ti, solamente nos separa una pared muy tenue”. El hombre, a pesar de que puede vivir totalmente sumergido en las cosas visibles y palpables del tiempo presente, sin embargo, sólo puede “apoyarse”, en sí mismo y en sus propias fuerzas. Pero él tiene la clara convicción de que lo “meramente exterior”, no lo es todo. Sabe que del “otro lado” de la pared hay “alguien”. Sabe que más allá de los límites de nuestro ser, está presente la “vecindad de Dios”. Él puede tener la convicción clara de que en su interior, (allá donde se encuentra el límite con la nada), vive Dios.

De esta manera, se comprenden mejor las palabras del Concilio: “En efecto, por su interioridad, el hombre trasciende el Universo. Cuando se coloca en esta profunda interioridad, cuando dirige la atención a su propio corazón, ‘ahí lo espera Dios’, que penetra todos los corazones, ‘ahí’, donde, bajo la mirada de Dios, él decide su propio destino”. (Gaudium et spes n. 14)

La percepción del “absoluto”

José Luis del Río y Santiago. La Iglesia nos habla de Dios en un lenguaje popular como “una voz que resuena en el interior del hombre”, nos habla de “los oídos del corazón” que oyen su voz, de la necesidad de “cultivar el sentido religioso”. Nos habla también del “centro personal” que no está cerrado en sí mismo, sino que está abierto hacia Dios como un “cierto Vecino” que está del otro lado de la pared, que percibe a Dios como “el Absoluto”, “el Absoluto” que manda señales al espíritu del hombre, que, en cierta manera se le revela verdaderamente. Pero ¿cómo es esto?.

El hombre, en su actividad, tiene clara conciencia de su ser, él sabe que existe. Esta conciencia de sí mismo es acompañada por su actividad. El hombre puede también detener su atención sobre esta conciencia, recogerse enfrente de ella. De esta manera su propio ser brilla desde su propia actividad y se hace sensible a sí mismo.

Este centro personal no está encerrado en sí mismo, sino que, más bien, está abierto hacia el exterior. Y esta apertura hacia el exterior lo relaciona con Dios “percibido como el Absoluto” que lo atrae hacia Él, que libera en el ser cierta tendencia que lo impulsa hacia Él. Y en esta tendencia, Dios se le hace presente dinámicamente y, en cierta manera, se le manifiesta. En efecto, Dios como “Absoluto” es el fin de esta tendencia. El hombre puede (después de una apropiada instrucción y si su “sentido espiritual” está vivo) percibir la presencia de Dios como Absoluto, al mismo tiempo que percibe su propia actividad. No lo puede “ver”, pero puede, en cierta manera darse cuenta de su presencia, del mismo modo que se da cuenta de su propia actividad y de su propia existencia. Cada uno puede “detenerse” en esta toma de conciencia del Absoluto, sin poder encerrarlo en conceptos bien determinados ni expresarlo con ideas bien definidas. La conciencia de lo Absoluto permanece siempre “sola”, pero penetra en nuestro centro personal y lo acompaña en toda su actividad.

El Absoluto, dinámicamente presente, se manifiesta bajo diversos aspectos: como Verdad, como Guía Ética, como Belleza, como Santidad. El sentido de nuestro centro personal que percibe al Absoluto, el sentido que está vivo, que es verdaderamente operativo y no está sofocado por “malas hierbas” o sepultado en el olvido, puede percibir, todos estos aspectos del Absoluto. En efecto, nuestro centro personal tiene diferentes funciones y así, como “sentido metafísico”, percibe al Absoluto en cuanto Verdad, como “sentido ético” lo percibe como Guía Espiritual, como “sentido estético” lo percibe como Belleza, como “sentido religioso” lo percibe como Santidad. De esta manera el centro personal es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre donde él está solo con Dios, cuya voz le resuena en lo más íntimo.

Aunque parezca paradójico la presencia de Dios como Absoluto puede marcar psicológicamente al hombre y sin embargo esta presencia se realiza sin que el hombre se de cuenta, si no pone atención. En efecto, la conciencia de la presencia del Absoluto es “concomitante” y permanece “al margen” de la corriente de la atención que siempre se está dirigiendo hacia los objetos externos. Esta conciencia del Absoluto es tan sutil que puede pasar inadvertida, debido a que el hombre está acostumbrado a poner su atención en cosas externas “muy concretas”, a visualizar los contornos muy definidos de las imágenes, de la ideas, y de los objetos exteriores.

En la vida cristiana, en la que las fuerzas de percepción del centro personal se fortalecen por la gracia de Dios, el Absoluto, dinámicamente presente, se manifiesta como el Dios de los cristianos. Y es precisamente el centro personal el que percibe a Dios, como sentido moral y religioso. La Iglesia nos advierte que en la vida de la gracia el Espíritu Santo mueve el corazón y lo dirige hacia Dios , abre los ojos de la mente y da a todos “dulzura en el consentir y creer en la verdad”. El “corazón” que el Espíritu Santo mueve, significa la profundidad de la vida interior espiritual del hombre, el centro de los pensamientos, de las tendencias, de los sentimientos. El “corazón” es, por lo tanto, el “centro personal”. Así también, “los ojos de la mente” son “aquel modo de ver” los objetos, no como cosas sensibles, sino espirituales, son, también el “centro personal” como sentido apto para percibir al Absoluto.

La sociedad civil

Xavier Díez de Urdanivia. El inteligente comentario de un lector de Zócalo acerca de la entrega anterior de esta columna me indujo a escribir ésta. Preguntaba él, retóricamente, si no estaría entre las patas faltantes de la mesa una mayor y más responsable participación de la sociedad en la construcción del país que queremos. Nada menos se puede hacer que concordar con ello.

La tan cacareada “sociedad civil” es preponderante, pero de tanto mencionarla ya ni se sabe bien a bien que quiere decir tal cosa y todos se arrogan la pertenencia a ella, con exclusión de los que no son afines. Vale por tanto la pena tratar de precisar los alcances de tan socorrido concepto.

Curiosamente, el término surge como un referente de Marx para distinguir al cuerpo comunitario, de lo que él consideraba como “estado”, que en su concepto era una superestructura montada sobre la estructura social, precisamente para dominarla, pero cayó en desuso, para resurgir en los años setenta del siglo pasado en el seno de los círculos neo-marxistas que eran adversos al autoritarismo socialista, reinterpretando la afirmación de Marx.

La convergencia posterior entre los movimientos opuestos al gobierno, tanto en los países ubicados tras la cortina de hierro como en los países desarrollados –económicamente- en occidente, buscando nuevos espacios de libertad y nuevas formas de participación democrática, produjo un replanteamiento de la autonomía de la sociedad civil y abrió una amplia gama de posibilidades para la compaginación de las luchas antiautoritarias en general. Bien podría decirse que ese replanteamiento significa una búsqueda de autonomía de la sociedad respecto del aparato de poder, para buscar desde ella la transformación del estado.

El Gobierno –aunque suele decirse, erróneamente, “el estado”- deja de ser visto como instancia neutral y de representar el monopolio de la política, para convertirse en una instancia más de búsqueda de esa transformación. Como todo indica que esa circunstancia crítica ha arrastrado consigo a otras instituciones políticas, entre ellas la democracia, la sociedad civil se convierte en un refugio frente a la crisis de identidad de la política democrática.

De todas maneras, el de sociedad civil resulta ser un concepto que no deja de ser impreciso. Hay que aclararlo entendiendo que está conformada por el conjunto de personas e instituciones que no están revestidas de poder político y son también ajenas a los centros de poder económico, frecuentemente aliados en los hechos.

En ese sentido, no importa si ese poder es el poder político institucional o el que deriva de la capacidad económica de grupos, corporaciones o instituciones, del país, extranjeras o transnacionales; el efecto, aunque en otra escala, es similar al predicado en el contexto estatal.

En suma, la sociedad civil son todos aquellos integrantes de una comunidad cuyos intereses no están alineados ni con el poder político ni con el económico, y por ser ajenos a esas instancias firmemente estructuradas, suelen carecer de organización, lo que los hace vulnerables en extremo.

El remedio –y parece que en ese sentido marcha la humanidad, aunque a veces se antoja que con exasperante lentitud- está en cobrar conciencia de la pertenencia al “corpus” y adquirir el justo sentido de responsabilidad que ello conlleva. He dicho eso antes aquí y por lo tanto he de decir hoy que coincido a plenitud con el comentario de ese inteligente lector.

Excurso: El jueves 30 de septiembre pasó a mejor vida el profesor Jesús Alfonso Arreola Pérez, hombre de bien y de familia, maestro de muchas generaciones, acucioso historiador e infatigable promotor de la cultura y la historia, liberal de pura cepa, comprometido con algunas de las mejores causas a que el ser humano puede dedicar su existencia. Descanse en paz, que bien puede hacerlo porque al final de su camino le corresponde el mayor de los honores: la satisfacción del sembrador que rinde cuentas de un deber cumplido a cabalidad.

La ‘Cultura-Mundo’

El filósofo francés Gilles Lipovetsky ha vuelto a hacer de las suyas, esta vez uniendo de nueva cuenta su pluma –y su reflexión, por supuesto- a la de Jean Serroy, otro escritor francés, comunicólogo y profesor de la Universidad de Grenoble, con quien ya había escrito otro libro, “La Pantalla Global”, acerca de la evolución cinematográfica.

Acaba de salir a la venta en este mes de octubre su libro “La Cultura-Mundo. Una respuesta a una sociedad desorientada”, en el que, frente a una evidente crisis de los modelos tradicionales y al fracaso de la economía para satisfacer las necesidades de todos además de los vaivenes y dislates cometidos de igual manera por la socialdemocracia y el neoliberalismo, se plantea una reforma educativa a fondo, congruente con los tiempos que corren y sus requerimientos, cuyo propósito sea, por fin, eliminar las desigualdades sociales y crear el máximo de posibilidades para todos, es decir, cumplir el imperativo de legitimidad que atañe a las sociedades civilizadas desde siempre.

Recuérdese que han pasado ya varias décadas –por lo menos desde los años 70 del siglo pasado- desde que se fue gestando un movimiento de expansión, más cualitativo que cuantitativo, de la cultura, de esa que significa compartir modos de vida y maneras comunes de enfrentar los desafíos cotidianos –grandes y pequeños- que caracteriza a las comunidades.

La eclosión inmensa del fenómeno económico impidió en un principio la percepción de que otros sistemas, como el político y el cultural, también se estaban mundializando, a mi entender, irreversiblemente.

Este nuevo libro de Lipovetsky y Serroy se divide en cuatro partes: una, que se dedica al tema de la cultura como mundo y mercado; la segunda, al “mundo como imagen y comunicación”, donde se desarrollan algunas tesis expuestas por ambos en el libro conjunto anteriormente publicado al que se hace referencia al principio; la tercera dedicada a la “cultura-mundo” como mito, pero también como desafío, y por último esa misma “cultura-mundo” como expresión de la civilización contemporánea, donde precisamente encuentra lugar la propuesta de que la enseñanza rompa con los estrechos límites que le imponen los cánones tradicionales y se convierta, en cambio, en detonador de esas condiciones más justas y equitativas que son un imperativo de nuestros días y de siempre.

La importancia del libro radica, a mi juicio, en que por fin se empieza a extender una visión de la globalidad como fenómeno integral, fundamentalmente social, y no sólo como una manifestación del expansionismo económico que es natural a los sistemas capitalistas y que tuvo una expresión muy clara durante el renacimiento.

Coincidentemente ocurre el lanzamiento del libro con un momento histórico en el que se ha agudizado una reacción de los sectores conservadores contra un efecto natural del expansionismo que ellos mismos prohijaron y que pretendió ceñirse al abatimiento de obstáculos fronterizos para la circulación de bienes y servicios –financieros, principalmente- pero no respecto de quienes debieron ser los primeros beneficiarios del fenómeno: los seres humanos, sin distinciones y sin discriminación por ninguna causa.

Esos, a los que Ulrich Beck llama “globalistas”, perdieron de vista que la globalización detonada por las nuevas tecnologías de la teleinformática, al expandir horizontes, lo hacían primero para la comunicación entre los seres humanos que, así creaban y recreaban cultura y generaban necesidades de contactos más cercanos y estrechos que los telemáticos.

En ese sentido, bueno es que un autor de la talla de Lipovetsky, al lado de Serroy, se ocupe del tema, porque ello contribuirá a generar la conciencia de que, más pronto que tarde, el progresivo proceso de globalización que experimenta el mundo dará en una ampliación de las libertades y su armonización como derechos fundamentales en el nivel global, a partir de plataformas culturales diversas, pero compatibles. Eso será, a la postre, inevitable.

domingo, 10 de octubre de 2010

Fernando Vallejo: ‘El mundo ya es un infierno’

Acérrimo crítico de la Iglesia y amante de los animales, el escritor que vivió una decadente Colombia explicó, durante su visita a Torreón, su pesimista visión del mundo
Su paraíso no está ni en este mundo ni en otro. El de Dios (“Dios, esa hipótesis”), no existe para él. El de aquí está destruido: “El mundo ya es un infierno”. Y añade: “cada vez más caliente”. Fernando Vallejo, para fines literarios, sólo tiene un paraíso: el de su niñez. Allí recuerda la música, la finca de sus abuelos, el mundo que parecía feliz, la Colombia antes de volverse, con el tiempo, en la vejada nación y teatro de su libro “La Virgen de los Sicarios”. Medellín es “Metrallao” y allí se leen rótulos con la leyenda “Prohibido tirar cadáveres”, florecen balas, suena la estridencia callejera y el español está desairado.

El escenario no es distinto para él en el país que le da hogar. ¿Qué tanto está Colombia, la de violencia por narcotráfico, en el México de ahora? “La veo muy reflejada”.

No le parece una ofensa, como aquí se tomó, el que Hillary Clinton, secretaria de Estado de los Estados Unidos, diga que este país es ahora la Colombia de hace 20 años: “era una observación muy atinada”.

Su argumento: la palabra sicario. “Parece que fuera mía”. Fue el primero en utilizarla en literatura, en su novela “La Virgen de los Sicarios”, escrita en 1993. Era la época en la que mataron a Pablo Escobar, el gran capo de los capos colombianos.

“En México nadie utilizaba esa palabra”. No sabían qué significaba esa expresión colombiana (asesino a sueldo).

Entonces Vallejo midió la colombianización de México contando las veces en que “sicario” aparecía en la prensa escrita. “Ahora es una palabra de uso común en México”.

“Se colombianizó en ese punto: el lenguaje refleja perfectamente la realidad”.

Por la ventana del edificio donde nos recibe, y donde habita un gato, la ciudad de Torreón aparece entre edificios; desde el tercer piso se ve la urbe que han enfocado cámaras por balaceras y desapariciones, donde una fiesta ha terminado en 17 muertes (no hará ni cuatro meses de ello), donde ya no hay antros, donde el periódico es ya un mal augurio a diario. Para él, el narcotráfico no es el problema de estos dos países, sí la superpoblación.

“Esto ha conducido a la desaparición del Estado en donde tendría que estar: controlando el caos”. Pero su desaparición no es completa: “(Está) jodiendo con impuestos, con trabas, con papeleo, con todo tipo de obstáculos que hacen imposible respirar a la sociedad”. Y por esta pérdida, evoca a Medellín, donde aún hoy se paga tarifa a grupos de delincuentes, y no sólo narcotraficantes.

“El narcotráfico es una forma más del hampa”. A estos hombres, mujeres, sicarios, narcos, los define como ignorantes.

Una América en problemas

Autor de 17 libros, diez de ellos novelas, siete que no lo son (estudios de biología, biografía y gramática), cuando llegó hace 40 años a México, no existía el secuestro. Ahora, naturalizado mexicano, y después de escribir aquí desesperadamente esa novela (porque quería sacar lo que tenía adentro, terminar ese ciclo, olvidar esa Colombia) donde el personaje al que puso su nombre se enamora de un sicario o ángel de la muerte, ahora está sumido en el ruido de la calle Ámsterdam de la Ciudad de México. “Colombia está mexicanizada”. “Los altos funcionarios públicos de Colombia eran muy mezquinos pero eran cultos y eran honrados.

Ahora son incultos y ladrones. En eso sí México les ha enseñado mucho” y repite: “mucho”.

He aquí la hermandad de naciones. Para él el mal está hecho y “no tiene remedio”: somos siete mil millones del planeta y el desastre es universal. “Nunca antes había medios de destrucción masiva como son las armas nucleares, virus cibernéticos y biológicos”. De América Latina dice: “dentro de poquito perderá su libertad”. Se está “anglizando”, así perderá lo que tenía: su música, la lengua española.

Estamos perdiendo nuestra personalidad. “Nos están invadiendo las sectas protestantes de los Estados Unidos”, que se unen a “la plaga de la Iglesia católica, que ya veíamos que podía ir de salida”.

Su guerra contra la Iglesia

Él puede hablar contra el cristianismo sin que lo maten o agredan, y es explicable, dice, “porque la América española no tuvo guerras de religión”.

“Tampoco tenemos mayor problema racial, somos una mezcla de indios, blancos con negros, en mayor o menor medida. En Estados Unidos, no”. El problema surgiría si insulta al equipo de la Selección Nacional de futbol, o a la Virgen de Guadalupe. Sonríe.

Su aversión hacia la Iglesia no la oculta, los padres salesianos hicieron su trabajo cuando fue educado de niño, con castigo y represión sexual. En su libro “La Puta de Babilonia” vierte su crítica documentada hacia la Iglesia. Al cardenal Sandoval Íñiguez, arzobispo de Guadalajara, lo adjetiva de “absurdo, despreciable, deleznable”.

Y explica: “dice (Íñiguez) que para él no hay dinero sucio de las limosnas que recibe. Ah, ¿no es dinero sucio el de los narcotraficantes asesinos?”. ¿Por qué su manía de atacar a los homosexuales?, se pregunta. Pide, como muchas veces, su deseo de un debate público con él, con los medios. Y le quita lo de cardenal porque “yo no comparto esas jerarquías”.

¿A cuántos quemó vivos la Inquisición? A varias decenas de miles, cosas que se olvidan fácil. Cita el papel del presidente Benito Juárez, quien quitó los hábitos a monjas, quien —primero en América Latina— separó a la Iglesia del Estado, y quien llegó a querer a los animales. “Que ya es decir mucho”, pues para Vallejo éstos son sus hermanos, sus prójimos. México es el único país donde los presidentes no están invocando el nombre de Dios, “ni siquiera se lo he oído a Calderón”. Todos los demás sí.

No deja de recordar la situación de Chile, sobre los mineros “hundidos en las entrañas de la tierra” hasta la fecha. Días después de la noticia, leyó una declaración del presidente Sebastián Piñera que decía en la que se encomendaba a Dios para salir de ello. “¡Pero qué impudicia!”, sube el tono, “¿Cómo puede decir esto el hombre que es el más rico de Chile?”. Y “como este miserable son todos los granujas que hoy tenemos en América Latina”.

Cansancio por la literatura

La literatura es un tema que le cansa. Los escritores le aburren. Ya ha leído todo lo que tenía que leer, por eso no lo hace desde hace tres años y “veinticinco o más, desde que empecé a escribir, que no leo literatura”. No quiere que le digan nada los demás. “No me gustan los escritores”, ni tiene pasión por ninguno, ni por Cervantes, “aunque a veces hable bien de él”. Su procedimiento de escritura: escribir primero en la cabeza y no terminar hasta terminar.

Por los músicos sí tiene una gran admiración y envidia.

De mexicanos, José Alfredo Jiménez.

Llegó a la conclusión, y a pesar de haber estudiado cine, de que éste es un “lenguaje miserable, insignificante, que no permite captar la realidad, ni al ser humano, es artificioso y está viviendo más de la cuenta, lleva más de diez años de existencia”.

-¿Es usted misántropo?- “No. Pero tengo una pelea casada contra la mayoría de lo bípedos pentadáctilos que se comen y atropellan a los animales”, sonríe.

Vallejo repite que la frase terrible de Sartre, “El infierno son los demás”, será la gran frase de la humanidad. ¿Alguna buena noticia? “Estamos muy cerca del fin”.

EL DATO

El escritor, de forma inusual, aceptó la invitación de dar una cátedra, pues expresa detestar presentarse en público, pero accedió a hacerlo en el Teatro Isauro Martínez para inaugurar la Cátedra Enriqueta Ochoa.

El Ayuntamiento del Torreón fue quien lo invitó, y Vallejo donará el dinero que le den a sociedades protectoras de animales.

Entre sus diez novelas, están “La Virgen de los Sicarios” (1994); “El Río del Tiempo” (1999); “Entre
Fantasmas” (1993); “El Desbarrancadero” (2001), que le dio el Premio Rómulo Gallegos
(2003).

Escribió una gramática en el Fondo de Cultura Económica.

Tiene libros de biografías sobre Porfirio Barba-Jacob y José Asunción Silva.

Además es autor de “La Puta de Babilonia”, que critica a la Iglesia. n Este año publicó “El Don de la Vida”.

EN BÚSQUEDA DEL SER Y DE LA VERDAD PERDIDOS. La tarea actual de la filosofía. 15

XV. PARA UNA DETERMINACION FORMAL DE LA EXPERIENCIA Y LA VERDAD METAFISICAS.
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¿Puede la metafísica fundarse sobre axiomas o afirmaciones primeras cuya verdad no requiera demostración?

Hemos repetido muchas veces que todos los conocimientos que hemos hasta aquí aceptado como (relativamente) objetivos y/o verdaderos, sean ellos de carácter empírico, fenomenológico o racional, no constituyen verdades que podamos reconocer como metafísicas. En sus respectivos niveles son conocimientos constitutivos de las diversas ciencias a que hemos hecho referencia, fundadas cada una sobre distintas experiencias cognitivas que nos ponen ante diferentes tipos de realidades. Fruto relevante del análisis epistemológico de estas experiencias cognitivas y de sus conexiones ha sido la identificación del tipo de realidad a que acceden y del nivel en que se constituyen las distintas ciencias. La experiencia empírica, por la que percibimos la realidad empírica, perfeccionada metódicamente y en conexión a la experiencia racional (lógica, matemática, geométrica y semiológica), funda las llamadas ciencias positivas. La experiencia fenomenológica, por la que captamos intuitivamente la realidad de la conciencia y su mundo fenomenológico, perfeccionada metódicamente y en conexión con la experiencia racional, funda las ciencias fenomenológicas de la conciencia. La experiencia racional, por la que comprendemos la realidad racional y razonamos coherentemente, ampliada y metódicamente perfeccionada por el propio ejercicio racional, funda las ciencias lógicas, matemáticas, geométricas y semiológicas, de las que nos servimos en el desarrollo de todos los demás conocimientos y ciencias.

Junto a todas estas ciencias, en cuanto las pone a ellas mismas y al conocimiento en general como objetos de análisis intentando precisar el nivel de verdad que alcancen, se constituye la ciencia del conocimiento, o ciencia de las ciencias, denominada también epistemología o gnoseología. Es al nivel y en el campo de esta última ciencia que hemos desplegado hasta aquí la reflexión. También las conclusiones a que hicimos referencia como verdades adquiridas por la filosofía moderna son todas ellas de carácter epistemológico, no absolutas ni metafísicas. Son, si se quiere entender así, propias de la filosofía sin ser verdades ontológicas, metafísicas. Más exacto sería decir que la epistemología constituye un saber que es todavía prefilosófico, si por filosofía entendemos la ciencia del ser, una ciencia aún no constituida sobre propios y sólidos fundamentos.

La continuación de esta ciencia epistemológica, que nos ha llevado a asomarnos a la realidad en cuanto realidad, es indispensable para acercarnos todavía más y tal vez acceder a aquella filosofía del ser que buscamos, pues sólo ella en cuanto ciencia del conocimiento podrá identificar las exigencias de aquél conocimiento que podamos reconocer válidamente como metafísico. La búsqueda, pues, no se detiene.

La principal conclusión que obtuvimos de la filosofía moderna y de su crítica a las filosofías anteriores, es que la metafísica o ciencia del ser requiere fundarse sobre una base inconmovible, una verdad absoluta que constituya su principio primero. La razón de ello es que la metafísica pretende identificar intelectualmente el ser en cuanto ser, o sea el ser en sí, independiente o trascendente respecto a cualquier otro conocimiento relativo y subjetivo, y alcanzar sobre dicho ser un conocimiento absolutamente verdadero que genere certeza. Siendo así, la metafísica no puede ser derivada, deducida o inducida a partir de otros saberes, pues sería entonces dependiente de ellos, y en consecuencia no podría tener más consistencia que el de aquellos saberes de los cuales dependa y que ya los sabemos relativos. La metafísica deberá encontrar y establecer sus propios fundamentos y su propio principio, que no pueden ser los objetos empíricos, fenomenológicos ni racionales.

Esto no significa que deba ser la primera ciencia; al contrario y como dejamos anotado, la ciencia del ser podrá tal vez alcanzarse como resultado de un largo proceso de búsqueda, al final de un proceso cognitivo que haya previamente indagado los fundamentos, los orígenes y los alcances de los otros saberes: empíricos, fenomenológicos y racionales. Pero ella, la metafísica, no podrá levantarse sobre estos saberes preliminares y provisorios, aunque pueda servirse y enriquecerse con ellos de variados modos.

Para encontrar este principio o fundamento autónomo de la metafísica es necesario, ante todo, considerar qué pueda entenderse como tal principio o fundamento, y examinar luego si sea posible establecerlo y cómo pueda él determinarse. Lo que al respecto sabemos, es que los principios y fundamentos sobre los que se ha pretendido hasta ahora construir la metafísica se han mostrado inconsistentes e inapropiados, no conducentes al objetivo, incapaces de hacernos acceder al ser. Esta experiencia fallida de la filosofía es, sin embargo, la única pista que tenemos, y conviene examinarla cuidadosamente.

Los filósofos han creído, desde antiguo, que la base de una filosofía del ser y su primer principio, debe ser necesariamente una afirmación primera, que exprese una verdad indudable y que proporcione certeza. Ahora bien, ya sabían los filósofos antiguos, y así lo ha corroborado la crítica epistemológica, que tal afirmación primera no es posible fundamentarla con puros razonamientos, pues éstos suponen otras afirmaciones y conceptos anteriores que se propongan como premisas. Se ha concluido de esto que la afirmación primera no susceptible de duda debe autosostenerse. Se ha dicho entonces que la primera afirmación metafísica debe ser evidente por sí misma, constituyendo lo que se llama un axioma. Axiomas serían, por ejemplo, el principio de identidad (A es A, una cosa es idéntica a sí misma), el principio de causalidad o de razón suficiente (hay una razón por la que cualquier cosa es como es y no de otro modo), o el cogito (pienso, luego existo).

El problema es que estos axiomas son afirmaciones compuestas de conceptos, y los conceptos son abstracciones, sea que hayan sido puestos por la razón misma como objetos lógicos, sea que hayan sido inducidos a partir de la experiencia empírica, sea que hayan sido elucidados fenomenológicamente. No hemos todavía encontrado conceptos que podamos considerar absolutos o trascendentales, que sólo ellos podrían ser la base de una afirmación metafísica primera. Los mencionados axiomas, por muy evidentes que nos parezcan, no pueden ser aquella afirmación primera desde la que parta la metafísica porque ellos, en cuanto constituidos por objetos racionales, empíricos o fenomenológicos, no nos ponen en el ser ni nos hacen acceder por sí mismos a ninguna realidad ontológica.

Para apreciarlo aún más claramente es útil examinar de donde obtienen esos axiomas la evidencia racional con que se presentan y la certeza que proporcionan a la conciencia. En interesante observar que los tres axiomas que mencionamos derivan su evidencia y certeza de distintas fuentes.

El principio de identidad (A es A) se nos hace evidente y cierto porque lógicamente no podemos refutarlo sin caer en contradicción. En este sentido, evidencia y certeza son sinónimos de coherencia racional, esto es, constituyen una experiencia cognitiva racional. Es la misma experiencia de certeza y evidencia que tienen las afirmaciones 2 + 2 son 4, o A y A son 2A, que no nos atreveríamos a negar racionalmente. Los principios de identidad, de no contradicción y de tercero excluido son, en efecto, una lógica elemental, una especie de aritmética simple. Los conceptos y números que empleamos en estos axiomas son objetos racionales. El es y el son de las afirmaciones A es A y 2 y 2 son 4, no hacen referencia alguna a la existencia de lo que se afirma (A, 2, 4) más allá de la razón misma donde estas nociones tienen su sede. Afirmaciones o principios axiomáticos de este tipo no nos ponen por sí mismos en el ámbito del ser en cuanto ser.

El principio de razón suficiente o de causalidad deriva su evidencia y certeza de algo muy distinto, que en último término no es otra cosa que la experiencia cognitiva empírica. Percibimos, en efecto, el encadenamiento de los fenómenos y hechos del mundo físico, químico, biológico, psicológico y social. Nada parece ocurrir en la realidad empírica sin que sea precedido por algo que lo cause o genere, y todo lo que percibimos empíricamente da lugar a otros fenómenos y hechos empíricos. Todo objeto empírico está conectado a otros objetos empíricos y en estas conexiones pensamos identificar la explicación de lo que ocurre en y con ellos. Cada vez que caliento un trozo de metal éste se dilata, de lo cual induzco que la dilatación es causada por el calor. Camino hacia un lugar, y sé que estoy en ese lugar porque caminé hasta allí. Todo lo que ocurre en el mundo empírico tiene su precedente y su consecuente, siendo esta concatenación la que racionalmente asumimos como una relación de causa-efecto que vincula los objetos empíricos entre sí. Nuestros sentidos, inmersos en este mundo empírico e impactados constantemente por él, perciben que cada olor, sonido, color y figura proviene de algo que lo genera. Es tan general y permanente la percepción de esta conexión causal, que nos resulta evidente que hay una causa por la que cualquier cosa es como es. Es esta misma experiencia empírica la que nos hace concebir a todos los objetos empíricos ubicados en el espacio y en el tiempo, porque así los percibimos, aunque no sepamos qué sean el tiempo y el espacio. Cuando Kant sostiene que las nociones de causa y efecto o las de espacio y tiempo serían categorías a priori de la conciencia, lo que hace no es sino expresar que tales conexiones entre los fenómenos son tan generales y permanentes en nuestra percepción, que las asumimos como evidentes. "Evidente" significa, aquí, nada menos pero nada más que permanentemente percibida (y corroborada por el análisis racional de lo percibido), siendo ésto lo que nos lo torna indudable. Pero ya sabemos que desde la experiencia empírica no tenemos acceso al ser en sí.

En cuanto al cogito, la evidencia cartesiana de que pienso y existo es un axioma cuya fuente es la experiencia fenomenológica de la propia conciencia, tal como lo ha elucidado la fenomenología de la conciencia. No puedo dudar de que pienso mientras estoy pensando, ni de que existo mientras tengo la experiencia de que estoy pensando y existiendo. Es ésta una experiencia intuitiva inmediata, que no requiere argumentación ni demostración racional para ser aceptada. Es esta inmediatez de una experiencia intuitiva la que nos proporciona, en este caso, la evidencia y certeza que atribuimos a la afirmación pienso luego existo. El "luego" no expresa, en efecto, el paso de una premisa a una conclusión, como en el silogismo "todo hombre es mortal, Pedro es hombre, luego Pedro es mortal", sino simplemente que las experiencias de pensar y de existir se captan juntas e inmediatamente en nuestra conciencia. El problema es que la intuición inmediata de la autoconciencia es una experiencia eminentemente subjetiva, fenomenológica, que por fuerte que sea la convicción y certeza que genera en el sujeto que la tiene, no permite afirmar como conocimiento absoluta y objetivamente verdadero, que la conciencia sea un ser en sí, un existente independiente del conocimiento del sujeto que la establece como tal realidad fenomenológica.

Que la evidencia y certeza de estos tres tipos de axiomas provenga de la experiencia racional, de la experiencia empírica generalizada y permanente, o de la experiencia fenomenológica inmediata, ¿les quita el carácter de verdades y certezas? Ciertamente no en su respectivo nivel, pues los podemos reconocer como verdades racionales, empíricas y fenomenológicas, respectivamente. Ellas son, en efecto, conocimientos considerados como verdades generales de las ciencias lógica y matemática, de las ciencias empíricas y positivas, y de las ciencias de la conciencia o fenomenología "existencial", consistentemente establecidas en su respectivo nivel. Podemos reconocerlas también como verdades primeras de esas correspondientes ciencias, en cuanto no sean derivadas de otras verdades o demostradas mediante razonamientos, sino puestas por las experiencias cognitivas mismas en que se basan dichas ciencias.

Aún siendo así, cabe señalar que la conciencia humana es tan indagatoria y crítica de las propias experiencias lógica, empírica y fenomenológica, que no deja de someter a ulterior investigación y análisis las mismas verdades que se le presentan como seguras y ciertas. En efecto, la lógica y las matemáticas exigen coherencia entre todos los objetos lógicos que elabora, incluidos los primeros axiomas; las ciencias empíricas someten al rigor de la indagación empírica todos los fenómenos empíricos, y continúan sometiendo a verificación el propio principio de causalidad; la fenomenología no deja de indagar la propia experiencia de la conciencia, y busca constantemente confirmar su propia experiencia primera. Aún más, somete los postulados y afirmaciones de las ciencias empíricas y fenomenológicas a la prueba de la coherencia lógica y matemática, como también somete a verificación empírica y fenomenológica lo que afirma la razón lógica y matemática: no se cansa de verificar la teoría de los números, el cálculo y la geometría, contando objetos, calculando fenómenos, midiendo figuras, del mismo modo que sigue comprobando la corrección del silogismo "todo hombre es mortal, Pedro es hombre, luego Pedro es mortal", cada vez que un hombre efectivamente muere. Y cuando una afirmación cualquiera enmarcada en una ciencia no supera la prueba a que puedan someterla las otras ciencias, niega su verdad o suspende la certeza en ella.

El hecho es que, hasta aquí, los axiomas de estas distintas ciencias han resistido toda prueba a que se las haya sometido, con lo cual ellos adquieren, adicionalmente a su evidencia primera, una segunda confirmación que reafirma su certeza. El conocimiento humano en los planos lógico, empírico y fenomenológico, aún manteniendo el carácter relativo que les asigna la crítica epistemológica, no está pues tan mal o débilmente fundado como suele creerse en el contexto del ethos cultural contemporáneo que describimos al comienzo de esta investigación.

Sin embargo, que los tres tipos de axiomas considerados sean verdades fundamentales y primeras de las ciencias racionales, empíricas y fenomenológicas, que estén basados en las distintas experiencias cognitivas y que tengan ulterior confirmación intelectual metódica, no los califica como verdades primeras y fundamento de la metafísica, pues constituyen conocimientos sobre la realidad en cuanto conocida subjetiva y relativamente, y no sobre el ser en cuanto ser. Pero el haber seguido esta pista nos lleva a una importante conclusión respecto al que pudiera ser el principio y fundamento de la metafísica, a saber, que como toda ciencia, no puede encontrar su fundamento y verdad primera en alguna afirmación empírica, fenomenológica o racionalmente establecida. Lo único que puede ponernos en el campo de la metafísica o ciencia del ser en cuanto ser, es una afirmación sobre el ser en cuanto ser, no subjetiva ni relativa, que pueda afirmarse y sostenerse independientemente del sujeto que la afirma y sostiene. Tal afirmación no podrá referirse a las realidades empíricas, fenomenológicas ni racionales establecidas por las correspondientes experiencias cognitivas, debiendo en cambio referirse a alguna supuesta realidad absoluta, independiente de nuestro conocimiento, a la cual sin embargo podamos acceder mediante algún tipo especial de experiencia cognitiva.

Tal experiencia cognitiva fundante del conocimiento metafísico no puede ser una experiencia cognitiva empírica, fenomenológica ni racional, ni menos alguna en que aquellas se combinen, que las supone y de las cuales derivaría. Una nueva y auténtica ciencia del ser, la metafísica que buscamos, deberá fundarse sobre una experiencia metafísica que proporcione una primera verdad o evidencia metafísica. Sólo después de haberse de este modo establecido, se la podrá formular en una afirmación y someter a las pruebas que quieran hacerle la propia metafísica y las ciencias lógicas, empíricas y fenomenológicas. El análisis epistemológico de los axiomas nos ha enseñado, en efecto, que ponemos confianza en cualquier verdad fundante o primera, que reconozcamos como evidente, por haberla experimentado cognitivamente, y sólo secundariamente por haberla demostrado racionalmente o verificado empírica o fenomenológicamente.

Así, nuestra búsqueda adquiere una dirección precisa. Ella ha de continuar indagando si sea o no posible una tal experiencia metafísica, cómo podría presentarse, y por qué vías podríamos acceder a ella.


La experiencia del ser como fundamento de la ciencia metafísica.

Si sea posible una experiencia del ser en cuanto ser, capaz de proporcionarnos una primera verdad evidente sobre la cual principiar la ciencia metafísica, es algo que ha sido puesto en duda por la filosofía moderna, que lo ha buscado con seriedad y rigor sin alcanzar el objetivo. Podemos, sin embargo, sospechar que lo ha buscado donde no era posible encontrarlo y que por eso ha fracasado.

En efecto, si la experiencia metafísica ha de ser una experiencia del ser en cuanto ser, esto es, del ser absoluto y trascendente (o sea, independiente de todo conocimiento que podamos tener del mismo, anterior y exterior a toda presencia suya en el sujeto), la búsqueda parece mal encaminada cuando se lo pretendió encontrar en los números, las ideas, o el ser en general -como hicieron respectivamente Pitágoras, Platón y Aristóteles en la antiguedad-, o en las cosas percibidas por los sentidos y asumidas como entes sustanciales -como pretendió la filosofía medieval-, o en la conciencia autoconsciente como sujeto individual -como ha pretendido la filosofía moderna-, o en los nombres y palabras -como pretendieron el nominalismo premoderno y cierta postmoderna "ontología del lenguaje" y de la comunicación.

El ser en cuanto ser no puede establecerse ni encontrarse en el número ni en la idea, pues ellos no son sino objetos racionales establecidos por la razón, incapaz de acceder por sí misma a la existencia. Tampoco en el ser en general, porque la consideración del ser como "en general" lo determina inevitablemente como algo abstracto, como un objeto racional o lógico, en cuanto sólo es general lo que es común a muchos, algo que la razón puede encontrar en cada cosa particular y en base a ello formular mediante la abstracción un concepto de amplia extensión y escasa comprensión.

El ser en cuanto ser no es ni puede encontrarse tampoco en el ente sustancial, entendido como el existente singular que radicaría o subyacería oculto en cada objeto o realidad empírica: en cada cosa, piedra, árbol, animal, hombre, astro, átomo, etc., objetos en los cuales pueda suponerse estén contenidos la esencia y la existencia. La razón es que un tal objeto singular, aunque lo reconozcamos como sustancial (algo aún no establecido), no es absoluto ni trascendental y no parece poderse encontrar en él nada de absoluto y trascendental, pues como bien lo ha mostrado la crítica kantiana, los conocemos tal como son para nosotros: percibidos por los sentidos, captados fenomenológicamente por la conciencia, o concebidos por la razón.

El ser en cuanto ser no es tampoco el sujeto individual, la conciencia autoconsciente del hombre, cuya subjetividad y relatividad han sido puestas en evidencia por la fenomenología. Ni tampoco puede ser y encontrarse en los nombres, las palabras o el lenguaje, pues estos no son más que realidades que aparecen en la comunicación racional intersubjetiva, tributaria de la relatividad y subjetividad del conocimiento empírico, fenomenológico y racional.

El ser en cuanto ser, si es, es puro ser, existencia pura sin fisura ni agregado posible, existente absolutamente existente, ser que es desde siempre y por siempre, que no puede haber sido causado desde otro o por otro, y que no puede dejar de ser ni cambiar pues cambiar implicaría en algo dejar de ser, existente absoluto (que de nada depende) y trascendental (que trasciende toda otra realidad), existente en-sí-por-sí-para-sí, independiente del conocimiento humano.

Para referirnos a dicho ser en cuanto ser, que aquí estamos expresando con palabras tomadas de las filosofías pero cuyo contenido exacto y significado último sólo podrían ser determinados por una ciencia metafísica que aún no tenemos, podríamos utilizar también la palabra Dios. Pero a fin de que esta palabra aluda a lo que pretende referirse con ella en el contexto de una búsqueda metafísica, esto es, al ser en cuanto ser, es preciso haberla despojado de todo significado que pudiere determinarlo como género o especie, y de toda comprensión que pretenda aprehenderlo en una idea o concepto, y de toda referencia que lo asimile a lo que la conciencia capta de sí misma, y de toda imagen que le asigne alguna forma corpórea, contenido perceptible, acción, pasión, figura, relación, modo, espacio, tiempo, sentimiento, intención, etc.

Unicamente la experiencia del existente absoluto podría establecer una verdad primera, un axioma metafísico que se afirme fuera de toda duda posible, y que como tal fuera el principio en que se base la ontología o metafísica como ciencia filosófica del ser en cuanto ser, esto es, como conocimiento rigurosamente verdadero que nos proporcione absoluta certeza.

Tal fundamento primero, que proporcionaría evidencia y certeza sobre la verdad del ser en cuanto ser en la misma experiencia cognitiva que lo establezca, sería la base de una ciencia filosófica que necesariamente habría de exponerse mediante conceptos, afirmaciones y razonamientos. En efecto, de igual modo que todas las otras ciencias (empíricas, fenomenológicas y racionales) se constituyen mediante la elaboración racional de las respectivas experiencias cognitivas fundantes, la ciencia metafísica habría de construirse y exponerse racionalmente. La ciencia metafísica sería, pues, la elaboración racional de aquella experiencia metafísica fundante. Y la primera afirmación de dicha supuesta ciencia, en cuanto ciencia del ser en cuanto ser, no podría ser otra que la afirmación de la existencia del ser absoluto o Dios. Porque, ¿qué otra cosa podría afirmarse primero, y suscitar evidencia axiomática sobre un existente absoluto, sino su existencia?

Ahora bien, la experiencia del ser absoluto, en cuanto experiencia cognitiva humana, tendría ocurrencia en la mente o yo psíquico, donde se combinaría tal vez con las experiencias de la conciencia, de la razón y de los sentidos. La conciencia la asumiría fenomenológicamente, la razón pretendería entenderla racionalmente, y los sentidos la excluirían de su campo de percepción. En estas combinaciones cognitivas ella sería siempre parte de una experiencia subjetiva, y la afirmación que establezca como axioma metafísico sería efectuada también por un sujeto cognoscente. El reconocimiento de esto, sin embargo, no implica que necesariamente debamos admitir un carácter relativo a la experiencia metafísica y a la verdad primera y las subsiguientes que sustente. Como vimos, el carácter relativo del conocimiento deriva del hecho que su contenido experiencial y cognitivo lo determina un sujeto cognitivo relativo que conoce una realidad relativa.

Es necesario concluir que una auténtica experiencia metafísica del ser absoluto no podría estar determinada por un sujeto relativo, pues si así fuera, la experiencia en cuestión no sería tal experiencia del ser absoluto. Si se tratare de una auténtica experiencia metafísica del ser absoluto, dado precisamente el carácter absoluto que debiera tener dicha experiencia, fundaría una verdad que no podría ser relativa sino absoluta. En otras palabras, una auténtica experiencia metafísica pondría en la conciencia y en la mente un objeto ontológico absoluto, radicalmente distinto de cualquier objeto lógico, empírico o fenomenológico relativo y subjetivo. La experiencia del ser en cuanto ser no podría estar determinada por la conciencia ni por la razón, sino que se impondría a éstas con verdad y certeza absolutas. Lo cual podría darse, solamente, si tal experiencia llegara a la conciencia y se impusiera a la razón desde fuera de ellas, y trascendiendo al yo psíquico o mente cognoscente. La absolutez de la experiencia en cuestión, y de la consiguiente afirmación primera, habría de llegarle concretamente, desde el propio existente absoluto que llamamos ser o, si se quiere, Dios.

Todo lo que hemos hasta aquí afirmado es, solamente, conocimiento epistemológico, es decir, la identificación de los requisitos que exige la ciencia del conocimiento para establecer la posibilidad de la metafísica como conocimiento ontológico del ser en cuanto ser. No es, obviamente, la afirmación de la mencionada afirmación primera, ni mucho menos la experiencia metafísica en referencia.

Pero hemos dado un paso importante en nuestra búsqueda del ser y de la verdad metafísica. Nuestra indagación epistemológica nos ha conducido a un punto de quiebre respecto a la dirección en que, durante cuatro siglos, la filosofía buscó posesionarse del ser. Hemos, en efecto, concluido que la base de la metafísica no puede ser la experiencia de la autoconciencia del sujeto pensante, porque ésta no nos pone en presencia del ser absoluto, del ser en cuanto ser, sino solamente de una realidad singular determinada como sujeto y objeto de conocimientos. La experiencia "existencial" del sujeto es la experiencia de la conciencia en cuanto sujeto cognoscente; en otros términos, es experiencia y conocimiento del ser humano que somos, en cuanto relativa y subjetivamente consciente y autoconsciente.

Esa fue la "revolución copernicana" efectuada por Descartes, que significó para la filosofía un cambio que tantas veces ha sido comparado con el que produjo en la concepción científica del mundo el descubrimiento de que el sol no gira en torno a la tierra sino ésta alrededor del sol. La filosofía moderna dejó de pensar que el mundo empírico está al centro y que la conciencia humana gira a su alrededor, estableciendo en el centro a la conciencia humana y al mundo empírico en torno suyo. Pero la metafísica no puede construirse sobre el hombre ni sobre el sujeto ni sobre la conciencia, porque el hombre, el sujeto y la conciencia no son seres metafísicos, no son el ser en cuanto ser. Si participemos o no de la entidad metafísica (en el caso de que ésta exista), o si tengamos alguna dimensión metafísica, es algo que solamente podrá concluir la ciencia de la metafísica en su desarrollo, no en su principio. Ahora bien, así como la astrofísica descubrió que el sol no es el centro sino que gira alrededor de un centro distinto que desconoce, así la búsqueda metafísica toma ahora conocimiento de que el sujeto libre y consciente que somos no es el centro del ser, y que tal vez el hombre gire alrededor de un ser absoluto que también desconoce. Este es el quiebre epistemológico y el inicio de la nueva revolución filosófica que implica la postulación de la experiencia del ser absoluto como la única posible base consistente de la metafísica.

Si erró Descartes y los sucesivos intentos metafísicos modernos al pretender que el centro ontológico es la conciencia del hombre, de igual modo y por similares motivos erraron aquellos metafísicos antiguos que pusieron como base y centro de sus ontologías a los objetos empíricos (concebidos como entes y sustancias) o a la realidad racional (las ideas o los números). En este sentido es interesante prestar nuevamente atención a los comienzos de la filosofía.

En los presocráticos, la experiencia fundante es la experiencia empírica del fluir de las cosas y de los hechos. Observando que una cosa viene de otra, que un fenómeno es antecedido por uno anterior, y que cada cosa o fenómeno tiene su origen o principio en otro que lo antecede, se pensó que debiera haber en la realidad un origen primero, un principio de todo, un arjé. Este fue inicialmente postulado como algo presente actualmente en el mundo de las cosas y fenómenos (el agua, el aire, el fuego); luego fue buscado en la estructura íntima de lo que se percibe (las partículas más pequeñas o átomos en que cada cosa puede descomponerse), y después en la estructura matemática, la cantidad o la dimensión de las cosas); finalmente fue hecho coincidir con el fluir mismo de la realidad (el devenir). En la plenitud y la cúspide de esta primera fase de la filosofía parece haber habido, sin embargo, un filósofo que trasciende la experiencia del mundo natural y se aproxima o quizás alcanza la experiencia metafísica.

Parménides, en efecto, habla del ser absoluto con palabras muy similares a las que utilizamos para referirnos al que podemos reconocer como el único posible fundamento de la metafísica: "Es y no es posible que no sea (...) siendo ingénito es también imperecedero, total, único, inconmovible y completo (...) No es que fue ni que será, sino que ahora es, todo junto, uno, continuo. Es necesaro que sea del todo o que no sea. No es divisible, porque es todo homogéneo, ni hay más aquí, ni hay menos, sino que todo está lleno de lo que es. Por tanto, es todo continuo, pues lo que es está en contacto con lo que es. Inamovible. No tiene comienzo ni término (...) idéntico y el mismo, así permanece."

Pero el poema en que Parménides así escribe no fue comprendido por sus seguidores ni por los comentaristas e historiadores de la filosofía, como la expresión metafórica de una experiencia cognitiva metafísica sino como un texto que expone pedagógicamente un argumento racional. De este modo su concepción del ser fue pronto abandonada.

En aquella primera fase de la indagación sobre el mundo natural, fueron elaboradas las primeras ideas y se presentaron en la conciencia los primeros objetos de razón, o sea fue descubierta la realidad racional, lo que permitió la fundación de la aritmética y la geometría, y luego de la lógica racional. Al atribuir realidad ontológica a la recién descubierta realidad racional, Platón formula la famosa teoría del mundo de las Ideas, un mundo ordenado y jerarquizado presidido por la idea de Bien. Esta idea del Bien será posteriormente interpretada por San Agustín como referencia implícita a la idea de Dios; pero en la formulación platónica no parece trascender el orden en que se ponen todas las ideas que conformarían el único mundo verdadero, del cual es su principio y soporte.

Aristóteles dará el paso siguiente, estableciendo primero la lógica silogística y descubriendo con ella el nexo entre la realidad racional y la realidad empírica, y luego formulando la teoría del ser en general que denomina metafísica, con lo cual llega a concebir los objetos empíricos, las cosas o entes, como formas naturales existentes, como esencias sustanciales que, sin embargo se mueven y cambian, lo que a su vez lo conduce lógicamente a la idea de un primer motor inmóvil. También éste será posteriormente interpretado por Santo Tomás de Aquino como referido a Dios, pero en la concepción aristotélica parece más bien un ser inherente al mundo natural, del cual es su principio y soporte.

De ahí en adelante, la idea de Dios, del Bien absoluto, del Ser Perfecto, del Acto Puro, y la afirmación de su existencia, será fundamental para atribuirle consistencia a toda realidad, y verdad y certeza a todo conocimiento. Así en Plotino, así en San Agustín, así en Santo Tomás de Aquino. Así también, importante es reconocerlo, en toda la filosofía moderna. Descartes, en efecto, consciente de la insuficiencia del cogito y de la posibilidad de autoengaño de la conciencia, debe recurrir al argumento de Dios (que no puede engañarnos) para confirmarse en su certeza filosófica. Igualmente Spinoza y Leibniz refuerzan su afirmación de la evidencia de las verdades primeras recurriendo a Dios. El mismo Kant intenta reforzar las categorías a priori recurriendo a la categoría trascendental de Dios. Hegel lo pondrá en el horizonte de la fenomenología de la conciencia, como espíritu absoluto que "soporta" toda su construcción filosófica. Entre los filósofos existencialistas y fenomenológicos el recurso a Dios para darle consistencia al pensamiento está también presente. En Kierkegaard aparece como motivo y razón fundamental de la afirmación de la experiencia existencial de la libertad. En Nietzche aparece en cambio la negación de Dios como requisito de dicha libertad; pero en tal negación no podemos sino reconocer de algún modo dialéctico su presencia necesaria. En Husserl y en Heidegeer, la referencia no es así explícita como afirmación ni como negación, pero Dios está presente como horizonte que proporciona credibilidad al proyecto de la ciencia ontológica en la que cree. Ello es lo que expresa de modo explícito el existencialista cristiano Gabriel Marcel. Sólo en Sartre Dios desaparece del todo, y la consecuencia no es otra que la negación absoluta de la posibilidad de verdades y la disolución del sujeto junto con el ser, en la nada.

Todo este recurrir implícito o explícito a Dios, que los filósofos han puesto como complemento de sus distintas búsquedas de la verdad, no hace más que corroborar que la metafísica del ser en cuanto ser es una ciencia necesaria para sostener la verdad y la certeza del conocimiento sobre bases que sean absolutamente firmes y seguras. Sólo la experiencia cognitiva que conduzca a la afirmación de la existencia del ser absoluto o Dios como verdad absoluta, podría dar a la conciencia y a la razón críticas la confianza de que pueden acceder a la verdad del conocimiento. Esta es, un poco abruptamente afirmada, la conclusión de nuestra búsqueda e indagación epistemológica. Pero otra cosa, y muy distinta, es la afirmación metafísica de que Dios, el ser absoluto que ha de ser también verdad absoluta, realmente exista.

Acceder a aquella experiencia cognitiva y a tal afirmación primera sería, pues, la tarea actual de la filosofía. Tarea que, si bien en sí misma no ha de ser ya epistemológica sino metafísica, parece necesario anteceder de una exploración todavía epistemológica que nos permita comprender con precisión y rigor lo que buscamos y las condiciones en las cuales sería tal vez posible encontrarlo.E