domingo, 10 de octubre de 2010

EN BÚSQUEDA DEL SER Y DE LA VERDAD PERDIDOS. La tarea actual de la filosofía. 15

XV. PARA UNA DETERMINACION FORMAL DE LA EXPERIENCIA Y LA VERDAD METAFISICAS.
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¿Puede la metafísica fundarse sobre axiomas o afirmaciones primeras cuya verdad no requiera demostración?

Hemos repetido muchas veces que todos los conocimientos que hemos hasta aquí aceptado como (relativamente) objetivos y/o verdaderos, sean ellos de carácter empírico, fenomenológico o racional, no constituyen verdades que podamos reconocer como metafísicas. En sus respectivos niveles son conocimientos constitutivos de las diversas ciencias a que hemos hecho referencia, fundadas cada una sobre distintas experiencias cognitivas que nos ponen ante diferentes tipos de realidades. Fruto relevante del análisis epistemológico de estas experiencias cognitivas y de sus conexiones ha sido la identificación del tipo de realidad a que acceden y del nivel en que se constituyen las distintas ciencias. La experiencia empírica, por la que percibimos la realidad empírica, perfeccionada metódicamente y en conexión a la experiencia racional (lógica, matemática, geométrica y semiológica), funda las llamadas ciencias positivas. La experiencia fenomenológica, por la que captamos intuitivamente la realidad de la conciencia y su mundo fenomenológico, perfeccionada metódicamente y en conexión con la experiencia racional, funda las ciencias fenomenológicas de la conciencia. La experiencia racional, por la que comprendemos la realidad racional y razonamos coherentemente, ampliada y metódicamente perfeccionada por el propio ejercicio racional, funda las ciencias lógicas, matemáticas, geométricas y semiológicas, de las que nos servimos en el desarrollo de todos los demás conocimientos y ciencias.

Junto a todas estas ciencias, en cuanto las pone a ellas mismas y al conocimiento en general como objetos de análisis intentando precisar el nivel de verdad que alcancen, se constituye la ciencia del conocimiento, o ciencia de las ciencias, denominada también epistemología o gnoseología. Es al nivel y en el campo de esta última ciencia que hemos desplegado hasta aquí la reflexión. También las conclusiones a que hicimos referencia como verdades adquiridas por la filosofía moderna son todas ellas de carácter epistemológico, no absolutas ni metafísicas. Son, si se quiere entender así, propias de la filosofía sin ser verdades ontológicas, metafísicas. Más exacto sería decir que la epistemología constituye un saber que es todavía prefilosófico, si por filosofía entendemos la ciencia del ser, una ciencia aún no constituida sobre propios y sólidos fundamentos.

La continuación de esta ciencia epistemológica, que nos ha llevado a asomarnos a la realidad en cuanto realidad, es indispensable para acercarnos todavía más y tal vez acceder a aquella filosofía del ser que buscamos, pues sólo ella en cuanto ciencia del conocimiento podrá identificar las exigencias de aquél conocimiento que podamos reconocer válidamente como metafísico. La búsqueda, pues, no se detiene.

La principal conclusión que obtuvimos de la filosofía moderna y de su crítica a las filosofías anteriores, es que la metafísica o ciencia del ser requiere fundarse sobre una base inconmovible, una verdad absoluta que constituya su principio primero. La razón de ello es que la metafísica pretende identificar intelectualmente el ser en cuanto ser, o sea el ser en sí, independiente o trascendente respecto a cualquier otro conocimiento relativo y subjetivo, y alcanzar sobre dicho ser un conocimiento absolutamente verdadero que genere certeza. Siendo así, la metafísica no puede ser derivada, deducida o inducida a partir de otros saberes, pues sería entonces dependiente de ellos, y en consecuencia no podría tener más consistencia que el de aquellos saberes de los cuales dependa y que ya los sabemos relativos. La metafísica deberá encontrar y establecer sus propios fundamentos y su propio principio, que no pueden ser los objetos empíricos, fenomenológicos ni racionales.

Esto no significa que deba ser la primera ciencia; al contrario y como dejamos anotado, la ciencia del ser podrá tal vez alcanzarse como resultado de un largo proceso de búsqueda, al final de un proceso cognitivo que haya previamente indagado los fundamentos, los orígenes y los alcances de los otros saberes: empíricos, fenomenológicos y racionales. Pero ella, la metafísica, no podrá levantarse sobre estos saberes preliminares y provisorios, aunque pueda servirse y enriquecerse con ellos de variados modos.

Para encontrar este principio o fundamento autónomo de la metafísica es necesario, ante todo, considerar qué pueda entenderse como tal principio o fundamento, y examinar luego si sea posible establecerlo y cómo pueda él determinarse. Lo que al respecto sabemos, es que los principios y fundamentos sobre los que se ha pretendido hasta ahora construir la metafísica se han mostrado inconsistentes e inapropiados, no conducentes al objetivo, incapaces de hacernos acceder al ser. Esta experiencia fallida de la filosofía es, sin embargo, la única pista que tenemos, y conviene examinarla cuidadosamente.

Los filósofos han creído, desde antiguo, que la base de una filosofía del ser y su primer principio, debe ser necesariamente una afirmación primera, que exprese una verdad indudable y que proporcione certeza. Ahora bien, ya sabían los filósofos antiguos, y así lo ha corroborado la crítica epistemológica, que tal afirmación primera no es posible fundamentarla con puros razonamientos, pues éstos suponen otras afirmaciones y conceptos anteriores que se propongan como premisas. Se ha concluido de esto que la afirmación primera no susceptible de duda debe autosostenerse. Se ha dicho entonces que la primera afirmación metafísica debe ser evidente por sí misma, constituyendo lo que se llama un axioma. Axiomas serían, por ejemplo, el principio de identidad (A es A, una cosa es idéntica a sí misma), el principio de causalidad o de razón suficiente (hay una razón por la que cualquier cosa es como es y no de otro modo), o el cogito (pienso, luego existo).

El problema es que estos axiomas son afirmaciones compuestas de conceptos, y los conceptos son abstracciones, sea que hayan sido puestos por la razón misma como objetos lógicos, sea que hayan sido inducidos a partir de la experiencia empírica, sea que hayan sido elucidados fenomenológicamente. No hemos todavía encontrado conceptos que podamos considerar absolutos o trascendentales, que sólo ellos podrían ser la base de una afirmación metafísica primera. Los mencionados axiomas, por muy evidentes que nos parezcan, no pueden ser aquella afirmación primera desde la que parta la metafísica porque ellos, en cuanto constituidos por objetos racionales, empíricos o fenomenológicos, no nos ponen en el ser ni nos hacen acceder por sí mismos a ninguna realidad ontológica.

Para apreciarlo aún más claramente es útil examinar de donde obtienen esos axiomas la evidencia racional con que se presentan y la certeza que proporcionan a la conciencia. En interesante observar que los tres axiomas que mencionamos derivan su evidencia y certeza de distintas fuentes.

El principio de identidad (A es A) se nos hace evidente y cierto porque lógicamente no podemos refutarlo sin caer en contradicción. En este sentido, evidencia y certeza son sinónimos de coherencia racional, esto es, constituyen una experiencia cognitiva racional. Es la misma experiencia de certeza y evidencia que tienen las afirmaciones 2 + 2 son 4, o A y A son 2A, que no nos atreveríamos a negar racionalmente. Los principios de identidad, de no contradicción y de tercero excluido son, en efecto, una lógica elemental, una especie de aritmética simple. Los conceptos y números que empleamos en estos axiomas son objetos racionales. El es y el son de las afirmaciones A es A y 2 y 2 son 4, no hacen referencia alguna a la existencia de lo que se afirma (A, 2, 4) más allá de la razón misma donde estas nociones tienen su sede. Afirmaciones o principios axiomáticos de este tipo no nos ponen por sí mismos en el ámbito del ser en cuanto ser.

El principio de razón suficiente o de causalidad deriva su evidencia y certeza de algo muy distinto, que en último término no es otra cosa que la experiencia cognitiva empírica. Percibimos, en efecto, el encadenamiento de los fenómenos y hechos del mundo físico, químico, biológico, psicológico y social. Nada parece ocurrir en la realidad empírica sin que sea precedido por algo que lo cause o genere, y todo lo que percibimos empíricamente da lugar a otros fenómenos y hechos empíricos. Todo objeto empírico está conectado a otros objetos empíricos y en estas conexiones pensamos identificar la explicación de lo que ocurre en y con ellos. Cada vez que caliento un trozo de metal éste se dilata, de lo cual induzco que la dilatación es causada por el calor. Camino hacia un lugar, y sé que estoy en ese lugar porque caminé hasta allí. Todo lo que ocurre en el mundo empírico tiene su precedente y su consecuente, siendo esta concatenación la que racionalmente asumimos como una relación de causa-efecto que vincula los objetos empíricos entre sí. Nuestros sentidos, inmersos en este mundo empírico e impactados constantemente por él, perciben que cada olor, sonido, color y figura proviene de algo que lo genera. Es tan general y permanente la percepción de esta conexión causal, que nos resulta evidente que hay una causa por la que cualquier cosa es como es. Es esta misma experiencia empírica la que nos hace concebir a todos los objetos empíricos ubicados en el espacio y en el tiempo, porque así los percibimos, aunque no sepamos qué sean el tiempo y el espacio. Cuando Kant sostiene que las nociones de causa y efecto o las de espacio y tiempo serían categorías a priori de la conciencia, lo que hace no es sino expresar que tales conexiones entre los fenómenos son tan generales y permanentes en nuestra percepción, que las asumimos como evidentes. "Evidente" significa, aquí, nada menos pero nada más que permanentemente percibida (y corroborada por el análisis racional de lo percibido), siendo ésto lo que nos lo torna indudable. Pero ya sabemos que desde la experiencia empírica no tenemos acceso al ser en sí.

En cuanto al cogito, la evidencia cartesiana de que pienso y existo es un axioma cuya fuente es la experiencia fenomenológica de la propia conciencia, tal como lo ha elucidado la fenomenología de la conciencia. No puedo dudar de que pienso mientras estoy pensando, ni de que existo mientras tengo la experiencia de que estoy pensando y existiendo. Es ésta una experiencia intuitiva inmediata, que no requiere argumentación ni demostración racional para ser aceptada. Es esta inmediatez de una experiencia intuitiva la que nos proporciona, en este caso, la evidencia y certeza que atribuimos a la afirmación pienso luego existo. El "luego" no expresa, en efecto, el paso de una premisa a una conclusión, como en el silogismo "todo hombre es mortal, Pedro es hombre, luego Pedro es mortal", sino simplemente que las experiencias de pensar y de existir se captan juntas e inmediatamente en nuestra conciencia. El problema es que la intuición inmediata de la autoconciencia es una experiencia eminentemente subjetiva, fenomenológica, que por fuerte que sea la convicción y certeza que genera en el sujeto que la tiene, no permite afirmar como conocimiento absoluta y objetivamente verdadero, que la conciencia sea un ser en sí, un existente independiente del conocimiento del sujeto que la establece como tal realidad fenomenológica.

Que la evidencia y certeza de estos tres tipos de axiomas provenga de la experiencia racional, de la experiencia empírica generalizada y permanente, o de la experiencia fenomenológica inmediata, ¿les quita el carácter de verdades y certezas? Ciertamente no en su respectivo nivel, pues los podemos reconocer como verdades racionales, empíricas y fenomenológicas, respectivamente. Ellas son, en efecto, conocimientos considerados como verdades generales de las ciencias lógica y matemática, de las ciencias empíricas y positivas, y de las ciencias de la conciencia o fenomenología "existencial", consistentemente establecidas en su respectivo nivel. Podemos reconocerlas también como verdades primeras de esas correspondientes ciencias, en cuanto no sean derivadas de otras verdades o demostradas mediante razonamientos, sino puestas por las experiencias cognitivas mismas en que se basan dichas ciencias.

Aún siendo así, cabe señalar que la conciencia humana es tan indagatoria y crítica de las propias experiencias lógica, empírica y fenomenológica, que no deja de someter a ulterior investigación y análisis las mismas verdades que se le presentan como seguras y ciertas. En efecto, la lógica y las matemáticas exigen coherencia entre todos los objetos lógicos que elabora, incluidos los primeros axiomas; las ciencias empíricas someten al rigor de la indagación empírica todos los fenómenos empíricos, y continúan sometiendo a verificación el propio principio de causalidad; la fenomenología no deja de indagar la propia experiencia de la conciencia, y busca constantemente confirmar su propia experiencia primera. Aún más, somete los postulados y afirmaciones de las ciencias empíricas y fenomenológicas a la prueba de la coherencia lógica y matemática, como también somete a verificación empírica y fenomenológica lo que afirma la razón lógica y matemática: no se cansa de verificar la teoría de los números, el cálculo y la geometría, contando objetos, calculando fenómenos, midiendo figuras, del mismo modo que sigue comprobando la corrección del silogismo "todo hombre es mortal, Pedro es hombre, luego Pedro es mortal", cada vez que un hombre efectivamente muere. Y cuando una afirmación cualquiera enmarcada en una ciencia no supera la prueba a que puedan someterla las otras ciencias, niega su verdad o suspende la certeza en ella.

El hecho es que, hasta aquí, los axiomas de estas distintas ciencias han resistido toda prueba a que se las haya sometido, con lo cual ellos adquieren, adicionalmente a su evidencia primera, una segunda confirmación que reafirma su certeza. El conocimiento humano en los planos lógico, empírico y fenomenológico, aún manteniendo el carácter relativo que les asigna la crítica epistemológica, no está pues tan mal o débilmente fundado como suele creerse en el contexto del ethos cultural contemporáneo que describimos al comienzo de esta investigación.

Sin embargo, que los tres tipos de axiomas considerados sean verdades fundamentales y primeras de las ciencias racionales, empíricas y fenomenológicas, que estén basados en las distintas experiencias cognitivas y que tengan ulterior confirmación intelectual metódica, no los califica como verdades primeras y fundamento de la metafísica, pues constituyen conocimientos sobre la realidad en cuanto conocida subjetiva y relativamente, y no sobre el ser en cuanto ser. Pero el haber seguido esta pista nos lleva a una importante conclusión respecto al que pudiera ser el principio y fundamento de la metafísica, a saber, que como toda ciencia, no puede encontrar su fundamento y verdad primera en alguna afirmación empírica, fenomenológica o racionalmente establecida. Lo único que puede ponernos en el campo de la metafísica o ciencia del ser en cuanto ser, es una afirmación sobre el ser en cuanto ser, no subjetiva ni relativa, que pueda afirmarse y sostenerse independientemente del sujeto que la afirma y sostiene. Tal afirmación no podrá referirse a las realidades empíricas, fenomenológicas ni racionales establecidas por las correspondientes experiencias cognitivas, debiendo en cambio referirse a alguna supuesta realidad absoluta, independiente de nuestro conocimiento, a la cual sin embargo podamos acceder mediante algún tipo especial de experiencia cognitiva.

Tal experiencia cognitiva fundante del conocimiento metafísico no puede ser una experiencia cognitiva empírica, fenomenológica ni racional, ni menos alguna en que aquellas se combinen, que las supone y de las cuales derivaría. Una nueva y auténtica ciencia del ser, la metafísica que buscamos, deberá fundarse sobre una experiencia metafísica que proporcione una primera verdad o evidencia metafísica. Sólo después de haberse de este modo establecido, se la podrá formular en una afirmación y someter a las pruebas que quieran hacerle la propia metafísica y las ciencias lógicas, empíricas y fenomenológicas. El análisis epistemológico de los axiomas nos ha enseñado, en efecto, que ponemos confianza en cualquier verdad fundante o primera, que reconozcamos como evidente, por haberla experimentado cognitivamente, y sólo secundariamente por haberla demostrado racionalmente o verificado empírica o fenomenológicamente.

Así, nuestra búsqueda adquiere una dirección precisa. Ella ha de continuar indagando si sea o no posible una tal experiencia metafísica, cómo podría presentarse, y por qué vías podríamos acceder a ella.


La experiencia del ser como fundamento de la ciencia metafísica.

Si sea posible una experiencia del ser en cuanto ser, capaz de proporcionarnos una primera verdad evidente sobre la cual principiar la ciencia metafísica, es algo que ha sido puesto en duda por la filosofía moderna, que lo ha buscado con seriedad y rigor sin alcanzar el objetivo. Podemos, sin embargo, sospechar que lo ha buscado donde no era posible encontrarlo y que por eso ha fracasado.

En efecto, si la experiencia metafísica ha de ser una experiencia del ser en cuanto ser, esto es, del ser absoluto y trascendente (o sea, independiente de todo conocimiento que podamos tener del mismo, anterior y exterior a toda presencia suya en el sujeto), la búsqueda parece mal encaminada cuando se lo pretendió encontrar en los números, las ideas, o el ser en general -como hicieron respectivamente Pitágoras, Platón y Aristóteles en la antiguedad-, o en las cosas percibidas por los sentidos y asumidas como entes sustanciales -como pretendió la filosofía medieval-, o en la conciencia autoconsciente como sujeto individual -como ha pretendido la filosofía moderna-, o en los nombres y palabras -como pretendieron el nominalismo premoderno y cierta postmoderna "ontología del lenguaje" y de la comunicación.

El ser en cuanto ser no puede establecerse ni encontrarse en el número ni en la idea, pues ellos no son sino objetos racionales establecidos por la razón, incapaz de acceder por sí misma a la existencia. Tampoco en el ser en general, porque la consideración del ser como "en general" lo determina inevitablemente como algo abstracto, como un objeto racional o lógico, en cuanto sólo es general lo que es común a muchos, algo que la razón puede encontrar en cada cosa particular y en base a ello formular mediante la abstracción un concepto de amplia extensión y escasa comprensión.

El ser en cuanto ser no es ni puede encontrarse tampoco en el ente sustancial, entendido como el existente singular que radicaría o subyacería oculto en cada objeto o realidad empírica: en cada cosa, piedra, árbol, animal, hombre, astro, átomo, etc., objetos en los cuales pueda suponerse estén contenidos la esencia y la existencia. La razón es que un tal objeto singular, aunque lo reconozcamos como sustancial (algo aún no establecido), no es absoluto ni trascendental y no parece poderse encontrar en él nada de absoluto y trascendental, pues como bien lo ha mostrado la crítica kantiana, los conocemos tal como son para nosotros: percibidos por los sentidos, captados fenomenológicamente por la conciencia, o concebidos por la razón.

El ser en cuanto ser no es tampoco el sujeto individual, la conciencia autoconsciente del hombre, cuya subjetividad y relatividad han sido puestas en evidencia por la fenomenología. Ni tampoco puede ser y encontrarse en los nombres, las palabras o el lenguaje, pues estos no son más que realidades que aparecen en la comunicación racional intersubjetiva, tributaria de la relatividad y subjetividad del conocimiento empírico, fenomenológico y racional.

El ser en cuanto ser, si es, es puro ser, existencia pura sin fisura ni agregado posible, existente absolutamente existente, ser que es desde siempre y por siempre, que no puede haber sido causado desde otro o por otro, y que no puede dejar de ser ni cambiar pues cambiar implicaría en algo dejar de ser, existente absoluto (que de nada depende) y trascendental (que trasciende toda otra realidad), existente en-sí-por-sí-para-sí, independiente del conocimiento humano.

Para referirnos a dicho ser en cuanto ser, que aquí estamos expresando con palabras tomadas de las filosofías pero cuyo contenido exacto y significado último sólo podrían ser determinados por una ciencia metafísica que aún no tenemos, podríamos utilizar también la palabra Dios. Pero a fin de que esta palabra aluda a lo que pretende referirse con ella en el contexto de una búsqueda metafísica, esto es, al ser en cuanto ser, es preciso haberla despojado de todo significado que pudiere determinarlo como género o especie, y de toda comprensión que pretenda aprehenderlo en una idea o concepto, y de toda referencia que lo asimile a lo que la conciencia capta de sí misma, y de toda imagen que le asigne alguna forma corpórea, contenido perceptible, acción, pasión, figura, relación, modo, espacio, tiempo, sentimiento, intención, etc.

Unicamente la experiencia del existente absoluto podría establecer una verdad primera, un axioma metafísico que se afirme fuera de toda duda posible, y que como tal fuera el principio en que se base la ontología o metafísica como ciencia filosófica del ser en cuanto ser, esto es, como conocimiento rigurosamente verdadero que nos proporcione absoluta certeza.

Tal fundamento primero, que proporcionaría evidencia y certeza sobre la verdad del ser en cuanto ser en la misma experiencia cognitiva que lo establezca, sería la base de una ciencia filosófica que necesariamente habría de exponerse mediante conceptos, afirmaciones y razonamientos. En efecto, de igual modo que todas las otras ciencias (empíricas, fenomenológicas y racionales) se constituyen mediante la elaboración racional de las respectivas experiencias cognitivas fundantes, la ciencia metafísica habría de construirse y exponerse racionalmente. La ciencia metafísica sería, pues, la elaboración racional de aquella experiencia metafísica fundante. Y la primera afirmación de dicha supuesta ciencia, en cuanto ciencia del ser en cuanto ser, no podría ser otra que la afirmación de la existencia del ser absoluto o Dios. Porque, ¿qué otra cosa podría afirmarse primero, y suscitar evidencia axiomática sobre un existente absoluto, sino su existencia?

Ahora bien, la experiencia del ser absoluto, en cuanto experiencia cognitiva humana, tendría ocurrencia en la mente o yo psíquico, donde se combinaría tal vez con las experiencias de la conciencia, de la razón y de los sentidos. La conciencia la asumiría fenomenológicamente, la razón pretendería entenderla racionalmente, y los sentidos la excluirían de su campo de percepción. En estas combinaciones cognitivas ella sería siempre parte de una experiencia subjetiva, y la afirmación que establezca como axioma metafísico sería efectuada también por un sujeto cognoscente. El reconocimiento de esto, sin embargo, no implica que necesariamente debamos admitir un carácter relativo a la experiencia metafísica y a la verdad primera y las subsiguientes que sustente. Como vimos, el carácter relativo del conocimiento deriva del hecho que su contenido experiencial y cognitivo lo determina un sujeto cognitivo relativo que conoce una realidad relativa.

Es necesario concluir que una auténtica experiencia metafísica del ser absoluto no podría estar determinada por un sujeto relativo, pues si así fuera, la experiencia en cuestión no sería tal experiencia del ser absoluto. Si se tratare de una auténtica experiencia metafísica del ser absoluto, dado precisamente el carácter absoluto que debiera tener dicha experiencia, fundaría una verdad que no podría ser relativa sino absoluta. En otras palabras, una auténtica experiencia metafísica pondría en la conciencia y en la mente un objeto ontológico absoluto, radicalmente distinto de cualquier objeto lógico, empírico o fenomenológico relativo y subjetivo. La experiencia del ser en cuanto ser no podría estar determinada por la conciencia ni por la razón, sino que se impondría a éstas con verdad y certeza absolutas. Lo cual podría darse, solamente, si tal experiencia llegara a la conciencia y se impusiera a la razón desde fuera de ellas, y trascendiendo al yo psíquico o mente cognoscente. La absolutez de la experiencia en cuestión, y de la consiguiente afirmación primera, habría de llegarle concretamente, desde el propio existente absoluto que llamamos ser o, si se quiere, Dios.

Todo lo que hemos hasta aquí afirmado es, solamente, conocimiento epistemológico, es decir, la identificación de los requisitos que exige la ciencia del conocimiento para establecer la posibilidad de la metafísica como conocimiento ontológico del ser en cuanto ser. No es, obviamente, la afirmación de la mencionada afirmación primera, ni mucho menos la experiencia metafísica en referencia.

Pero hemos dado un paso importante en nuestra búsqueda del ser y de la verdad metafísica. Nuestra indagación epistemológica nos ha conducido a un punto de quiebre respecto a la dirección en que, durante cuatro siglos, la filosofía buscó posesionarse del ser. Hemos, en efecto, concluido que la base de la metafísica no puede ser la experiencia de la autoconciencia del sujeto pensante, porque ésta no nos pone en presencia del ser absoluto, del ser en cuanto ser, sino solamente de una realidad singular determinada como sujeto y objeto de conocimientos. La experiencia "existencial" del sujeto es la experiencia de la conciencia en cuanto sujeto cognoscente; en otros términos, es experiencia y conocimiento del ser humano que somos, en cuanto relativa y subjetivamente consciente y autoconsciente.

Esa fue la "revolución copernicana" efectuada por Descartes, que significó para la filosofía un cambio que tantas veces ha sido comparado con el que produjo en la concepción científica del mundo el descubrimiento de que el sol no gira en torno a la tierra sino ésta alrededor del sol. La filosofía moderna dejó de pensar que el mundo empírico está al centro y que la conciencia humana gira a su alrededor, estableciendo en el centro a la conciencia humana y al mundo empírico en torno suyo. Pero la metafísica no puede construirse sobre el hombre ni sobre el sujeto ni sobre la conciencia, porque el hombre, el sujeto y la conciencia no son seres metafísicos, no son el ser en cuanto ser. Si participemos o no de la entidad metafísica (en el caso de que ésta exista), o si tengamos alguna dimensión metafísica, es algo que solamente podrá concluir la ciencia de la metafísica en su desarrollo, no en su principio. Ahora bien, así como la astrofísica descubrió que el sol no es el centro sino que gira alrededor de un centro distinto que desconoce, así la búsqueda metafísica toma ahora conocimiento de que el sujeto libre y consciente que somos no es el centro del ser, y que tal vez el hombre gire alrededor de un ser absoluto que también desconoce. Este es el quiebre epistemológico y el inicio de la nueva revolución filosófica que implica la postulación de la experiencia del ser absoluto como la única posible base consistente de la metafísica.

Si erró Descartes y los sucesivos intentos metafísicos modernos al pretender que el centro ontológico es la conciencia del hombre, de igual modo y por similares motivos erraron aquellos metafísicos antiguos que pusieron como base y centro de sus ontologías a los objetos empíricos (concebidos como entes y sustancias) o a la realidad racional (las ideas o los números). En este sentido es interesante prestar nuevamente atención a los comienzos de la filosofía.

En los presocráticos, la experiencia fundante es la experiencia empírica del fluir de las cosas y de los hechos. Observando que una cosa viene de otra, que un fenómeno es antecedido por uno anterior, y que cada cosa o fenómeno tiene su origen o principio en otro que lo antecede, se pensó que debiera haber en la realidad un origen primero, un principio de todo, un arjé. Este fue inicialmente postulado como algo presente actualmente en el mundo de las cosas y fenómenos (el agua, el aire, el fuego); luego fue buscado en la estructura íntima de lo que se percibe (las partículas más pequeñas o átomos en que cada cosa puede descomponerse), y después en la estructura matemática, la cantidad o la dimensión de las cosas); finalmente fue hecho coincidir con el fluir mismo de la realidad (el devenir). En la plenitud y la cúspide de esta primera fase de la filosofía parece haber habido, sin embargo, un filósofo que trasciende la experiencia del mundo natural y se aproxima o quizás alcanza la experiencia metafísica.

Parménides, en efecto, habla del ser absoluto con palabras muy similares a las que utilizamos para referirnos al que podemos reconocer como el único posible fundamento de la metafísica: "Es y no es posible que no sea (...) siendo ingénito es también imperecedero, total, único, inconmovible y completo (...) No es que fue ni que será, sino que ahora es, todo junto, uno, continuo. Es necesaro que sea del todo o que no sea. No es divisible, porque es todo homogéneo, ni hay más aquí, ni hay menos, sino que todo está lleno de lo que es. Por tanto, es todo continuo, pues lo que es está en contacto con lo que es. Inamovible. No tiene comienzo ni término (...) idéntico y el mismo, así permanece."

Pero el poema en que Parménides así escribe no fue comprendido por sus seguidores ni por los comentaristas e historiadores de la filosofía, como la expresión metafórica de una experiencia cognitiva metafísica sino como un texto que expone pedagógicamente un argumento racional. De este modo su concepción del ser fue pronto abandonada.

En aquella primera fase de la indagación sobre el mundo natural, fueron elaboradas las primeras ideas y se presentaron en la conciencia los primeros objetos de razón, o sea fue descubierta la realidad racional, lo que permitió la fundación de la aritmética y la geometría, y luego de la lógica racional. Al atribuir realidad ontológica a la recién descubierta realidad racional, Platón formula la famosa teoría del mundo de las Ideas, un mundo ordenado y jerarquizado presidido por la idea de Bien. Esta idea del Bien será posteriormente interpretada por San Agustín como referencia implícita a la idea de Dios; pero en la formulación platónica no parece trascender el orden en que se ponen todas las ideas que conformarían el único mundo verdadero, del cual es su principio y soporte.

Aristóteles dará el paso siguiente, estableciendo primero la lógica silogística y descubriendo con ella el nexo entre la realidad racional y la realidad empírica, y luego formulando la teoría del ser en general que denomina metafísica, con lo cual llega a concebir los objetos empíricos, las cosas o entes, como formas naturales existentes, como esencias sustanciales que, sin embargo se mueven y cambian, lo que a su vez lo conduce lógicamente a la idea de un primer motor inmóvil. También éste será posteriormente interpretado por Santo Tomás de Aquino como referido a Dios, pero en la concepción aristotélica parece más bien un ser inherente al mundo natural, del cual es su principio y soporte.

De ahí en adelante, la idea de Dios, del Bien absoluto, del Ser Perfecto, del Acto Puro, y la afirmación de su existencia, será fundamental para atribuirle consistencia a toda realidad, y verdad y certeza a todo conocimiento. Así en Plotino, así en San Agustín, así en Santo Tomás de Aquino. Así también, importante es reconocerlo, en toda la filosofía moderna. Descartes, en efecto, consciente de la insuficiencia del cogito y de la posibilidad de autoengaño de la conciencia, debe recurrir al argumento de Dios (que no puede engañarnos) para confirmarse en su certeza filosófica. Igualmente Spinoza y Leibniz refuerzan su afirmación de la evidencia de las verdades primeras recurriendo a Dios. El mismo Kant intenta reforzar las categorías a priori recurriendo a la categoría trascendental de Dios. Hegel lo pondrá en el horizonte de la fenomenología de la conciencia, como espíritu absoluto que "soporta" toda su construcción filosófica. Entre los filósofos existencialistas y fenomenológicos el recurso a Dios para darle consistencia al pensamiento está también presente. En Kierkegaard aparece como motivo y razón fundamental de la afirmación de la experiencia existencial de la libertad. En Nietzche aparece en cambio la negación de Dios como requisito de dicha libertad; pero en tal negación no podemos sino reconocer de algún modo dialéctico su presencia necesaria. En Husserl y en Heidegeer, la referencia no es así explícita como afirmación ni como negación, pero Dios está presente como horizonte que proporciona credibilidad al proyecto de la ciencia ontológica en la que cree. Ello es lo que expresa de modo explícito el existencialista cristiano Gabriel Marcel. Sólo en Sartre Dios desaparece del todo, y la consecuencia no es otra que la negación absoluta de la posibilidad de verdades y la disolución del sujeto junto con el ser, en la nada.

Todo este recurrir implícito o explícito a Dios, que los filósofos han puesto como complemento de sus distintas búsquedas de la verdad, no hace más que corroborar que la metafísica del ser en cuanto ser es una ciencia necesaria para sostener la verdad y la certeza del conocimiento sobre bases que sean absolutamente firmes y seguras. Sólo la experiencia cognitiva que conduzca a la afirmación de la existencia del ser absoluto o Dios como verdad absoluta, podría dar a la conciencia y a la razón críticas la confianza de que pueden acceder a la verdad del conocimiento. Esta es, un poco abruptamente afirmada, la conclusión de nuestra búsqueda e indagación epistemológica. Pero otra cosa, y muy distinta, es la afirmación metafísica de que Dios, el ser absoluto que ha de ser también verdad absoluta, realmente exista.

Acceder a aquella experiencia cognitiva y a tal afirmación primera sería, pues, la tarea actual de la filosofía. Tarea que, si bien en sí misma no ha de ser ya epistemológica sino metafísica, parece necesario anteceder de una exploración todavía epistemológica que nos permita comprender con precisión y rigor lo que buscamos y las condiciones en las cuales sería tal vez posible encontrarlo.E

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