domingo, 10 de octubre de 2010

EL MISTERIO DEL HOMBRE 9

Capítulo 8. EL ESPIRITU AL ENCUENTRO DE DIOS
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Santa Teresa de Avila, maestra del conocimiento y la vivencia del espíritu, nos ofrece una magnífica aproximación a ese mundo interior al que acceden los espíritus místicos. Como no sabemos expresar mejor que ella las riquezas y dimensiones de ese mundo espiritual es mejor que sigamos sus propias palabras, aunque las citas resulten quizás demasiado extensas.

Lo que ella propone es "considerar nuestra alma como un castillo todo de un diamante o muy claro cristal, a donde hay muchos aposentos, así como en el cielo hay muchas moradas (Jn, 14, 2). Que si bien lo consideramos no es otra cosa el alma del justo sino un paraíso a donde dice El tiene sus deleites (Prov, 8, 31). ¿Pues qué tal os parece que será un aposento a donde un Rey tan poderoso, tan sabio, tan limpio, tan lleno de todos los bienes se deleita? No hallo yo con qué comparar la gran hermosura de un alma y la gran capacidad. Y verdaderamente, apenas deben llegar nuestros entendimientos, por agudos que fuesen, a comprenderla, así como no pueden llegar a considerar a Dios; pues El mismo nos dice que nos crió a su imagen y semejanza (Gen, 1, 26). (...) Pues consideramos que este castillo tiene, como he dicho, muchas moradas, unas en lo alto, otras en lo bajo, otras a los lados; y en el centro y mitad de todas éstas tiene la más principal, que es adonde pasan las cosas de mucho secreto entre Dios y el alma".([1])

"No es pequeña lástima y confusión -señala la santa- que, por nuestra culpa, no entendamos a nosotros mismos, ni sepamos quienes somos. (...) Más qué bienes puede haber en esta alma o quien está dentro o el gran valor de ella, pocas veces lo consideramos; y así se tiene en tan poco procurar con todo cuidado conservar su hermosura. Todo se nos va en la grosería del engaste o cerca de este castillo, que son estos cuerpos. (...)

"Pues, tornando a este hermoso y deleitoso castillo, hemos de ver cómo podremos entrar en él. Parece que digo algún disparate; porque si este castillo es el ánima, claro está que no hay para qué entrar, pues se es él mismo; como parecería desatino decir a uno que entrase en una pieza estando yo adentro. Mas habéis de entender que va mucho (hay mucha diferencia) entre estar y estar; que hay muchas almas que se están en la ronda del castillo, que es adonde están los que le guardan, y que no se les da nada de entrar dentro ni saben qué hay en aquél tan precioso lugar ni quien está adentro ni aún qué piezas tiene. Ya habéis oído en algunos libros de oración aconsejar al alma que entre dentro de sí; pues esto mismo es. (...) Porque, a cuanto yo puedo entender, la puerta para entrar en este castillo es la oración y consideración. (...) Porque las cosas del alma siempre se han de considerar con plenitud y anchura y grandeza, pues no le levantan nada, que capaz es de mucho más (de lo que) podamos considerar, y a todas partes de ella se comunica este sol que está en este palacio. Esto importa mucho a cualquier alma que tenga oración, poca o mucha, que no la arrincone ni apriete. Déjala andar por estas moradas, arriba y abajo y a los lados, pues Dios la dió tan gran dignidad".([2])

Pero es preciso que intentemos conocer analíticamente el camino que lleva a entrar al espacio interior del espíritu y ascender en la vida espíritual. En efecto, el conocimiento del camino que recorre el espíritu en el conocimiento de sí mismo nos proporcionará alguna comprensión de lo que él mismo es. Nuevamente, el conocimiento del obrar del espíritu en la búsqueda de sí mismo nos abre al conocimiento de su ser. Y aquí nos dejaremos orientar por otro grande entre los maestros de la espiritualidad cristiana, San Juan de la Cruz que, en La noche Oscura expone de manera racional las direcciones y líneas esenciales del proceso. La imagen que ofrece este místico cristiano es la del Monte Carmelo en el que por diferentes caminos es posible acceder a la cumbre.

La entrada a la realidad y vida del espíritu supone que el espíritu mismo del hombre someta y reduzca los sentidos corporales del hombre, mediante un camino de mortificación y purificación de los mismos, tal que el hombre vaya logrando la anulación de los apetitos y la privación de los goces que le proporcionan los cuerpos y las cosas hacia los cuales se encuentran naturalmente orientados. Tal es, en síntesis, el primer momento del proceso: la noche activa de los sentidos.

El segundo momento, complementario del primero, es la noche activa del espíritu, consistente en el apagamiento de los apetitos naturales del propio espíritu -"que es la desnudez espiritual de todas las cosas, así sensuales como espirituales"- para vivir en la pura fe. El espíritu trasciende aquí su universo racional y voluntario, y apaga las apetencias de la curiosidad, del conocimiento, de la imaginación, de la memoria y del deseo de dominio del mundo e incluso de sí mismo, para encaminarse "en la oscuridad de la fe" hacia verdades, bienes y bellezas espirituales superiores. Es el proceso de purificación de las potencias o facultades del intelecto, la voluntad, la imaginación y la memoria, esto es, de todas las facultades y fuerzas que el espíritu utiliza en su vida consciente habitual en unión con el cuerpo en el mundo material y social.

La noche activa del sentido y del espíritu es seguida (no necesariamente en sentido temporal) por la noche pasiva, que también alcanza a los sentidos y al espíritu. La diferencia entre la fase activa y la pasiva reside en que, mientras en la primera se trata del movimiento del propio espíritu que se esfuerza en el apagamiento y mortificación (en el sentido de hacer morir) las propias apetencias y tensiones, la fase pasiva es obra directa del Espíritu divino que viene a oscurecer las potencias del alma mediante su presencia deslumbrante, sin que sea necesaria ni posible la activación de las propias energías morales. La presencia activa de Dios produce noche y oscuridad en las potencias sensibles y conscientes porque proporciona al espíritu una luz que enceguece.

El estado en que entra el espíritu en esta noche pasiva es el de contemplación, que causa "dos maneras de tinieblas, según las dos partes del hombre, a saber, sensitiva y espiritual. Y así, una noche o purgación será sensitiva, con que se purga el alma según el sentido, acomodándole al espíritu; y la otra es noche o purgación espiritual, con que se purga y desnuda el alma según el espíritu, acomodándole y disponiéndole para la unión de amor con Dios".([3]) Aquí el alma no puede ya meditar ni discurrir, ha superado el activismo de las propias potencias y la satisfacción que encuentra en ellas, encontrándose en la plena quietud del amor.

La noche pasiva del alma produce un estado de sequedad interior respecto a todos los goces naturales y espirituales que habitualmente satisfacen al alma. Esta se pone y se goza solamente en la presencia y contemplación de Dios, generándose como consecuencia de ello, ante todo, el conocimiento de sí misma y de su miseria en comparación con la infinita y eterna perfección del Creador. Junto a la humildad espiritual nace el amor al prójimo, "haciéndose sujeto obediente", disponible, que ya no se irrita ni ensoberbece.

"Al alma que Dios ha de llevar adelante, no luego que sale de las sequedades y trabajos de la primera purgación y Noche del sentido, la pone Su Majestad en esta Noche del espíritu" (...), en la cual "no trae ya atada la imaginación y potencias del discurso y cuidado espiritual, como solía, porque con gran facilidad halla luego en su espíritu muy serena y amorosa contemplación y sabor espiritual, sin trabajo del discurso". ([4])

En esta Noche, sin que actúen las potencias naturales del hombre -su inteligencia, voluntad e imaginación, inevitablemente ligadas al cuerpo- le acaece secretamente al espíritu entrar en comunicación y alcanzar sabiduría y amor superiores, propiamente espirituales y divinos.

Esta sabiduría y amor secreto, según nuestro autor, se presenta como una escala mística que hace ascender el espíritu hasta la unión con Dios, pudiéndose distinguir al menos diez gradas ascendentes. Grados de elevación mística cuyo significado, nos parece, no alcanzan a ser explicados ni son expresables con palabras sino a quienes de ellos hayan tenido experiencia. Sería, en todo caso y en general, un proceso por el cual el espíritu va llenándose de Dios, en un camino de creciente ventura y felicidad y amor que conduce hasta la unión y al "matrimonio espiritual" con el mismo Dios.

Por este camino de la mística cristiana el espíritu, pues, que empieza mortificando todas las dimensiones de su corporeidad incluyendo aquellas propiamente espirituales que no puede operar sino en unión con el cuerpo, sale, o mejor, es sacado sucesivamente de su condicionamiento material y corporal y es puesto a vivir en su propia entidad espiritual, primero en el conocimiento intuitivo de sí mismo y en el amor universal incondicionado, para volcarse finalmente todo entero hacia lo alto, en la dirección del Espíritu absoluto, hasta llegar, si tiene la dicha de actualizar en plenitud las potencias de su esencia, por gracia especial que le otorga Dios, a unirse con El en una suerte de adelanto místico de lo que podría llegar a ser, según la fe cristiana, la felicidad de la unión eterna con Dios después de la muerte o apagamiento de nuestra corporeidad.

Si ponemos frente a frente el sentido y la experiencia de la espiritualidad oriental y de la mística cristiana, podemos percibirlos como dos movimientos distintos pero en cierto modo complementarios que llevan el espíritu a vivir en su propio elemento, el uno por un camino de vaciamiento y el otro por una vía de plenificación. El uno conduce hacia el descubrimiento de la profundidad espiritual sumergida por debajo del estado de conciencia habitual, el otro por la vivencia de las alturas que se elevan por encima de ese mismo estado en que actúan las potencias superiores de la conciencia.

Tenemos pues, al final del recorrido del análisis de las múltiples dimensiones y senderos que sigue el espíritu en su proceso de expansión de su ser, la que puede ser una imagen suya completa. Lo vimos en primer lugar actuando sobre el propio cuerpo y la materialidad en que vive esforzándose por atraerlo a sí para espiritualizarlo; lo apreciamos constituyendo un mundo de solidaridad espiritual y comunitaria y construyendo un universo cultural hecho de los productos superiores generados por el actuar de sus propias potencias: ideas, formas, símbolos y sueños. Lo encontramos en la búsqueda de sí mismo, penetrando en los misterios del sueño, la dormición y el apagamiento de toda vida consciente y, finalmente, elevándose por encima de sí mismo hacia un mundo espiritual pleno de luz y de amor.

La esencia del hombre, espíritu corporal, la podemos tal vez representar como un ave de naturaleza superior, cuyo cuerpo es capaz de movimientos de sutil espiritualidad, cuya cabeza es creadora de realidades incorpóreas y abstractas, y que alza el vuelo hacia dimensiones misteriosas agitando dos alas que despiertan, la una las dimensiones encondidas del inconsciente por medio de los sueños, la dormición y meditación en sentido oriental, y la otra las dimensiones misteriosas de la contemplación, el éxtasis y la mística en sentido cristiano.

¿Hacia donde vuela esta ave magnífica? ¿Completa todo su sentido y su ser en la realización y actualización de sí misma como espíritu corporal? ¿O se proyecta más allá de sí misma encontrando su verdad última en alguna realidad superior que, habiéndola creado la sustenta y atrae?

La óptica cristiana es ésta última. Desde un punto de vista filosófico la razón orienta en el mismo sentido en la medida que se acepte que Dios sea la causa y fin último de lo existente.

En tal hipótesis, según la cual el espíritu humano opera y obra enteramente como expresión e instrumento de un proyecto divino, todo el proceso del espíritu corporal humano adquiere una nueva luz y una nueva proyección. En efecto, ¿por qué, o en razón de qué diseño superior, un espíritu corporal? Elevemos nuevamente el vuelo.

Dios, Espíritu subsistente y pleno, infinito y eterno, perfecto y completo en sí mismo, en la sobreabundancia de su Amor quiere darse así mismo y crea de la nada una realidad distinta de sí -la materia-, como principio dinámico que genera energía y movimiento. Principio material, no-Dios, es sin embargo un ser, y como tal genera un movimiento de atracción. (Es interesante recordar que la principal ley de la física es la "fuerza de la gravedad", energía de atracción universal de los cuerpos). En cuanto distinto a Dios y dotado de una fuerza de atracción sobre sí, en cierto sentido se le opone. Pero el propósito del Creador, que es mucho más Ser que su creatura, es reconducir su creación a sí mismo. Sólo así, en efecto, la obra suya tendrá sentido de amor. Si en el proyecto de Dios está reconducir la creatura al Creador, sólo en éste aquella puede encontrar su cumplimiento y su paz, su finalidad y realización. Hasta entonces, "la naturaleza gemirá como con dolores de parto".

De la materia atraída por el Espíritu de Dios surge la vida, los cuerpos sensibles, el hombre mismo. Pero éste no es pura materia complejamente organizada. El es a la vez resultado de la evolución natural de la materia y de un acto creador especial del mismo Dios, que pone en un ser natural y material un principio de vida y energía espiritual. Así, el hombre aparece como unión de dos principios, corporal y espiritual, que en su propio ser se encuentran y entraban en lucha de atracciones recíprocas.

Entre la naturaleza material y el espíritu corporal, y entre éste y Dios hay enormes distancias marcadas por innumerables pliegues y mediaciones. El proceso de ascenso requiere subir progresivamente innumerables peldaños. Son, en primer término, lo que llevan desde la materia inerte a la materia compleja, refinada y subjetiva del cerebro humano, pasando por los varios escalones de seres vegetales, sensibles y animales casi inteligentes. Son también, en segundo término, los que aparecen en el proceso de ascenso del espíritu corporal hasta Dios pasando por la actualización plena del espíritu humano.

El hombre es, pues, en cuanto espíritu corporal, el mediador entre el mundo material y el universo espiritual; en él cohabitan, se atraen y luchan, ambas realidades en una síntesis imperfecta. Es una síntesis magnífica de las múltiples dimensiones del ser: materialidad, corporalidad vegetativa, sensitiva y animal; espiritualidad psíquica, consciente, inconsciente y supraconsciente, libre y comunicativa; tiene también algo de Dios, por semejanza y filiación.

Vistas las cosas en la óptica de Dios todo el proceso de la acción humana adquiere un nuevo y más elevado horizonte. No sólo en cuanto a la orientación del espíritu humano hacia su realización en la unión plena con Dios, sino también en las obras mismas que realiza en la tierra. Por ejemplo, se comprende cómo el proceso de espiritualización de la materia y del propio cuerpo que despliega el espíritu humano, no tiene en éste mismo el motor o la fuente última de la energía que lo realiza y actúa; el espíritu humano en este mismo su obrar natural aparece más bien como instrumento de un universo espiritual superior, del cual es una "avanzada" a la que se ha encomendado explorar y operar en el mundo material el proceso de elevación.

Por la imperfección de este ser espiritual-corporal se hace presente el mal, el pecado, que viene a complicar las cosas... y el propio diseño divino. El hombre siente la tensión hacia Dios, pero también la atracción de la materia y el cuerpo, y en uso de su libertad se enreda en el proceso de actualización y complemento de su esencia naturalmente escindida en sus dimensiones corporal y espiritual y en sus dos modos de ser varón y mujer.

¿Por qué Dios no hizo al mundo perfecto, al hombre perfecto, al espíritu perfecto? Perfecto es sólo Dios, y la creación de alguna otra realidad perfecta hubiera significado la creación de otro Dios idéntico a sí mismo. La creación es perfecta con minúscula, o sea, perfecta en cuanto realidad distinta de Dios; pero que se unirá a Dios alcanzando así su propia perfección superior, añadiendo a Dios solamente una mayor gloria. El nos hizo libres de manera que el bien, la verdad, la belleza y la virtud pudiesen ser una conquista nuestra. Porque somos libres somos capaces de pecado; pero es mejor que seamos libres y pequemos, a que estemos programados para hacer sólo el bien y no pequemos sin ser tampoco seres libres.

Así, pues, por el pecado se estableció una distancia que no es sólo aquella que resulta de nuestra naturaleza creada sino la que se generó por la interrupción de la gracia divina en nosotros.

Aún en el estado de naturaleza caída el hombre desarrolla su acción mediadora entre la materia y el espíritu. Aún careciendo de la gracia divina el hombre puede cumplir su misión mediadora respecto a la materia y al mundo, a su propio cuerpo, al universo social de los mismos hombres, y puede actualizar al menos en parte su dimensión espiritual natural.

Pero, para continuar el proceso ascendente y superar la escisión establecida por el pecado respecto al Espíritu de Dios, se hace indispensable la gracia divina, una acción sanadora especial que sólo Dios mismo puede ejecutar. Según la revelación cristiana, Dios efectivamente interviene estableciendo una nueva alianza con el hombre, a través de la máxima y perfectamente misteriosa obra del amor divino: su encarnación en un hombre que es igual a los demás por esencia y que sin embargo continúa siendo Persona Divina.

Al hacerse hombre Dios mismo, la naturaleza o esencia del hombre, y de todo hombre, resulta en cierto modo recreada. La naturaleza humana se ve elevada y llamada a nueva perfección, pues el hombre-Dios le ha abierto un nuevo horizonte de realización y plenitud. No sólo la naturaleza humana queda virtualmente sanada sino su esencia santificada: en su espiritualidad como en su corporeidad, en su actividad en la tierra como en su desarrollo espiritual. La imagen, la meta del hombre perfecto y plenamente actualizado, ya no es el Adán-Eva realizado sino el hombre-Dios en su plenitud.

La imaginación, el intelecto, el espíritu, se detienen. No pueden ya seguir elaborando más nada y se callan. Sólo queda contemplar y amar.





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[1] Teresa de Avila, Las Moradas, Apostolado Mariano, Sevilla 1983, pág. 4-5.
[2] Id, págs. 4, 7 y 13.
[3] San Juan de la Cruz, Noche Oscura, en "Vida y Obras de San Juan de la Cruz", Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1950, págs. 829-30.
[4] Id., pág. 851.

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