domingo, 10 de octubre de 2010

EL MISTERIO DEL HOMBRE 6

Capítulo 5. LA DISTINCION DE GENERO Y LA SEXUALIDAD. LA PAREJA HUMANA
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Una de las orientaciones más importantes de la búsqueda contemporánea del crecimiento personal es la del desarrollo de la mujer, que se despliega en relación más o menos explícita con las dinámicas del feminismo. Este -no ha de olvidarse- tiene raíces antiguas, destacándose las luchas y conquistas feministas de comienzos de siglo prácticamente en todos los países de cultura occidental. Pero no sólo en la explícita denominación feminista se ha expresado la que podemos entender como una cierta lucha entre los sexos, que atraviesa toda la historia humana aunque las armas de la misma hayan sido tan diferentes en las distintas épocas.

Ahora bien, la oposición o confrontación entre los sexos es solamente una manifestación -sin duda secundaria y derivada- de la relación entre el hombre y la mujer, marcada mucho más fuerte y radicalmente por la atracción y la búsqueda de la unión. El tema que queremos abordar es, sin embargo, más amplio que el que suele expresarse en estos términos de conflicto y atracción, interesados como estamos en una comprensión más profunda y esencial del hombre y en el descubrimiento de los caminos de su realización.

El hecho innegable que exige que al nivel de nuestra reflexión filosófica aparezca como crucial la distinción entre los sexos, la sexualidad y el sentido de la pareja humana, es de la más simple y general observación: el hombre y la mujer se imponen como dato tan evidente que, desde cualquier punto de vista que lo miremos, es manifiesto que existen dos modos característicos y constitutivos de ser hombre: el modo masculino y el modo femenino. Modos que, por lo demás, no son exclusivos del hombre sino de la totalidad del mundo biológico. La vida es una realidad sexuada.

Que esta diferenciación sexual expresa dos modos de ser que hunden sus raíces en la esencia misma del hombre es el concepto que aparece en el primer capítulo del Génesis: "Hagamos al ser humano a nuestra imágen, como semejanza nuestra.(...) Creó, pues, Dios al ser humano a imágen suya, a imágen de Dios lo creó, macho y hembra lo creó".(Gen.1,26-27) La diferencia no es presentada como algo accesorio, derivado o secundario sino como constituyente y esencial, puesta incluso en relación directa con aquello que constituye el misterio más profundo del hombre: el ser imágen de Dios, Su semejante.

Pero a nosotros nos corresponde el análisis y la reflexión a partir de la experiencia. Desde la dimensión biológica y corporal del hombre la distinción entre varón y mujer es innegable. La interrogante que nos interesa esclarecer es sin embargo más profunda y sustancial: ¿se limita la distinción a esta sola dimensión biológica, según la cual bastaría hacer referencia a las diferencias sexuales del macho y la hembra que compartimos con los animales, o desde allí se proyecta hacia las demás dimensiones y zonas de la experiencia humana -las dimensiones afectiva, intelectiva, volitiva, estética, social, etc.- y aún más allá, accediendo al interior mismo de la esencia espiritual del hombre? ¿No podría ser incluso a la inversa -lo que es legítimo plantearse como hipótesis si tomamos en serio lo que acabamos de leer en el Génesis-, esto es, que la diferencia sexual inscrita en la esencia del hombre como espíritu corporal, se origine en su misma dimensión espiritual, desde la cual se proyectaría hacia las otras esferas (intelectual, afectiva, etc.) hasta aterrizar en su dimensión biológica y genital?

Cierto, con sólo formular estas preguntas estamos avanzando en dirección distinta a la de ciertas tendencias contemporáneas que, buscando afirmar la igualdad de los sexos son llevadas a encerrar la diferencia en el estricto marco de la vida sexual-genital y a pensar que otras diferencias que aparecen son consecuencia cultural de relaciones histórico-sociales de dominación, no naturales y que han de ser superadas. Pero la sexualidad es demasiado importante en la experiencia humana como para aceptar tan fácilmente un reduccionismo que, si resulta falso impediría el crecimiento y realización del hombre integral.

Despejemos lo obvio. Entre el hombre y la mujer existen infinitamente más semejanzas que diferencias, tienen muchísimos más aspectos comunes que distintos, comparten una misma esencia humana que les determina igual dignidad en la dimensión ontológica, esencial y existencial, con toda la igualdad de derechos y deberes que de ello deriva. Nada justifica la dominación social de uno por el otro ni las desigualdades y privilegios que, impuestos por el poder y la fuerza, reducen la esencial libertad a que está llamada la persona humana cualquiera sea su sexo.

Reconozcamos igualmente el dato completamente primario de la diferencia impresionante que existe entre ellos, tal que en presencia de una u otro no tendremos nunca una duda respecto al ser hombre o mujer del sujeto. A menos que, obviamente, ella o él hayan hecho conscientemente el esfuerzo de mimetizarse y disfrazarse con el deliberado propósito de aparentar lo que no se es, lo que hace aún más patente el hecho primario de la diferencia.

Si de la simple observación por los sentidos que nos manifiestan la forma y figura exterior, el tamaño, el tono de la voz, la textura de la piel y el olor del cuerpo, pasamos a conocer los datos que nos proporcionan las ciencias biológicas, psicológicas, antropológicas, culturales, sociales y espirituales, nos parecerá que las diferencias entre el hombre y la mujer atraviesan prácticamente todo lo humano, aunque más no sea a veces por ciertos matices y aspectos sutiles. Fácilmente llegaremos a la conclusión de que somos en todo iguales, siendo sin embargo en cada cosa distintos.

Tenemos un cuerpo con los mismos órganos y funciones, que sin embargo son todos ellos diferentes; tenemos igualmente afectividad, pero distinta; inteligencia, pero diferenciada; creatividad, pero diversa; amamos, pero no de igual manera; sentimos, pero no lo mismo; tenemos igualmente un inconsciente, pero que no procede del mismo modo; en todas las actividades que realizamos podemos descubrir las huellas de nuestras diferencias. ¡Cómo es incluso fácil descubrir la diferencia en las experiencias más sublimes de la espiritualidad a que han llegado igualmente hombres y mujeres santos!

Tenemos igualmente un sexo, pero... Sí. Es en la específica dimensión genital donde la diferencia es no sólo del modo en que actúa sino de los órganos mismos y sus funciones. El connotado médico y biólogo Gregorio Marañón, en 1920 trazó una buena síntesis de las diferencias más notorias que hay entre el varón y la mujer y formuló las interrogantes cruciales. En su opúsculo Biología y feminismo escribió:

"Lo que hay que estudiar es lo siguiente: los dos sexos que pueblan la tierra son fundamentalmente distintos, en cuanto sexos. Ahora bien, las diferencias que empiezan en la glándula genital del hombre y de la mujer, y que continúan en la morfología de cada sexo(...); dos glándulas tan distintas, más que distintas tan opuestas ¿hasta donde extienden su influencia respectiva? (...) Bien conocidas son, por ser del uso diario de los sentidos su apreciación, los caracteres primarios y secundarios que en la especie humana separan al macho de la hembra. Los naturalistas y biólogos afinaron después las diferencias que a la afectividad imprime el sexo; es decir, el distinto modo de sentir y de reaccionar en los momentos pasionales el alma de la mujer y la del hombre.(...) Pero no se reducen a esto las diferencias que el sexo imprime en la naturaleza humana. Los estudios recientes demuestran que el funcionamiento de cada célula de los diversos tejidos que constituyen el organismo es diferente en el varón y en la hembra; de allí resulta que es también diferente el conjunto de las misteriosas funciones de la transformación, aprovechamiento y eliminación de los materiales nutritivos que se conocen con el nombre general de "metabolismo orgánico". De que ese metabolismo sea de tipo varonil o del femenino depende, entre otras cosas, el que haya más iones de calcio en el organismo; y a este hecho tan material está en gran parte subordinada la mayor o menor irritabilidad del sistema muscular, la mayor o menor actividad vaso-motora y la mayor o menor exitabilidad de la célula nerviosa. Factores todos tan importantes(...) No es, pues, una posición teórica, más o menos ingeniosa, sino un hecho basado en realidades biológicas, el considerar que en cada sexo la influencia de éste traza un amplio círculo, y que dentro de ese círculo se agitan gran parte de las actividades del hombre o de la mujer, fatalmente sometidas a la influencia sexual".[1]

No seguiremos al autor en todas las conclusiones que deduce a partir de sus observaciones biológicas, ni sabemos si la formulación de éstas corresponde a los conceptos de la biología contemporánea que, seguramente en razón de su mayor refinamiento habrá descubierto aún más nítidamente las diferenciaciones. Por ejemplo hoy sabemos por el microscopio electrónico que la inmensa mayoría de las células del cuerpo son sexuadas y se distinguen por el cromosoma sexual o gonosoma, como también que la influencia de la foliculina (hormona femenina) y la testosterona (hormona masculina) condicionan íntegramente el sistema hormonal y el funcionamiento de todo el cuerpo.

Lo que en definitiva importa saber desde nuestro punto de vista es si las diferenciaciones de género se limitan al ámbito de la corporeidad o penetran más allá (o tal vez desciendan de allá), determinando dos modos distintos de ser hombre a nivel de su misma esencia espiritual-corporal.

Tendemos a responder afirmativamente en razón de que no aceptamos la concepción dualista que distingue como entidades subsistentes separadas el cuerpo y el alma del hombre. La influencia de los rasgos del cuerpo sobre el conjunto de la personalidad son desde antiguo conocidas por la psicología, que distingue varios tipos psicológicos según la conformación morfológica de la persona. Si las diferencias que van de un hombre a otro se manifiestan en los rasgos externos de su corporalidad (altura, gordura, forma de la musculatura, etc.), con cuánta mayor razón las más profundas y radicales diferencias del varón y la mujer pondrán de manifiesto estructuras psicológicas y de personalidad diferenciadas.

Existe una idea muy difundida que señala que no obstante las diferenciaciones de sexo, el hombre y la mujer contienen cada uno en sí mismo, en alguna medida, los rasgos y cualidades propios del sexo opuesto. Es decir, como escribe Marañón, "que los hombres más hombres llevan en sí, escondidos, gérmenes amortiguados de mujer; y las mujeres más femeninas tienen también restos potenciales de varón, adormecidos en sus entrañas. Por eso, si durante el transcurso de la vida los caracteres sexuales de un hombre o de una mujer se atenúan, como ocurre cuando enferman o son extirpadas sus glándulas sexuales, ese sexo opuesto, hasta entonces silencioso, se levanta e impone con más o menos vigor su sello en la morfología y en la psicología del enfermo. Por eso también, en la infancia, es el niño tan semejante a la niña (...) Y por eso, finalmente, cuando llega la vejez extrema y la función genital se ha extinguido, se atenúan en la forma humana los rasgos distintivos del sexo y una común puerilidad envuelve el espíritu del anciano y de la anciana".[2]

Dos observaciones merece esta idea. La primera, que ella pone de manifiesto la existencia de evolución y cambio en el modo característico de cada sexo y en su mutuo relacionamiento que, sea en el conflicto como en la atracción y unión, tan enfáticamente pone en evidencia las diferencias de género. La segunda, que es preciso poner un extremo cuidado cuando, mediante un análisis empírico se quiera pasar de la observación general de las diferencias existentes entre el hombre y la mujer, como hemos hecho hasta aquí, a una identificación específica de los rasgos peculiares que harían la diferencia. En efecto, es corriente atribuir al hombre rasgos como la fuerza y la lucha con el ambiente externo, el uso dispendioso de energía, la ambición del poder, la inteligencia analítica, etc., y a la mujer sus opuestos: la debilidad y el recogimiento en el ambiente hogareño, el ahorro de energía, el deseo de ser admirada, la inteligencia intuitiva, etc. Nos parece que, aunque algunos de tales rasgos puedan corresponder con alguna predominancia al hombre o a la mujer, se desliza en dichas formulaciones el error de proponer una suerte de modelo ideal de uno y otra, tal que la mayor o menor aproximación a esos rasgos definiría el grado de maculinidad o feminidad de cada mujer y de cada hombre concreto. Pero no hay que confundir la mujer con el modelo ideal que subjetivamente podamos tener de ella, ni al hombre real con su modelo ideal respectivo. Tales modelos no son sino construcciones mentales que, partiendo de las diferencias reales, han sido proyectadas y extrapoladas en el discurso.

Las diferencias entre hombres y mujeres son las que manifiestan ellos realmente, no las que aparecen de una confrontación entre modelos culturalmente construídos. De allí que, si vamos al fondo del asunto, no tenga mucho sentido la idea que origina estas reflexiones en cuanto a que el hombre tendría en sí rasgos femeninos y la mujer también los masculinos. En efecto, tal idea tiene su origen en el modo en que se ha elaborado el conocimiento de lo que serían el modo masculino y femenino de ser hombre. Es por el hecho que las mujeres reales no encajan plenamente en el modelo ideal de mujer sino que también tienen cualidades señaladas para el modelo varonil, que llega a postularse que en la mujer real y concreta coexistirían ambos sexos en alguna proporción. Lo mismo respecto al hombre.

Más que tener un listado de los rasgos y cualidades de cada sexo, desde el punto de vista del misterio y la esencia del hombre interesa comprender y profundizar en la sexualidad misma. La diferencia entre hombre y mujer es su sexualidad, la cual, más que un dato o atributo inherente separadamente al hombre y la mujer, se manifiesta y al menos en parte se constituye en la relación entre ellos: en aquella compleja dinámica de conflicto y atracción, distinción y unión (pero no confusión) cuya vitalidad constituye la más fuerte evidencia de la profunda diferenciación sexual del hombre. La pregunta, claro está, interroga por el sentido de la sexualidad, importante de ser bien comprendido para que podamos vivirla de manera que nuestro crecimiento y realización sean plenos.

La sexualidad es una experiencia humana fuerte, profunda, radical, nunca trivial ni superficial. Ella compromete a la persona entera. Implica, como primera evidencia, dos cuerpos diferentes que se atraen intensamente y que al acercarse y, en el límite, al unirse experimentan un extraordinario placer. Esta atracción corporal ciertamente no es pura genitalidad, acción de órganos particulares que descargan su energía biológica, sino atracción de dos cuerpos enteros, que se expresa en la competencia del juego, en el movimiento acompasado y rítmico del baile, en la intensa satisfacción que produce el simple hecho de estar juntos, abrazados, frente a frente, o caminando, recorriendo una feria o explorando un paisaje.

La sexualidad no es puramente corporal. Ella consiste también en dos psiquismos diferentes que se complementan, se necesitan recíprocamente y se buscan, en un proceso que se prolonga por meses, años e incluso por toda la vida. Esta búsqueda psíquica da lugar a la alternancia de experiencias placenteras y dolorosas, de plenitud y radical insuficiencia, que nos enriquecen pero que a veces también nos dañan y hieren. Cuando el proceso no se interrumpe por algún desencuentro o conflicto grave, a través del tiempo se va verificando una aproximación que transforma íntimamente al hombre y la mujer mediante una constante y recíproca transferencia de cualidades, motivaciones, gustos, valores, ideas y experiencias. Esta atracción entre dos psicologías que se complementan también da lugar a la unión, no ya corporal sino afectiva, entre personas de distinto sexo que se entienden y relacionan con amistad y ternura.

La sexualidad es también espiritual. Esta dimensión de la sexualidad es más difícil de expresar. De las anteriores tenemos más fácil experiencia; de ésta la tendremos en la medida de la intensidad de nuestra personal experiencia espiritual. Así como al que tenga una pobre vida psicológica y afectiva le será difícil reconocer la sexualidad más allá de la corporalidad, quien apenas alcanze a reconocer la existencia de una dimensión espiritual del hombre tal vez no llegue a entender lo que pueda ser la sexualidad espiritual. Pero el que se haya adentrado aunque sea un poco en la vida espiritual percibe interiormente, en sí mismo como en los hombres y mujeres con que tenga comunicación espiritual, una cualidad varonil o femenina que reside en el espíritu mismo, más allá de cualquier otra diferenciación sexual corporal o psicológica. Al leer los escritos de San Juan de la Cruz y de San ignacio, de Santa Teresita de Jesús o Catalina de Siena, no puede dejar de apreciarse la sutil pero poderosa sexualidad de los espíritus. Es de alto interés examinar la delicada y fascinante atracción y complementación que se aprecia en las "parejas" que conformaron San Juan de la Cruz y Santa Teresa, San Francisco y Santa Clara, en su búsqueda espiritual pura de Dios. Intentando expresar este nivel espiritual de la sexualidad diremos que se manifiesta en la atracción y mutuo aprovechamiento que experimentan espíritus semejantes de personas de distinto sexo, que llegan a darse y proyectarse juntos, en comunión espiritual, no el uno al otro sino en una paralela donación de amor.

¿Para qué la sexualidad? ¿Cuál su sentido y su función en la existencia y desarrollo humano?

Desde la dimensión biológica, obviamente y ante todo, para la reproducción. Palabra fea e inapropiada. Digamos mejor generación, originación, pues no se trata de producir sino de dar origen, de hacer nacer a otro hombre. Es cierto, como se ha dicho tanto, que en el trabajo y la producción nos parecemos a Dios creador; pero la más profunda semejanza e imágen que somos de Dios se manifiesta indudablemente en esta capacidad de generar, mediante un acto íntimo de unión, a otra persona semejante a nosotros, un hijo en cuya imágen nos reflejamos. No creamos de la nada pero criamos a partir de nosotros mismos.

Ahora bien, la sexualidad no agota su sentido y finalidad en la generación de otra persona semejante, sino que da lugar también a la creación de uno (y de muchos) nosotros, suscitando en cada hombre o mujer esa fuerza unificante y creadora incontenible que llamamos amor.

En la conciencia primaria de nuestra personal incompleteza y de las carencias que nos hace sentir y padecer ya desde la instintiva y ciega biología de nuestro cuerpo, la sexualidad nos saca de nosotros mismos y nos empuja hacia otro; y no hacia otro igual a uno sino hacia alguien distinto, diferente. En la pubertad y adolescencia, cuando ese instinto aparece con toda su fuerza transformando la morfología y la química de nuestro cuerpo, descubrimos por primera vez al otro como otro, y al mismo tiempo y por lo mismo comenzamos a descubrir nuestro propio yo, nuestra interioridad y psicología, más allá de nuestro cuerpo y nuestro inmediato entorno social.

La fuerza de la atracción del otro, en la medida que no es solamente biológica y corporal sino también psicológica y espiritual, nos lleva no sólo a buscar la proximidad y unión corporal sino también a amarlo. La sexualidad nos hace salir de nosotros mismos, del egoísmo que nos empuja a actuar en función de nuestro propio placer, interés y beneficio personal, para hacernos cargo de las necesidades, el placer y el beneficio del otro. Pero al otro o la otra debemos conquistarlo: necesitamos que se fije en nosotros, que nos descubra, aprecie y ame como lo hemos hecho antes con él o ella. Somos empujados, por eso, a ser más de lo que somos. A desplegar nuestro ser, nuestras potencialidades. Necesitamos crecer, ante nosotros mismos y ante el otro u otra que queremos conquistar. El otro, en cuanto diferente, en cierto modo nos desafía, nos llama a superarnos, a arriesgarnos, a no quedarnos en la situación en que estamos. La sexualidad resulta ser, pues, tremendamente inconformista, una inmensamente poderosa fuerza de crecimiento y desarrollo personal. La idea la expresa en cierto modo la creencia popular de que detrás de cada gran hombre hay (al menos) una mujer y detrás de cada gran mujer hay (al menos) un hombre.

En cuanto realidad y fuerza que integra lo corporal, lo psicológico y lo espiritual la sexualidad humana es fundante de un nosotros, el que en primera instancia lo configura la pareja conyugal que forman un hombre y una mujer. Sobre el sentido de ella debemos reflexionar.

El hombre y la mujer se atraen...porque se complementan. Ello implica que la esencia del hombre en su modo masculimo es incompleta, como incompleta lo es en su modo femenino. Buscando realizar la esencia del hombre en la plenitud de sus potencialidades se constituye la pareja humana. Tenemos, pues, que la formación de la pareja conyugal radica en la naturaleza humana a nivel esencial. Esto es fundamental para comprender que la atracción sexual-genital es parte de un movimiento más profundo y completo que acerca y unifica al hombre y la mujer. El sexo ocasional, esporádico, limitado a la satisfacción y goce inmediato se aleja de este sentido de completamiento y realización de la esencia humana. La sexualidad sin ternura y sin amor es un puro ejercicio biológico ocasional que, lejos de favorecer la actualización de las potencialidades del hombre lo limita en el crecimiento de aquellas dimensiones que hemos descubierto como propias del hombre y en todas las cuales aparece la diferenciación sexual. El ejercicio de la sexualidad sin amor entre quienes lo practican no solo resulta incompleto sino que es también humanamente insatisfactorio, como lo demuestra el hecho universal de que luego de practicado aparece en el sujeto una sensación de vacío. Este, en efecto, pone de manifiesto de manera inmediata, consciente o inconscientemente, todo aquello que le falta y queda pendiente en el proceso multidimensional de complementación entre los dos modos de ser hombre.

Por lo mismo, no se trata sólo de sexo con amor sino de constitución de una pareja estable, que dure en el tiempo y se proyecte por toda la vida. Que dure, porque el proceso de complementación psicológica se prolonga en el tiempo; que perdure, porque la donación que produce comunión espiritual se ubica en cierto modo fuera del tiempo, en la eternidad. La interrupción y el término de una relación de pareja, la separación o el divorcio entre los que un día decidieron unir y complementar sus existencias, pone de manifiesto una frustración esencial, un fracaso no puramente psicológico sino de la persona en su integralidad, cualquiera sean las razones que lleven a tomar la decisión. Cambiar de pareja implica la pérdida de un camino recorrido, una dolorosa separación, una ruptura interior, que en el mejor de los casos da lugar a un recomienzo condicionado por la frustrada experiencia anterior.

La relación monogámica aparece como la única que se corresponde plenamente con la naturaleza humana. Múltiples parejas sexuales mantenidas ocasional o simultáneamente por un hombre o una mujer estorban e impiden el camino de complementación de sí mismo por y con el otro. El o ella, al desplegar procesos diferenciados de relacionamiento sexual, experimenta internamente la división; se establecen distancias, obstáculos y separaciones muy grandes con respecto a cada una de esas otras personas. Al encontrarse dividido el sexo se dividen la sensibilidad, la conciencia, la voluntad, el amor.

La pareja conyugal estable constituída en el amor y que se expande en la búsqueda de complementación vital y esencial se proyecta normalmente en la generación de los hijos, con los cuales se constituye la familia, expresión primera de la comunidad humana que viene a ampliar y enriquecer el proceso de complementación. Al nacer los hijos las razones profundas de la estabilidad y unión amorosa de la pareja se incrementan. El sufrimiento que experimentan los hijos cuando la pareja de sus padres se divide o no ha estado nunca constituída viene a confirmar que la relación monogámica es la única que se corresponde con la naturaleza humana. En efecto, somo hijos de una pareja humana en proceso de complementación, y no sólo de un padre y de una madre. Cuando éstos se separan, el hijo pierde algo de la paternidad que lo constituye como hijo, del mismo modo que los padres pierden algo de la filiación que los determina como padres. Se verifica inevitablemente una pérdida de paternidad y de filiación.

Contra esta concepción de la pareja humana como estable y única suelen oponerse algunas argumentaciones que parecen tener fuerza. La primera es tomada de la experiencia histórica y existencial de las personas. Siempre los hombres han practicado, en alguna medida, la multiplicidad de relaciones y la poligamia. Además, sabemos bien que la monogamia no es fácil y cuesta mantenerla, pues las solicitudes y tendencias espontáneas, "naturales" nos hacen ser atraídos por numerosas personas del sexo opuesto. ¿Cómo puede ser natural lo que nos cuesta tanto, e innatural aquello que espontáneamente nace de nuestros instintos y afectos?

Una respuesta la hemos dado implícitamente en el capítulo anterior. Somos naturaleza caída, y el desarrollo de nuestra naturaleza esencial nos cuesta, implica sacrificio y renunciamiento. Tal vez la herida que nos afecta esencialmente se haga presente de manera muy especial y acentuada, más intensamente que en otras dimensiones de la vida, precísamente en la relación hombre-mujer, pues se trata aquí de aquella dimensión de la existencia humana en que más claramente se manifiesta nuestra incompleteza, nuestra cerencia y estado de necesidad. Mientras más fuerte es la sensasión de que algo nos falta, más intensa será la búsqueda de aquello que pueda completarnos y llenarnos el vacío.

Sin embargo, se insiste, ¿cómo se explica que pueblos simples y sanos, incontaminados e ingenuos que desenvuelven una hermosa vida comunitaria tal vez en islas que constituyen verdaderos paraísos humanos, practican sin culpa y del modo más natural la poligamia? Sí; pero esos pueblos están constituídos también por hombres cuya esencia está herida igualmente que la nuestra, que tienden espontáneamente a rehuir del sacrificio y de los caminos difíciles que hacen crecer al hombre; por felices que parezcan a la mirada superficial del extraño, especialmente si éste pertenece a una sociedad tan fuertemente deshumanizada como la que habita las grandes ciudades industriales, ellos no son el paradigma de la perfecta realización del ser humano, ni sus islas son verdaderamente el paraíso terrenal perdido.

Pues bien, si el camino de realización del hombre y de la mujer implican la constitución de parejas estables, únicas y permanentes, surge como una cuestión decisiva y crucial de la realización y perfeccionamiento de cada uno, encontrar en la vida "la" pareja complementaria de "la" -individual- propia esencia.

La búsqueda de la pareja, para conducir verdaderamente al encuentro de aquella con que se ha de compartir la existencia en un camino de creciente complementación, ha de comprender a todo el hombre. Un papel en esta búsqueda lo cumple la atracción sexual en su dimensión genética, pero no sólo en ésta pues también es necesario que en lo posible todos los sentidos -la vista, el oído, el olfato, el tacto y la percepción interior-, encuentren complacencia en la persona elegida. Pero tampoco en ello está todo y quizá ni siquiera lo más importante. Es preciso comprometer en la búsqueda al hombre entero, porque la necesidad de complementación es de la naturaleza o esencia humana en su complejidad, toda ella atravesada por la diferenciación sexual en alguna medida. Así pues, es tarea de la voluntad, de la imaginación, de la afectividad y de los sentimientos, y también de la inteligencia y del espíritu entero del hombre.

Sobre todo del amor. En éste se concentra y encuentra como en síntesis el espíritu humano. El amor es lo más importante en la relación de pareja, pues el amor es lo que acerca, lo que une, el único nexo que crea vínculos indisolubles capaces de reforzarse crecientemente. Porque el amor es don de sí mismo y acogida y recepción del otro. Porque "el amor hace semejanza entre el que ama y es amado", como dice San Juan de la Cruz.

Hicimos referencia a las dificultades que implica la mantención de la fidelidad conyugal en el tiempo, existiendo en cada hombre o mujer algo así como un constante excedente de sexualidad que lo lleva a sentirse atraído por otras mujeres u hombres y a buscar otras relaciones sexuales. Tratándose de una experiencia humana tan universal -que se evidencia en la multirelación pero también en que la fidelidad conyugal requiere un esfuerzo especial de autodominio consciente y voluntario- ¿no sería más razonable reconocer que la idea de la pareja conyugal única responde más a un ideal cultural de fundamento moral y religioso que a una exigencia natural inherente a la persona humana como tal? La pregunta nos lleva a profundizar en el sentido que puede tener el mencionado excedente o exceso de sexualidad.

La situación excedentaria de la energía sexual tiene estrecha relación con la multidimensionalidad del sexo humano. Tal relación puede entenderse en dos sentidos. En un primer sentido, podría ser que dado que la energía genético-sexual es excedentaria con respecto a sus específicas funciones biológicas de reproducción y apagamiento placentero del instinto erótico, la sexualidad latente no consumida en la función genético-sexual desborda esta esfera inmediata y trasciende hacia las dimensiones psicológica, social y espiritual; una parte del potencial erótico no actualizado en el plano biológico en que tendría origen, se liberaría y expresaría en las formas más refinadas (sublimadas) del enamoramiento, la ternura, la amistad, el amor, la creación artística, la búsqueda espiritual. Pero podría entenderse en un sentido inverso: por originarse la sexualidad en la esencia interior del hombre, tendría la fuerza inmensa del espíritu, desde el cual desbordaría y se trasmitiría por lo social y afectivo hasta encarnarse en la instintiva biología genital. Al no encontrar adecuada expresión y acabamiento en las esferas superiores del espíritu, en el amor, la amistad, la ternura y la afectividad, llegaría a la esfera erótico-genital con una sobre carga de energía y con una potencialidad excedentaria respecto a las necesidades puramente biológicas.

Cualquiera sea el sentido en que proceda la energía sexual recorriendo las diversas esferas y dimensiones de la experiencia humana, el desarrollo integral del hombre requiere que se alcance un equilibrio entre ellas. Un insuficiente desarrollo espiritual o afectivo llevan al hombre y la mujer a buscar la realización de la sexualidad esencial mediante un comportamiento en la dimensión erótico-genital de ella que desborda sus cauces naturales. Esta sería, en mayor o menor grado, la situación prácticamente universal en que nos encontramos los hombres y mujeres corrientes. Pero existen también quienes han alcanzado una expansión de sus dimensiones espirituales y psíquicas (creatividad, afectividad, ternura, amor, etc.) de manera que las energías sexuales encuentran allí la cabal realización que corresponde a esos niveles; en tales casos la dimensión erótico-genital de la sexualidad llega ordenada y no desborda sus cauces naturales, encontrando su perfecta realización en la pareja conyugal permanente.

Entonces, desde el punto de vista del desarrollo humano integral, el asunto consiste en la canalización de esta magnífica energía sexual. Una canalización tal que alcancemos la satisfacción y plenitud de nuestra sexualidad corporal, y al mismo tiempo la plenitud de las relaciones tiernas y amorosas en el matrimonio y la familia, junto a la integración amable y amistosa en la comunidad de que formamos parte, y que también nos estimule en el desarrollo de niveles superiores de creatividad económica, social, artística, intelectual y espiritual. Cuando estas amplias potencialidades de nuestra sexualidad no reciben el adecuado alimento que las nutra ni los espacios convenientes para su despliegue, es altamente probable que la misma dimensión erótico-genital del sexo se sobrecargue y experimente una tensión excesiva, tal que la insatisfacción se torne permanente generando la enfermiza conducta del que anda siempre tras nuevas conquistas porque en ninguna de ellas encuentra apagamiento, plenitud y paz.

Esta manera de entender la sexualidad humana puede parecer extraña, incluso tal vez algo extravagante, al hombre contemporáneo tan habituado a reducir lo sexual a una función biológica y animal. Es curioso que en una sociedad tan erotizada como la que vivimos se termine trivializando y considerando intrascendente y de escaso significado el complejo y amplio mundo del sexo. Pero la experiencia que cada uno tiene de su sexualidad, la importancia que llega a asumir en la vida, la increíble riqueza de formas y contenidos generados históricamente por la sexualidad en su amplio sentido, debieran llevarnos a profundizar en su significado humano, en su dimensión espiritual. De hecho, la hipótesis de que la sexualidad pueda tener su orígen en la esencia espiritual del hombre se hace plausible precísamente por la experiencia del tremendo exceso de energía que muestra tener la sexualidad en el hombre, a diferencia de cuanto sucede con los animales y plantas. En efecto, la biología es parsimoniosa, no dispendiosa; los órganos están normalmente en función de las necesidades biológicas que han de satisfacer y dimensionan a ellas las energías que generan.

Si el hombre reviste el ejercicio biológico del sexo de tanta profusión de estados anímicos y afectivos, conscientes e inconscientes, de tantos componentes poéticos y míticos, de tantas exigencias éticas y sociales, llegando a impregnar de eros su sueño y su vigilia, su obra literaria y su producción económica, su amor y su odio, sus aventuras cotidianas y su historia epocal, es hora que empecemos a reconocer en él la potencia del espíritu y el reflejo de la divinidad creadora.

Recordemos que la voluntad de Dios respecto al hombre es que nos amemos unos a otros y que lo amemos a El por sobre todas las cosas. Si tal es el destino y plenitud del hombre, ese mismo ha de ser el destino y plenitud también de nuestra sexualidad.

Pero sería restrictivo e injusto con el hombre y con el mismo Dios pensar que allí deba agotarse la fuerza de la sexualidad. Hemos hablado de la pareja conyugal estable y única como la vía real de superación de una carencia esencial de la naturaleza humana y como condición natural de su mejor realización. Tal es, digamos, la base. Pero hemos sostenido también que la atracción y búsqueda de complementación entre el hombre y la mujer se manifiestan como dación compartida y búsqueda de realización de un proyecto o finalidad superior; que la sexualidad es fuente creadora de comunidades, promotora de empresas, impulsora de proyectos históricos, generadora de obras de arte, motivadora de una más profunda búsqueda de Dios. Entonces hemos de reconocer que la complementación entre los sexos no se agota en la pareja y en su expresión familiar.

Todo indica que la complementación de los sexos no se cumple nunca plena y acabadamente en una sóla pareja humana, y que plantear la relación en tales términos conduce a una suerte de simbiosis excesiva y enfermiza que encierra a la pareja y la familia en un círculo íntimo pero estrecho que finalmente puede atentar contra la misma estabilidad y unicidad de la relación fundamental. La reducción de las relaciones de complementación entre hombres y mujeres a la sola pareja lleva implícito el peligro del encapsulamiento, que a menudo oculta relaciones posesivas y de dominación, una de cuyas manifestaciones psicológicas suelen ser los celos injustificados que angustian y deterioran inevitablemente los vínculos de amor.

La diferenciación de los modos masculino y femenino de la esencia humana atraviesa todas las dimensiones de la existencia humana en un muy elevado nivel de complejidad. No parece que exista la posibilidad de una completa y perfecta complementación entre un hombre y una mujer, tal que él encuentre en ella y ella en él todas aquellas plenitudes requeridas por la plena actualización de sus esencias personales. Sólo la idealización del enamorado puede llevar a creer que en la persona amada están presentes todas las cualidades y riquezas humanas que requiere en su proceso de crecimiento personal. Pero la idealización del enamorado es engañosa y no sirve como guía suficiente del proceso de actualización de la esencia humana. La complementación humana de los sexos requiere y llama, en consecuencia, a un proceso de enriquecimiento permanente a través de relaciones que pueden llegar a ser particularmente intensas, con variadas personas del sexo complementario.

En este sentido destaca como extraordinariamente relevante la relación de amistad. La persona necesita amigos no sólo de su propio sexo sino también y tal vez más significativamente del sexo opuesto. Amigos que lo enriquezcan, que lo eleven, que le ofrezcan oportunidades para regalar las propias riquezas interiores y expandir las propias capacidades de amar.

Sólo que en estas amistades es preciso evitar la confusión y distinguir los sentimientos, evitando traspasar los límites más allá de los cuales se pone en riesgo la unidad interior de la propia conciencia y del propio espíritu. En particular, la confusión se genera cuando la íntima complementación con otro en alguno de los aspectos o dimensiones (intelectual, vocacional, estética, afectiva, etc.) en los que el hombre o la mujer puedan tener mayores carencias y necesidades de integración, se hace trascender al ámbito de lo erótico-genital dando lugar a la infidelidad respecto a la pareja conyugal. Pero si en ocasiones se trasgreden los límites que la prudencia aconseja, reavivándose la herida y la escisión interior del sujeto, será preciso buscar la curación aunque duela y cueste sacrificio. El proceso de actualización de la esencia humana de cada uno es un camino sutil y delicado, del que son responsables la propia conciencia y libertad del sujeto guiadas por una adecuada comprensión y aceptación de la naturaleza humana.

La sexualidad nos abre a la pareja y la familia; pero no nos encierra en ella. Nos abre a la amistad personal, a la formación de comunidades y a la participación en la sociedad; pero tampoco nos encierra en el ámbito interpersonal, comunitario y social. Nuestra experiencia de la sexualidad nos abre decidida y radicalmente a Dios. La sexualidad, por más que nos empuja a buscar la completación de nuestro ser en otras personas con las que entablamos diálogo, comunicación y encuentro a nivel corporal, afectivo, psicológico y espiritual; por más satisfacción y plenitud que ocasionalmente o de manera relativamente estable nos proporcionen tales encuentros; por más cerca que nos parezca estar de la felicidad, nos hace experimentar siempre, inevitablemente, que algo nos falta. La experiencia del sexo nos acerca tanto a la felicidad y a la plenitud... pero es fugaz; en la dolorosa percepción de esta fugacidad, nos hace desear que la felicidad y la plenitud... sean eternas.

Inscrita en la esencia humana está la necesidad de Dios. Sólo en comunión de amor con El sentiremos haber superado definitivamente la soledad existencial y experimentaremos la plena felicidad a que nos invitan la sexualidad y el amor. Todo encuentro humano es una anticipación parcial de ese encuentro final.



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[1] G. Marañón, Biología y feminismo, Imprenta del sucesor de Enrique Teodoro, 1920, págs. 7-11.
[2] G. Marañón, cit., pág. 38.
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