sábado, 9 de octubre de 2010

EL MISTERIO DEL HOMBRE 3

Capítulo 2. MAS ALLA DE LA DEFINICION, BUSCANDO LA ESENCIA DEL HOMBRE
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La antropología filosófica, que había ocupado un lugar preponderante y central en la reflexión de los filosófos hasta los comienzos de la época moderna, experimentó una profunda crisis cuando, al calor del entusiasmo que despertaban los descubrimientos científicos de la psicología, la medicina, la sicología y la antropología cultural, fue cuestionada radicalmente la idea que había presidido toda la búsqueda anterior, a saber, que los hombres tienen una esencia común y de que existe en lo profundo de cada individuo una naturaleza humana compartida por todos.

La crisis de la antropología filosófica enraizaba por cierto en una crisis más profunda de la filosofía y de la metafísica, toda ella centrada hasta entonces en el conocimiento de la realidad mediante la búsqueda de las esencias de los seres. Se suponía que cada ente, cada especie o clase de seres, más allá y más adentro de sus apariencias fenoménicas, posee una naturaleza esencial que lo determina como un modo especial del ente. Cada ser particular era concebido como un compuesto inescindible de esencia y existencia, o más simplemente, como la existencia de una esencia, o como una esencia existente. En ello consistía la sustancia de un ser, compartida por todos los seres de su misma especie, independientemente de las condiciones de tiempo y lugar, de sus formas y apariencias externas, de su tamaño y nivel de desarrollo, de sus cualidades y cantidades fenoménicas.

La ciencia moderna se concentraba con notable éxito en la identificación cada vez más rigurosa de los fenómenos de la naturaleza y de las cosas, y en base a tal conocimiento no sólo va diciéndonos cómo son las cosas sino también proporcionándonos un extraordinario poder sobre ellas. La filosofía en cambio, concentrada en la abstracción de las esencias o del "noumeno" de los seres, se limitaba a proporcionar a sus cultores el placer intelectual de la contemplación de la verdad. La filosofía se dejó arrastrar por ese entusiasmo que generaba el descubrimiento de los fenómenos permanentemente cambiantes y siempre particulares de los seres, cuyos elementos comunes permitían a lo más la identificación de regularidades o leyes de comportamiento.

Junto a la crisis de la metafísica y de sus esencias entraba en crisis igualmente profunda la idea de la objetividad del conocimiento. Si no existe una esencia objetiva y natural en los seres tampoco es posible el conocimiento objetivo de ellos mediante el procedimiento simple de la abstracción filosófica. En efecto, los fenómenos que hacen presente las cosas ante la conciencia son percibidos por ésta ante todo y necesariamente mediante los sentidos, cuyo refinamiento corre a la par de la construcción de instrumentos cada vez más sofisticados que amplían y perfeccionan nuestras capacidades de percepción. Pero la percepción, especialmente si es efectuada mediante un instrumento, no nos permite nunca decir que la cosa es objetivamente tal como la percibo, porque la aplicación del instrumento la modifica directamente, o en el mejor de los casos, porque nuestra percepción de ellas resulta inevitablemente sesgada por el instrumento a través del cual nos llega al conocimiento. Evidentemente, esto es válido no sólo cuando, por ejemplo, vemos un objeto a través de un lente o un microscopio, sino también cuando lo vemos con nuestra simple vista natural, de nuestro ojo, que no por ser natural deja de ser un lente y un instrumento.

Si -como ya decían los antiguos- "nada hay en el intelecto que antes no pase por los sentidos", la duda respecto a la objetividad de nuestro conocimiento debía extenderse obviamente también al conocimiento racional y abstracto. Este mismo conocimiento se realiza a través de órganos interiores del cerebro que no pueden dejar de marcar y sesgar lo que con ellos conocemos. Aún sin caer en la negación de un conocimiento puramente racional, aún pensando que es posible un conocimiento independiente completamente de los sentidos, un conocimiento a priori anterior a cualquier experiencia fenoménica, su objetividad debe ser cuestionada, pues la realidad externa es captada por la conciencia aplicándole alguna de las "formas" o categorías propias de la conciencia misma que con ellas ordena la multiplicidad caótica de las impresiones que el objeto trasmite y deja en nuestra mente.

Todo esto es indiscutible en la medida que hayamos previamente negado que las cosas y los seres tengan una esencia interior cuya existencia no depende de los atributos y cualidades fenoménicas del ser en cuanto tal. Pero la existencia de esta realidad esencial no podía ser afirmada a priori, debiendo ser demostrada por el conocimiento mismo. Pero la objetividad de éste estaba ya cuestionada por la crítica, y asumirla acríticamente no demostraba sino la ingenuidad de quien lo hiciera.

Se había trastocado completamente el orden en que se sostenía toda la filosofía anterior; aquél orden que establecía la prioridad y precendencia de la metafísica (el conocimiento del ser) sobre la epistemología (el conocimiento del conocimiento). Ya no era posible fundar la epistemología sobre la metafísica, debiendo a la inversa fundarse cualquier pretensión de hacer metafísica sobre alguna epistemología que lo consintiera y justificara. El círculo estaba cerrado en sentido inverso al tradicional y no era posible escapar de él. Del círculo ingenuamente virtuoso en que había caminado hasta entonces, la filosofía se había puesto a recorrer un círculo críticamente vicioso.


Notables filósofos -el primero entre ellos G.W.F. Hegel- intentaron romper el círculo y fundamentar la posibilidad de una nueva metafísica asumiendo el desafío planteado por la filosofía crítica. El intento se desarrolló por la vía de encontrar alguna realidad objetiva, y con ello el ser mismo, tal que su conocimiento fuera inmediato y no implicara distancia alguna entre sujeto y objeto a través de la cual pudiera deslizarse el peligro de que el conocimiento resultara distorsionado por el sujeto. Para Hegel, esa realidad cuyo conocimiento no implicaba tomar distancia ni aplicar instrumento alguno para conocerlo era, evidentemente, el sujeto mismo. El sujeto que se conoce a sí mismo a través de un proceso de autoconciencia. El sujeto que se hace claro y trasparente al sujeto mismo que se vuelve sobre sí para conocerse y formular su concepto.

Tal vez así podría salvarse la metafísica en cuanto se había encontrado un nuevo camino capaz de conducir el conocimiento hacia el ser. Pero no era posible recuperar la idea de la objetividad del conocimiento. Este resultaba ser necesariamente subjetivo. Por más que se esforzara en demostrar dialécticamente que debía superarse la antinomia entre objeto y sujeto y entre lo subjetivo y lo objetivo mediante su síntesis en la idea de la sustancia como sujeto y del sujeto absoluto, aún frente a éste estamos siempre ante una idea que en último análisis es formulada por el sujeto cognoscente. El daño estaba irremediablemente hecho.

No es nuestra intención ofrecer alguna nueva solución filosófica al problema de la metafísica y del conocimiento. Nuestra opción es muchísimo más simple y consiste en intentar recorrer de nuevo el círculo en la dirección en que lo hacían fructuosamente los antiguos, corriendo el riesgo de ser calificados como ingenuos. Dicho más directamente, en aceptar la posibilidad de que exista objetivamente y de que sea cognoscible la esencia de los seres. El resultado que se alcance nos dirá si ello resulte ser en definitiva fructuoso desde el punto de vista del acceso a la verdad.

"¡Alto!", espetará nuevamente nuestro filósofo ilustrado. "La verdad, y ¿qué es ella? ¿En base a qué podemos aceptar no sólo que exista sino incluso que existiendo nos sea accequible?".

Nuevamente, no estamos en condiciones de satisfacerlo en sus preguntas. Nos limitamos a mostrarle el círculo vicioso en que él se encuentra y a decirle que hemos decidido recorrerlo en sentido inverso. En efecto:

Si crees que la verdad no existe no la buscarás.
Si no buscas la verdad no la encontrarás.
Si no encuentras la verdad creerás que no existe.
¡Estás atrapado!

Si no buscas la verdad no la encontrarás.
Si no encuentras la verdad pensarás que no existe.
Si piensas que la verdad no existe no te interesará buscarla.
Filósofo: ¡cambia de profesión!

Porque si no lo haces seguirás diciendo que la verdad es relativa y subjetiva.
y que depende de cada uno
y que vale tanto como queramos valorarla.
Pero, entonces, ¡ya no es importante encontrarla!

Retomemos, pues, la pregunta que interroga por la naturaleza humana o, mejor, por la esencia del hombre, al nivel en que la encontramos en la cultura actual.

En esta nueva búsqueda no nos pondremos simplemente en el plano en que se movían los antiguos filósofos pre-críticos; en efecto, no parece conveniente ni justificable desconocer el aporte que puede haber hecho el pensamiento filosófico y científico moderno en el desentrañamiento del ser y la esencia o naturaleza del hombre. Partamos, pues, del punto en que se encuentra actualmente el asunto.

Tenemos por un lado que en la cultura moderna y contemporánea se ha difundido una concepción del hombre (y de la sociedad) que suele denominarse subjetivista y relativista, que es la que ha impregnado el pensamiento filosófico y las principales tendencias de las ciencias sociales actualmente predominantes. Según esa concepción, en lo fundamental el hombre no posee una esencia natural constitutiva sino que se hace a sí mismo en base a sus propias formas de conciencia, a sus decisiones libres y a su voluntad particular, en el contexto de sus relaciones sociales, de la geografía y el entorno que habita, de su historia y cultura que lo condicionan. Van surgiendo así muchos modos de ser hombre, en un proceso de diferenciación que hace cada vez más difícil encontrar lo que sería común a todos ellos si no fuera porque en el mismo proceso van surgiendo interrelaciones y comunicaciones crecientes que los unifican históricamente en algún nivel.

Tal modo de concebir al hombre determina una visión de lo que sería su bienestar, su potenciamiento y desarrollo, según la cual no es posible identificar criterios o normas generales y objetivos, válidos para todos los hombres, comunidades y sociedades. Como consecuencia de ello, no parece haber otro modo de identificar lo que sea su felicidad y desarrollo, su ética y su bien, su sentido y su destino, que a través de la simple observación de sus preferencias relevadas empíricamente. Su más perfecta realización dependería fundamentalmente de que los hombres y asociaciones humanas puedan alcanzar los bienes y servicios que desean, y realizar las actividades que les interesen, con el mínimo de obstáculos posibles.

Tenemos, por otro lado, las concepciones del hombre y de la sociedad propuestas por las grandes filosofías que el hombre mismo había desarrollado en épocas antiguas y a la cual se aferran todavía hoy numerosos pensadores. La principal de ellas, la concepción aristotélico-tomista en que se basa la principal de las corrientes tradicionales de la antropología cristiana, sostiene que el hombre posee una esencia natural que es común a todos, objetiva, y que su plena realización consiste en actuar conforme a esa esencia natural. Las necesidades y aspiraciones del hombre estarían dadas por esa naturaleza esencial, y su felicidad y desarrollo dependerían fundamentalmente de su satisfacción según el orden y jerarquía también naturales, dados por la conformación ontológica del ser humano, que es espiritual y corporal, individual y social.

También la familia, como célula natural y primaria en que se realiza el ser social del hombre, y la sociedad política como expresión natural del ser político de los hombres, serían entidades naturales cuyas necesidades y aspiraciones deben ser definidas y ordenadas en base a la compresión de sus respectivas naturalezas esenciales.

De esta concepción surge una visión de la felicidad, del bien y de la plena realización del hombre como un proceso que depende básicamente de ser y actuar conforme a su esencia, a partir de la cual queda delimitada una ética natural y objetiva que indica el camino de la virtud y de la perfección.

Lo que el pensamiento moderno objeta a esta antropología -no careciendo completamente de razones- es que aparece como estática, en cuanto no podría reconocer adecuadamente la dinámica de la existencia humana y de la historia, ni comprender el significado profundo de la subjetividad y libertad características de la experiencia individual y social.

La crítica es fuerte e impacta profundamente al hombre contemporáneo; sin embargo puede ser superada en la media que se desarrolle teóricamente un elemento sustancial de la referida filosofía al que se ha prestado escasa atención incluso por parte de sus cultores. Es la afirmación de que la naturaleza esencial del hombre, con ser tal y precisamente por serlo, se encuentra presente en los hombres reales y particulares como la potencia de un acto siempre imperfectamente realizado, de tal manera que la existencia del hombre es la experiencia de búsqueda de realización o actualización de su esencia. Precisemos algo más esta idea.


Afirmaban en efecto los antiguos filósofos que todo ente está constituído básicamente de dos principios básicos indisolublemente unidos: el acto y la potencia. Con esta distinción querían dar cuenta del hecho que los seres no son estáticos sino que se mueven y cambian. El "acto" es la cosa en lo que es y en cuanto es. Si fuera solamente acto, un ser no podría tener movimiento ni cambio alguno, porque no le faltaría nada ni tendría un principio que justificara el llegar a ser algo distinto a lo que es. Pero el ser es también "potencia", es decir, contiene en sí la posibilidad de ser algo más o algo distinto de lo que es; por eso, se mueve y puede cambiar, en la medida que va realizando aquello que es todavía sólo en potencia.

Pues bien, en la metafísica aristotélico-tomista se aplica la distinción básica de la potencia y el acto, en referencia a la explicación de cualquier ser sustancial según aquella otra distinción entre su esencia y su existencia, de manera tal que se concibe la existencia como el acto del ser y la esencia como su potencia. En palabras más simples, en todo ser dinámico y cambiante, que evoluciona y tiene historia, su "acto" es lo que es en un momento determinado, lo que ha llegado a ser como dato, don y resultado de su experiencia y camino recorrido, su existencia, siendo su "potencia" lo que puede aún llegar a ser por el despliegue de su esencia. La potencia es la esencia de la existencia; la existencia es el acto de la esencia.

Se supera así de manera radical la supuesta estaticidad de la concepción del hombre en cuestión, toda vez que, sin negar que el hombre tiene una esencia natural y objetiva, se la concibe en permanente construcción, como un proceso y no como un dato.

Este primer paso en la superación de la crítica moderna a la idea de la esencia del hombre no implica sin embargo, todavía, el cabal reconocimiento de la subjetivad y libertad del ser humano. Para ello se hace necesario rescatar otro elemento descuidado pero también presente en la filosofía en referencia: que el hombre es subjetivo y libre esencialmente, esto es, precisamente en lo más radical de su propia esencia y naturaleza, de manera que su proceso de realización es obra de su propia subjetividad y libertad.

Como consecuencia de esto, la naturaleza humana se manifiesta como esencialmente abierta, y el proceso de su actualización como la realización de un proyecto que se encuentra sujeto a su propia y libre determinación.

La apertura, sin embargo, no es indeterminación pura, pues la esencia constitutiva del hombre, por abierta y potencial que sea, es también en alguna medida acto, el acto de su potencia, lo que en otras palabras signifca que la experiencia humana está volcada y llamada a realizar lo que potencialmente es, y no cualquier cosa.

Por cierto, esta concepción abierta de la naturaleza humana -sobre la cual volveremos y entremos en mayor profundidad en los capítulos sucesivos- impacta también la concepción de las expresiones de su ser social y político (la familia, las comunidades, la sociedad) llevando a pensarlas también de manera abierta y proyectual.

Por el momento hemos dado un pequeño pero importante y decisivo paso. Hemos recuperado la posibilidad de pensar en una esencia humana, reconociendo validez a las principales exigencias y aportes que a la comprensión del hombre ha hecho el pensamiento y la ciencia moderna. Hemos vislumbrado también algo de lo que puede contener y de como puede ser esa esencia del hombre, pero no hemos específicado aún lo que efectivamente sea la naturaleza humana. Es lo que intentaremos manifestar a continuación.

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