domingo, 10 de octubre de 2010

EN BÚSQUEDA DEL SER Y DE LA VERDAD PERDIDOS. La tarea actual de la filosofía. 2

II. COMO SE BUSCARON Y PERDIERON EL SER Y LA VERDAD EN LA FILOSOFIA MODERNA.
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El comienzo del fin de la metafísica.

El hecho es que respecto a la pregunta fundamental sobre el ser, y respecto a las interrogantes que la acompañan y que surgen al tratar de responderla, carecemos de respuestas definitivas y ciertas. En otras palabras, no hemos alcanzado la verdad sobre el ser, o quizás la perdimos.

Las filosofías antigua y medieval creyeron tener esas respuestas y pensaron haber establecido el ser, y con éste el acceso a la verdad; o haber alcanzado la verdad y con ésta accedido al ser. Pero esas filosofías se disolvieron en los albores de la época moderna, y con ellas se deshizo no sólo la verdad sino la propia convicción de que podamos acceder a ella y conocer el ser en cuanto ser. ¿Cómo ocurrió esto? De la manera más simple: poniendo en duda las respuestas que la filosofía y las ciencias habían proporcionado hasta entonces, esto es, reinstalando la pregunta por el ser como pregunta aún no respondida, e iniciando en tal modo la búsqueda de una nueva respuesta que estableciera la certeza necesaria.

Quien efectuó esta tan simple operación intelectual fue Descartes, y lo hizo de un modo radical y eficaz: puso en duda la verdad de todo lo afirmado y conocido por el hombre en la historia y que llega a cada persona como sentido común, como cultura, como ciencia, como moral, como filosofía, etc.

La razón que aduce para ponerlo todo en duda es que en nada de lo supuestamente conocido se ha alcanzado acuerdo entre los hombres, ni siquiera entre los filósofos. Por cierto el argumento no es muy consistente, pues exigirle a la verdad el consenso universal o el de todos los filósofos no alude a las condiciones intrínsecas que deba cumplir la verdad para ser reconocida como tal, las que pueden ser cumplidas por unos pero no por otros. El hecho es que, planteada la “duda metódica” sobre todo conocimiento adquirido, Descartes se resuelve "a no buscar otra ciencia que la que podría encontrar en mí mismo". Pero al poner en duda la verdad de todo conocimiento y saber adquiridos, pone en duda la realidad misma, el ser. Es cierto que esto último lo hace sólo por un momento, y de hecho sale de la duda inmediatamente que la establece, proporcionando de corrido una respuesta que elimina la pregunta ("En el punto mismo, me di cuenta de que mientras quería pensar de esta suerte que todo era falso, era preciso necesariamente que yo que lo pensaba fuese alguna cosa; y notando que esta verdad Pienso, luego existo, era tan firme y segura que las más extravagantes suposiciones de los escépticos no eran capaces de quebrantarla, juzgaba que podía recibirla sin escrúpulo como el primer principio de la filosofía que buscaba"). Pero el daño estaba hecho, porque no resultaría tan fácil restablecer el ser desde el pensar ni la verdad desde el yo.

En efecto, la continuación del razonamiento lleva a Descartes a moverse en un terreno resbaladizo, en el que hace uso de conceptos que recoge del pasado y que él mismo acababa de poner en duda: "Después, examinando con atención lo que yo era, y viendo que podía imaginarme sin cuerpo y sin mundo ni lugar en que estuviese, pero que no podía sin embargo imaginar que yo no existía (...), conocí de aquí que yo era una sustancia cuya esencia o naturaleza es pensar, y que, para existir, no tiene necesidad de lugar alguno ni depende de ninguna cosa material, de suerte que este yo, es decir, el alma por la que soy lo que soy, es enteramente distinta del cuerpo, e incluso que es más fácil de conocer que él y que, aunque no existiese, el alma no dejaría de ser como es". Es demasiado, en efecto, extraer del cogito ergo sum, por más atentamente que se lo examine, conceptos tan complejos como los de yo, sustancia, esencia o naturaleza, cuerpo y alma, conocer y existir, y afirmaciones tan audaces como que soy una sustancia cuya esencia es pensar, que soy lo que soy por el alma, la cual es enteramente distinta del cuerpo, y que no dependo para existir de ninguna cosa material, etc.

No obstante las débiles bases de su pensamiento, desde que Descartes sometiera a duda metódica toda la metafísica anterior y refundase la filosofía sobre el sujeto como única vía de acceso a la realidad, el pensamiento filosófico -y tras él la humanidad entera- se ha deslizado inexorablemente hacia el subjetivismo y el relativismo cognoscitivo. Si la única realidad que sostiene al conocimiento es la del sujeto cognoscente, cada sujeto está en condiciones de fundar su propia verdad, que no tiene validez más allá de la conciencia que la piensa y sostiene. Y si cada sujeto tiene igual capacidad de fundar su verdad sobre su exclusiva vivencia interior, incluso la verdad para el mismo que la sostiene se disuelve: aunque conozca algo como verdadero, no tiene razones para estar cierto de su propio conocimiento, porque debe reconocer que las verdades de los otros, distintas y a menudo contrapuestas a las suyas, tienen el mismo soporte que éstas, que debe asumir entonces en toda su debilidad.

Es así que hablar hoy de la verdad, o incluso de una afirmación cualquiera como indudablemente verdadera, suscita inmediatamente el rechazo que antes se reservaba para aquél comportamiento intelectual insano que se acostumbra calificar de dogmático y que consiste en afirmar verdades sin estar dispuestos a someterlas a la crítica racional. La tan habitual afirmación "tu verdad vale tanto como la mía" lleva implícita la convicción de que la verdad no existe, y que todas las afirmaciones y negaciones que puedan hacer los sujetos no son susceptibles de certeza teorética. De este modo los hombres se han vuelto incapaces de ir más allá de formular opiniones más o menos plausibles pero inevitablemente inciertas. La humanidad se encuentra, así, en un estado de radical desconfianza respecto a la capacidad del intelecto y de la razón para alcanzar verdades consistentes y seguras, carente de una vía de acceso al conocimiento del ser y de la realidad como es en sí misma, y desprovista en consecuencia de una guía racional de la vida y de la acción.

La primera "víctima" de esta desconfianza general no es otra que la filosofía misma, que perdió hace ya tiempo su antiguo prestigio. Es cierto que, como toda filosofía en su tiempo, la filosofía moderna ha tenido un impacto enorme en la cultura socialmente difundida, en este caso generando ese relativismo y subjetivismo difuso en que nos encontramos. Pero a consecuencia de éste, ya no se espera de los filósofos que provean respuestas valederas a los problemas fundamentales del hombre. Por lo demás, la filosofía no está en condiciones de recuperar su credibilidad, porque habiendo dejado de creer en sí misma trasmite hacia fuera su propia inseguridad y desconfianza.

Insistencia de la filosofía en constituirse como ciencia rigurosa.

Sin embargo la filosofía siempre ha sido, y es por definición, búsqueda de la verdad, intento permanentemente renovado de la razón por fundamentar un conocimiento racional cierto, universal y seguro sobre el ser. Así lo entendieron los antiguos filósofos y así lo vuelven a afirmar constantemente hasta hoy todos los que se proponen refundarla sobre nuevas bases más consistentes que las anteriores.

Lo dice Kant al prologar su Crítica de la Razón Pura: "Este ensayo obtiene el resultado apetecido y promete a la primera parte de la metafísica el camino seguro de la ciencia. (...) La crítica no se opone al procedimiento dogmático de la razón en el conocimiento puro de ésta en cuanto ciencia (pues la ciencia debe ser siempre dogmática, es decir, debe demostrar con rigor a partir de principios a priori seguros), sino al dogmatismo(...). La crítica es la necesaria preparación previa para promover una metafísica rigurosa que, como ciencia, tiene que desarrollarse necesariamente de forma dogmática."

Lo reafirma Hegel en el Prólogo de la Fenomenología del Espíritu: "La verdadera figura en que existe la verdad no puede ser sino el sistema científico de ella. Contribuir a que la filosofía se aproxime a la forma de ciencia -a la meta en que pueda dejar de llamarse amor por el saber para llegar a ser saber real: he aquí lo que yo me propongo. La necesidad interna de que el saber sea ciencia radica en su naturaleza, y la explicación satisfactoria acerca de esto sólo puede ser la exposición de la filosofía misma".

Así también Husserl en La Filosofía como Ciencia Rigurosa parte afirmando: "Desde su primer comienzo la filosofía ha pretendido llegar a ser ciencia rigurosa, aún más, ser tal ciencia capaz de satisfacer a las más altas exigencias teoréticas y de hacer posible, desde un punto de vista ético-religioso, una vida guiada por normas racionales puras. Es ésta una pretensión que se ha hecho valer con mayor o menor energía, pero que no ha sido jamás abandonada". Y aunque a continuación afirma que "no hay época del desarrollo de la filosofía en que haya podido satisfacer tal exigencia de rigurosidad científica", su propio esfuerzo intelectual apunta a lograrlo, "considerando que los supremos intereses de la cultura humana exigen que se edifique una filosofía rigurosamente científica".

Mientras ello no ocurra el hombre se encuentra disminuido ante sí mismo, inseguro en su razón, obligado a vivir en la incerteza. Pero el ser humano, aunque pueda acostumbrarse a vivir en la incertidumbre, parece necesitar la verdad, no solamente como una aspiración psicológica sino para llegar a ser lo que está llamado a ser, o dicho de otro modo, para ser lo que él mismo quiere ser. Si mantiene la pregunta como pregunta que lo inquieta, debe buscar la respuesta que establezca la quietud en su conciencia. En efecto, para dejar de buscar la verdad sobre el ser habría que eliminar la pregunta que interroga por él; pero ya vimos que la pregunta es inevitable, porque queremos y necesitamos saber qué es la realidad y por qué existimos. Por eso, y sólo por eso, la filosofía es necesaria. Pero sólo si mantiene activamente la búsqueda de una respuesta verdadera merece ser respetada, esto es, reconocida como auténtica filosofía.

Es así que los intentos de los filósofos desde Descartes hasta el presente han sido gigantescos y notables en su afán de fundar un saber que merezca ser apreciado por su rigurosa cientificidad, en el sentido de permitir al hombre acceder a la verdad de las cosas. El mismo Descartes estaba lejos de proponerse generar la desconfianza generalizada en el conocimiento. La duda metódica se refería solamente al pasado filosófico, del que necesitaba desprenderse para refundar la verdad sobre nuevas bases. Como vimos, creyó que con el "cogito ergo sum" instalaba en el pensamiento una certeza inconmovible, la de la propia existencia del sujeto pensante, con lo cual la posibilidad de acceder al conocimiento metafísico verdadero quedaba restaurada. Bastaba continuar aplicando a dicha verdad primera las reglas de un método racional, o sea universalmente aceptado por la razón, para desprender de ella y encontrar sucesivamente muchas otras verdades claras y distintas sobre sí mismo, sobre la realidad del mundo exterior e incluso sobre Dios.

La duda cartesiana se había aplicado no solamente a la metafísica sino también a la lógica anterior. Poco antes, Bacon había sometido a la más radical de las críticas la lógica aristotélica basada en el silogismo, la cual "sirve más para fijar y consolidar errores, fundados en nociones vulgares, que para inquirir la verdad". El Novum Organun baconiano, o sea el método inductivo con que sustituye a la lógica deductiva, no sirve sin embargo para la metafísica, pues con él se propone solamente alcanzar el conocimiento y dominio de los fenómenos de la naturaleza empírica. Descartes, que pretende fundar la filosofía como ciencia metafísica del ser, está obligado no solamente a restablecer una verdad primera como punto de partida, sino también a precisar las reglas metodológicas mediante las cuales dicho punto de partida pueda dar origen a una ciencia que progresa en el tiempo. Tal es el propósito del Discurso del Método y de las Reglas para la Dirección del Espíritu.

Después de Descartes hubo dos intentos próximos de restaurar la posibilidad del acceso al conocimiento filosófico verdadero. Fueron pensadores que comprendieron la radicalidad del problema planteado por aquél y la insuficiencia de su respuesta, y que por tanto buscaron evitar su punto de partida crítico.

Spinoza, por un lado, insiste en la posibilidad de acceder a la verdad, rehuyendo de la duda metódica con el simple expediente de sostener que la idea verdadera tiene su certeza en sí misma, y que el intelecto puede establecer naturalmente conexiones entre ideas verdaderas llevándolo a nuevas verdades, mediante la intuición y la deducción, "que no pueden contradecirse". Para él, el método es solamente un saber posterior, una reflexión que versa sobre el modo en que el pensamiento procede y avanza de unas verdades a otras.

Leibniz, por su parte, observando que la duda metódica obstruye el pensamiento filosófico porque "una vez admitida, ni la existencia de Dios puede levantarla", sostiene que "admitimos los postulados y axiomas, tanto porque satisfacen inmediatamente al espíritu, como porque están probados por experiencia; sin embargo, interesa para la perfección de la ciencia que sean demostrados". Tal demostración procedería a priori, por deducciones lógicas en base a dos axiomas que no pueden ser negados, el de identidad (A es A) y el de razón suficiente (hay una razón por la que cualquier cosa es como es y no de otro modo); o bien a posteriori, por la experiencia.

Pero el cogito cartesiano no es más que una experiencia interior, desde la cual se hace posible solamente restaurar un saber, un pensamiento, un conocimiento que permanece todo entero dentro del sujeto, incapaz de trascender con certeza hacia cualquier realidad que no sea la de la propia subjetividad. De igual modo, las ideas verdaderas de Spinoza que tienen su certeza en sí mismas, y también los postulados y axiomas de Leibniz que satisfacen inmediatamente al espíritu en cuanto serían innatos y afirmados a priori por la conciencia o espíritu en razón de que le generan asentimiento y evidencia interiores, dan por supuesto lo que debe demostrarse.

Locke excluirá pronto este "innatismo" que identifica como doctrina del prejuicio pues conduce a postular la infalibilidad del conocimiento natural, capaz de "afirmar una certeza irreductible sin más fundamento que la afirmación de un individuo".

La crítica de la razón y la dialéctica del espíritu.

La crítica a las pretensiones de acceder a la verdad de las cosas sea deductiva como inductivamente, se torna rigurosa con Kant, que en su Crítica de la Razón Pura concluye que no es posible conocer la realidad como es en sí, pudiendo solamente accederse a saber cómo es para sí, o sea tal como se nos presenta y aparece en la conciencia. Todo saber permanece encerrado en el sujeto, pues el sujeto cognoscente, siendo la sede única del conocimiento, marca y determina todo conocimiento con su propia subjetividad. El ser, la verdadera realidad de los entes, permanece vedado, inaccesible al conocimiento humano. Lo que hace el sujeto es ordenar y unificar el cúmulo caótico de sus percepciones y experiencias que le llegan a través de los sentidos y la sensibilidad, mediante "formas puras de la intuición" (como las de tiempo y espacio) y "categorías del entendimiento" (las de causa y efecto, cantidad y cualidad, etc.). Formas y categorías a priori de la razón pura, o sea que no provienen de la experiencia de la realidad externa sino que son exclusivamente propias del sujeto, establecidas por la razón misma y en tal sentido subjetivas.

Sin embargo y de un modo similar a Descartes, Kant se esfuerza en dejar abierta una vía de acceso a la ciencia metafísica, y lo hace afirmando que las mencionadas categorías a priori de la razón tendrían el doble carácter de ser necesarias y universales, de modo que una vez establecidas por la razón no cabe sino reconocerles valor cognitivo: no solamente la coherencia lógica entre ellas sino también la capacidad de expresar y exponer contenidos cognitivos racionales puros (no dependientes de la experiencia empírica). De este modo pretende escapar del relativismo y el subjetivismo filosófico, afirmando la posibilidad de una futura metafísica universal que fluiría de la naturaleza misma de la razón. Esta debiera construirse a priori a partir de categorías universales y necesarias.

Sin embargo, para sostener tal posibilidad concibe que existe un escollo a resolver, cual es que la ciencia metafísica habrá de expresarse en juicios que afirmen los conocimientos verdaderos. Tales juicios no pueden contener elemento alguno de origen empírico, pues tal origen dañaría su pureza racional y les impondría la distorsión subjetiva consiguiente a tal origen. Dicho de otro modo, los juicios de la ciencia metafísica no pueden ser a posteriori (derivados o inducidos desde la experiencia de los sentidos), debiendo ser enteramente concebidos a priori, igual que las categorías. Indagando entonces la forma o estructura de los juicios racionales, concibe que ellos no pueden ser sino de dos tipos: los que en el predicado se limitan a exponer contenidos cognitivos ya presentes en el concepto del sujeto, de modo que el juicio no añade conocimiento alguno sobre el ya dado en el concepto (a estos los llama juicios analíticos); y los juicios (que denomina sintéticos), en que lo que está en el predicado agrega conocimientos afirmando contenidos que no estaban ya dados en el concepto primero. Obviamente, una ciencia merecerá el nombre de tal solamente si en su construcción proporciona conocimientos nuevos, no contenidos en el concepto del que parte. Así la metafísica será posible solamente si puedan construirse juicios sintéticos a priori que no tengan proveniencia ni contacto alguno con la realidad empírica. La razón pura debe agregar contenidos nuevos, por medios puramente racionales, sin inferencia ni referencia a ningún contenido cognitivo empírico (tal como, según el mismo Kant, lo harían la geometría y las matemáticas).

La posibilidad de estos juicios sintéticos a priori de la razón pura será justamente discutida por los filósofos posteriores a Kant y especialmente por la corriente denominada “filosofía analítica”. Más adelante nos referiremos a la verdadera demolición que estos filósofos efectúan de la pretensión kantiana de acceder a una ciencia metafísica que trascienda todo contenido empírico por esta vía. Pero antes de ella y sin necesidad de ir tan lejos, nos percatamos que un conocimiento racional a priori, estructurado por conceptos o categorías racionales puras -no derivadas ni inferidas de ninguna experiencia cognitiva de la realidad e incluso universales en el sentido de propias de todos los sujetos-, no garantiza el acceso a verdades objetivas (en el sentido de que expongan conocimientos indudables y ciertos, independientes del cognoscente) sobre la realidad. En efecto, si las formas de la intuición sensible (espacio y tiempo) y las categorías de la razón (cantidad y cualidad, causa y efecto, etc.), son puestas por el entendimiento y la razón pura, o sea provienen del sujeto, y no han sido inferidas ni derivadas de la realidad, puede dudarse de que en ésta (la realidad) los fenómenos se conecten en secuencias espacio-temporales y que se articulen en nexos de causalidad, etc. por más racional que sea ordenarlas en tal modo. Lo que suponemos realidad conocida no sería sino nuestra representación racional de ella, que en sí permanece desconocida.

De este modo y ante cualquier búsqueda por el lado de la razón pura, retorna y queda siempre en pié la premisa kantiana según la cual todo conocimiento se cumple necesariamente al interior del sujeto y queda en consecuencia marcado con tal configuración subjetiva. Esta premisa del razonamiento kantiano se mostrará resistente frente a una serie de intentos ulteriores que pretendieron sostener la posibilidad de verdades objetivas, necesarias y universales no dependientes del sujeto que las construye. Desde tal premisa los sucesivos intentos de escapar de la conclusión subjetivista serán vanos, pues ella conduce finalmente a una sola afirmación irrefutable que está contenida ya en el punto de partida: no es posible acceder a la realidad tal como es en sí misma independiente de nuestro conocimiento de ella, el ser en sí es inaccesible al conocimiento, la mente humana no es capaz de sostener verdades absolutas. Aunque Kant sostenga que las verdades de la filosofía trascendental son irrefutables (y condición de la posibilidad de todo otro conocimiento), no parece consecuente que reivindique o exija para su filosofía el asentimiento de nadie: con sus propias razones cualquiera puede decirle, en efecto, que todo lo que afirma, todo el sistema filosófico que construye, no es sino la realidad tal como aparece para él y tal como intenta reconstruirla con su propia razón incapaz de acceder a la realidad en sí.

Pero Hegel no se conforma ni acepta esta radical imposibilidad, y buscará refundar la posibilidad de la filosofía como ciencia del ser. Para hacerlo, vuelve al punto de partida cartesiano, el sujeto, que en el cogito lograría algo más que acceder a una primera verdad indubitable, pues al derivar del cogito el sum habría reinstalado el pensamiento en el mundo del ser. La conciencia que se piensa a sí misma se establecería sólidamente en el plano metafísico, del ser en sí, porque el sujeto se percibe a sí mismo como sustancia; tal autoconciencia interior no estaría sesgada por ningún sentido o percepción exterior que, Hegel le reconoce a Kant, opera inevitablemente como instrumento cognoscitivo que distorsiona y marca con sus propias formas la realidad que percibe. Pero como la realidad del propio ser no le llega al sujeto por los sentidos ni desde afuera, no experimentaría distorsión en aquello principal que es el hecho de que existe y de que es sustancial.

Sin embargo, Hegel sabe que la cosa no es tan simple. El sujeto autoconsciente, entendido como la conciencia individual, está consciente de su propia precariedad ontológica, o sea, de que él no es el ser sino a lo más una parte del mismo, una de sus expresiones, un momento del ser. Su propio conocimiento se manifiesta en un devenir, y no se encuentra asentado en el ser. De ahí que, si bien el acceso al objeto de la metafísica (el ser) estaría restablecido (como conciencia o sujeto sustancial), la elaboración de ella como conocimiento teorético puro y absoluto está lejos de ser algo que pueda cumplir el sujeto mismo. La precariedad de éste en cuanto conciencia autoconsciente, no garantiza que su conocimiento del ser sea verdadero. El sujeto del conocimiento verdadero no puede ser un sujeto precario e incierto, una conciencia limitada e histórica y psicológicamente condicionada. El sujeto del conocimiento metafísico no puede ser otro, sostiene Hegel, que un sujeto absoluto que se conciba a sí mismo con un conocimiento absoluto, no limitado ni sujeto a ninguna distorsión. El sujeto del conocimiento no puede ser otro que el Espíritu absoluto, que se identifica con el ser que es necesariamente sujeto, autoconciencia del todo.

Todo el sistema filosófico hegeliano será concebido, así, como el proceso por el cual el sujeto autoconsciente que es la conciencia del hombre, accede por grados sucesivos, a través de una dialéctica que es histórica y filosófica a la vez, a reconstruir o recorrer el largo camino que conduce la conciencia del hombre, a través del devenir histórico y autoconsciente de la conciencia humana que se manifiesta como "fenomenología del espíritu", buscando alcanzar al final del proceso la Ciencia del ser, esto es, ponerse en el Espíritu Absoluto que se concibe a sí mismo. “La Verdad, dice Hegel, se encuentra solamente al final, es el todo, incluyendo el camino y el resultado”.

El método cartesiano se manifiesta por cierto también insuficiente para el propósito hegeliano, por lo que Hegel se propone restaurar también la ciencia de la lógica al interior de la ciencia filosófica, como la formulación racional de aquél camino dialéctico que mediante secuencias de afirmación, negación y síntesis conduce a la conciencia individual, y tras ella a la conciencia de la humanidad, hacia el saber absoluto.

Gigantesco y magnífico esfuerzo filosófico el de Hegel, que al propio Hegel satisface en la medida que concibe su filosofía en el punto más avanzado o en la cúspide del camino del espíritu autoconsciente, pero que no resuelve el problema porque, en definitiva, para todo otro sujeto pensante Hegel no es sino un sujeto entre muchos otros, y su filosofía la elaboración de una conciencia limitada atravesada inevitablemente por la precariedad, de modo que por más elevado que sea, el sistema filosófico que construye sería incapaz de trascender la propia subjetividad de su autor. Si el saber absoluto se elabora históricamente no se entiende cómo el conocimiento pueda superar la historicidad, y si la verdad se constituye solamente al final del proceso de la conciencia deberá reconocerse que en cualquier momento es provisoria y susceptible de ulterior desarrollo, negación y cambio. La dialéctica de la afirmación y la negación lleva a síntesis, pero cada síntesis es un momento dialéctico que deberá ser negado para conducir a una nueva síntesis, y así indefinidamente.

Las dos grandes tareas planteadas por Descartes a cualquier filosofía que tenga pretensiones de ser verdadera -identificar una verdad primera, punto de partida en la que se establezca el acceso al ser metafísico, y encontrar una lógica o método científico que permita elaborar a partir de dicha verdad una ciencia completa- permanecen pendientes.

El método inductivo y el positivismo.

A este punto parece haber ocurrido en la filosofía que la crítica kantiana de la posibilidad del conocimiento del ser en sí pareció tan contundente y -no obstante sus intenciones- tan demoledora de la pretensión metafísica (ni siquiera el sublime intento hegeliano se demostró capaz de superarla), que termina aceptándose como definitiva la imposibilidad de la metafísica como ciencia filosófica del ser. Pero la filosofía no quiere renunciar con ello a la intención de constituirse como ciencia. Deberá encontrar, sin embargo, un nuevo modo de serlo. Junto con abandonar "el ser en cuanto ser" como objeto del conocimiendo, la búsqueda de la "verdad primera" queda en suspenso, y el trabajo filosófico se vuelca a la cuestión del método, de la lógica, de la dialéctica, del organum.

Recordemos que Bacon y Descartes abrieron este asunto decisivo con distinto propósito y a distinto nivel. Agotada en Hegel la dirección de búsqueda inaugurada por Descartes, se hace presente a los filósofos y a la conciencia humana en general, con singular y renovada fuerza, la dirección en que la había planteado Bacon, que no lleva hacia un conocimiento específicamente filosófico (ontológico) pero que orienta el espíritu humano por un camino que se le aparece como más eficaz, prestigioso y prometedor, cual es el de las ciencias positivas.

El núcleo de la crítica baconiana a la lógica racional tradicional apuntaba a descartar el tipo de conocimiento abstracto y deductivo que es propio de la filosofía. Ante todo, recordando lo que ya bien sabía Aristóteles, Bacon señala que "el silogismo no es aplicable a los principios de las ciencias", porque los primeros principios o axiomas que sirven de base al silogismo no pueden ser demostrados silogísticamente. En efecto, la verdad "primera" no puede ser conclusión de un silogismo, que necesariamente supone alguna premisa verdadera anterior; y si la primera premisa de una serie de silogismos es infundable lógicamente, todo el edificio de conclusiones obtenidas deductivamente a partir de aquella estará afectado por la inconsistencia del fundamento. Siendo así, deberá reconocerse que la lógica racional no es capaz de fundar por sí misma una ciencia filosófica verdadera.

Pero Bacon va más allá, argumentando que el problema de la lógica silogística es radical, porque ella es insegura también cuando se aplica a los "axiomas intermedios", o sea, en el desarrollo dialéctico del conocimiento especulativo. En efecto, "El silogismo consta de proposiciones, las proposiciones de palabras y éstas son símbolos de nociones. De modo que si las nociones mismas (que son la base de la realidad) son confusas y responden a una abstracción precipitada de los hechos, no puede haber solidez alguna en lo que se construye sobre ellas. Por tanto, la única esperanza está en la verdadera inducción". Cualquier proposición -premisa o consecuencia- está compuesta de conceptos, que se forman por abstracción a partir de los hechos; pero si la verdad y certeza de los conceptos no puede ser garantizada por la razón, todo pensamiento deductivo basado en proposiciones y en conceptos que se articulan lógicamente unos tras otros carece de valor científico. Toda la confianza que pueda depositar la razón en la lógica racional como fuente de conocimiento carecería de fundamento.

En realidad Bacon se excede en la crítica, porque los conceptos formados por una abstracción bien hecha pueden ser unívocos, claros y distintos, y los silogismos fundados en ellos conducir a conclusiones precisas. Pero el fondo de la crítica baconiana se mantiene, en cuanto los conceptos y afirmaciones que ofician como premisas del razonamiento no pueden ser establecidos como verdaderos por la pura lógica deductiva. Sea que se formen por abstracción o por inducción, es preciso comenzar de algo que la razón pura no puede demostrar. Bacon entenderá que ese algo del cual partir deberá necesariamente llegar a la conciencia desde fuera de la razón, y ello no es otra cosa que la experiencia. La crítica a una ciencia del ser que pretenda sostenerse exclusivamente en la razón deductiva es, en verdad, definitiva.

Encontramos, pues, a la filosofía sometida a un ataque despiadado y vencedor que le ha cuestionado sus dos antiguas fortalezas: los "primeros principios", tal que se queda sin un punto de partida seguro, y la lógica, que la deja sin el método racional con el que había creído proceder con seguridad. La grandeza de Descartes está en haber intentado restaurar la posibilidad del conocimiento filosófico en ambos aspectos: proponiendo una verdad primera indubitable, y al mismo tiempo unas reglas del método que conduciendo a la formulación de ideas claras y distintas garanticen mantenerse en la verdad. Desgraciadamente, la filosofía crítica posterior puso de manifiesto que Descartes falló en ambos intentos.

El hecho es que Bacon, abandonando cualquier pretensión de construir una filosofía especulativa o racional, establece las bases para un nuevo método de construcción de conocimientos: la inducción a partir de los datos que provee la experiencia de las cosas naturales. La mente humana se limitará a inducir el conocimiento científico desde la experiencia empírica. Una larga serie de filósofos darán continuidad a esta dirección del pensamiento, fundamentando el empirismo desde Hobbes ("La sensación es el principio del conocimiento de los principios mismos y toda la ciencia se deriva de ella") hasta Hume (las ideas son copias mentales de las impresiones sensibles, más débiles que éstas, y su validez deriva exclusivamente de la fuerza de las impresiones que reproducen), y el positivismo científico que encontrará en Comte su más cabal y radical formulación.

Comte postula consecuentemente abandonar toda forma de conocimiento absoluto no solamente del ser, sino también de las causas primeras y finales de los fenómenos, así como toda pretensión de acceder a la verdad de las cosas por abstracción racional. Estas no son más que ilusiones del espíritu humano, formas infantiles de la razón. La única forma posible de acceder al conocimiento verdadero es la de una filosofía positiva que se contenta con descubrir las leyes que regulan los fenómenos naturales, psicológicos y sociales. "El carácter fundamental de la filosofía positiva consiste en considerar todos los fenómenos como sujetos a leyes naturales invariables, cuyo preciso descubrimiento y reducción al menor número posible constituyen el fin último de nuestros esfuerzos, desde el momento que es totalmente imposible y, según nosotros, carente de sentido, la búsqueda de las así llamadas causas, sea primeras que últimas" (Curso de Filosofía Positiva).Aunque la llame todavía filosofía, lo que hace Comte es, en realidad, dejar en el pasado y olvidarse de toda filosofía como tal.

El historicismo y la filosofía como concepción del mundo.

De hecho, las filosofías posteriores que pretendieron todavía ser tales abandonaron la pretensión de alcanzar un conocimiento teorético verdadero. Más aún, se volcaron a destruir "el conocimiento que busca satisfacerse en sí mismo", postulando para el pensamiento una tarea histórica, liberadora del hombre mediante la eliminación de las supuestas verdades metafísicas y éticas que consideran como "prejuicios" que lo limitan. En términos propositivos, estas filosofías se constituyen en un nivel completamente diferente al de la filosofías tradicionales, limitándose a ser concepciones del mundo o filosofías de la naturaleza, de la historia, de la moral, de la ciencia, sin pretensiones de validez universal. Estas concepciones filosóficas se piensan a sí mismas como expresiones de una época histórica, enmarcadas dentro de culturas determinadas. Cada época cultural tendría implícita una filosofía constituyente, siendo tarea de los filósofos expresarla coherentemente. Por su propio carácter, estas filosofías -que más que tales merecen ser definidas como ideologías- no presentan mayor interés para nuestro propósito, sino en la medida que confirman la fuerza demoledora que tuvo la crítica de la razón teorética y de su pretensión de alcanzar el carácter de ciencia.

Las ciencias positivas.

Más importante es, pues, apreciar si la dirección en que el empirismo y el positivismo orientaron la búsqueda de conocimientos pueda, al menos en su nivel, fundar la posibilidad de acceder a verdades seguras que proporcionen certeza. Porque en el vacío dejado por la filosofía, o más exactamente, en la ausencia de verdades y certezas en que quedó la humanidad, se instalaron las ciencias positivas con todo su poder de convencimiento y con toda su fuerza transformadora de la realidad y de la propia conciencia y pensamiento humano. Durante estos siglos de incertezas filosóficas las ciencias supieron proporcionar aquella seguridad en las capacidades cognoscitivas del hombre que éste necesita para vivir, para orientar sus decisiones y actuación, e incluso para darle sentido a su existencia. Pero es preciso discernir si tal seguridad tiene o no fundamentos sólidos.

Es interesante observar que el mismo Descartes que sembró la duda respecto al conocimiento metafísico, dejó abierta la posibilidad de un conocimiento científico de la realidad material susceptible de entenderse como objetivo y exacto. Al establecer la distinción entre la res cogitans y la res extensa, entre el sujeto pensante y la realidad externa cuantificable, junto con reservar el primero como fundamento de la metafísica indicó la existencia de un campo independiente que sería el objeto de las ciencias positivas. Estas, procediendo matemáticamente a la cuantificación de la res extensa, de la naturaleza corpórea, construirían aquellas disciplinas cuyo prestigio se asentaría sólidamente en la cultura moderna y contemporánea: la física, la química, la biología, la psicología, la sociología. Estas disciplinas al comienzo quisieron mantener el nombre de filosofías, presentándose como filosofía de la naturaleza, filosofía de la vida, filosofía del espíritu, filosofía social o filosofía política; pero pronto comprendieron ser estructuras del conocimiento radicalmente distintas de aquella.

Aunque sea evidente que estos saberes son de una naturaleza inferior al que pretende la filosofía, pues solamente proporcionan conocimientos verificables sobre la realidad de los fenómenos naturales, psicológicos y sociales, y respecto a ellos sobre sus cómo son más que sobre sus por qué y para qué, sobre sus relaciones fenoménicas y no sobre sus qué esenciales, al menos han sostenido la confianza en la capacidad cognoscitiva del hombre. Durante mucho tiempo decir científico (entendiéndose con dicho término los descubrimientos de los físicos, los biólogos, los psicólogos, etc.) ha sido sinónimo de decir verdadero.

Esta confianza recuperada en el conocimiento, esta ocupación del espacio de las verdades y certezas por parte de ciencias experimentales que se autocalifican de "exactas" y "objetivas", no ha sido sin embargo pacífica y suficientemente fundada. La han debilitado ante todo las propias filosofías, que abocadas al problema epistemológico que plantean las ciencias positivas en su nuevo terreno, ponen en evidencia la insuficiencia de los métodos empíricos, experimentales y matemáticos que utilizan, con los que se elabora un conocimiento solamente exterior de las cosas. En lo fundamental, han puesto en evidencia que las ciencias se construyen en un terreno subordinado a una filosofía particular, el positivismo y el empirismo, que está lejos de superar la crítica filosófica. La han cuestionado también las religiones, que superando su primer desconcierto y consiguiente rechazo cada vez que creyeron percibir oposición entre los conocimientos científicos y los dogmas revelados, pasaron a reconocerle un espacio autónomo pero limitado al terreno de lo fenoménico y cuantificable, o sea de la naturaleza, la sociedad y la psiquis humana en sus manifestaciones empíricas, llevándolas a aceptar su incapacidad de acceder a las verdades esenciales. Las han, en fin, arrinconado al poner de manifiesto que los conocimientos científicos mal aplicados y no subordinados a la ética pueden volverse contra el hombre y generar dinámicas contrarias a la naturaleza.

Puede decirse que en el combate cultural inicialmente ganado por las ciencias sobre la filosofía y las religiones (incluida la ética), los resultados se han ido revirtiendo en favor de éstas últimas; pero no en razón de que a éstas se les reconozca capacidad de fundar consistentemente el acceso a la verdad, sino más bien por el debilitamiento que experimentan las ciencias positivas cuando se extiende y aplica también a ellas la crítica racional. El verdadero vencedor no es otro que el escepticismo, el agnosticismo y el utilitarismo o pragmatismo, que cada uno a su manera niegan la posibilidad del conocimiento teorético verdadero.

En todo caso, el definitivo "golpe de gracia" a las ciencias como vía de acceso a certezas de algún nivel aunque sea limitado e inferior, lo han dado las propias ciencias positivas, que con cada nuevo avance que efectúan en el desentrañamiento de los secretos de la materia deben reconocer que los conocimientos seguros y exactos que ellas creían haber alcanzado precedentemente no eran tales, y que los nuevos que proponen no tienen mejores razones que los anteriores para generar seguridad. Todo conocimiento científico, dicen hoy los propios cultores de la ciencia, es provisorio, falsificable, parcial, válido exclusivamente en un marco de referencia delimitado por la propia ciencia que lo construye. Si hasta hace poco se sostenía que la velocidad de la luz es el límite, la afirmación está ahora siendo sometida a nuevo examen.

Pero no se trata solamente de que las ciencias van superándose a sí mismas, lo que podría entenderse como un camino inequívoco e inexorable de expansión del conocimiento verdadero, y que lejos de debilitarlas las reafirmaría en su promesa de que algún día desentrañarán los secretos últimos de la realidad. El problema es más hondo, porque las propias ciencias han llegado a formular la relatividad de sus conceptos y mediciones, y a reconocer que sus elaboraciones teóricas, sin dejar de ser científicas, no pasan de ser hipótesis provisorias, que por lo demás a menudo se oponen entre sí. Alcanzar la unidad de sus múltiples conocimientos permanece como un ideal que se sabe incumplible al interior del propio paradigma científico, y que en definitiva remanda a la filosofía.

Más allá de esto, el desconcierto, la insegurización radical respecto al propio conocimiento, se verifica cuando la ciencia, incluso en sus mismos laboratorios experimentales, descubre que el conocimiento que creía objetivo se encuentra atravesado por la subjetividad del científico que lo elabora, y está inevitablemente condicionado por las hipótesis teóricas que propone y por los métodos que utiliza. Sorprendida por el descubrimiento de que la subjetividad se hace presente en la propia empiricidad -lo que por cierto no es novedad para la filosofía-, la ciencia pierde la ingenua convicción positivista con que parte, y con ella pierde también definitivamente su condición de "último reducto" donde se había refugiado la pretensión humana de acceder al conocimiento objetivo, cierto y verdadero sobre la realidad.

En todo caso, las ciencias jamás han prometido respuestas a los problemas que los filósofos se han planteado, y hoy aceptan de buen grado que no están en condiciones de decir qué sea en definitiva la verdad. La orgullosa ciencia de hace un par de siglos ha dejado paso a un saber que sabe que avanza pero que espera con humildad que desde fuera de sus exclusivos ámbitos le enseñen lo que ella misma es y el valor y nivel de sus logros. La ciencia le pone tareas a la filosofía. (Pero como la filósofía contemporánea no proporciona las respuestas que las ciencias requieren, cada vez son más los cultores de la física teórica, la biología molecular, la neurobiología, las ciencias cognitivas, y también de las ciencias humanas y sociales, que buscando superar los límites de su propio nivel cognoscitivo se plantean por sí mismos problemas filosóficos. Desgraciadamente, carentes de la formación filosófica necesaria -que les permita, por ejemplo, comprender cabalmente lo que quieren significar conceptos como autoconciencia, sujeto, esencia, espíritu, ente, verdad, etc.-, e insuficientemente provistos del refinado arsenal crítico que la filosofía ha construido, basados en definitiva en su experiencia científica pero no en la experiencia del ser que sola ella pone la reflexión en el terreno propio de la filosofía, casi siempre estos científicos que filosofan elaboran concepciones ingenuas, o recaen inevitablemente en el relativismo y el subjetivismo).

El existencialismo y la fenomenología.

Volvamos, pues, a la filosofía, que habíamos dejado encerrada en el sujeto e incapaz de salir por sí misma hacia cualquier campo de verdades y certezas. El avance consecuente de la filosofía auténtica (auténtica en el sentido de que no renuncia a ser filosofía que indaga cuál sea la verdad última del ser), reconduce el pensamiento a su inicio cartesiano, para llevarlo a extraer de él sus más radicales y últimas consecuencias. Tal retorno es cumplido por Schopenhauer y por Kierkegaard, cuyas elaboraciones dan inicio a dos corrientes filosóficas que se entrelazan estrechamente y que son conocidas bajo los rótulos de existencialismo y de fenomenología. Ambas parten del sujeto, aunque de distinta manera y en diferente dirección.

Schopenhauer parte de un fenomenismo aún más radical que el de Kant pues no sólo niega la cognoscibilidad de la realidad en sí sino a ésta como tal, que no es sino una representación nuestra, construida como un "sueño de nuestro cerebro" sin realidad sustancial. Sostiene que es el intelecto el que ordena las representaciones sensibles y las intuiciones según las leyes de causalidad y de espacio y tiempo, los conceptos según las leyes lógicas, y los actos humanos según leyes de motivación. La experiencia interna nos hace vernos, más que como una razón pensante, como una voluntad que crea su objeto. Incluso es la voluntad lo que se "objetiva en el cuerpo", de modo que éste no es más que su manifestación exterior que ejecuta lo que ella quiere. En base a esto, Schopenhauer rechaza toda filosofía que se presente como sistema especulativo abstracto, y busca lo que considera un pensamiento único individual y concreto. "Un sistema de pensamientos debe tener un enlace arquitectónico tal que una parte sostenga a la otra, pero no a la inversa; la base soporta en sí a todo lo demás, sin ser sostenida por ello, y la cúspide es sostenida sin, a su vez, sostener nada. Por el contrario, un pensamiento único, por vasto que sea, debe conservar la más perfecta unidad; si, para comunicarlo, se lo puede dividir en partes, el enlace de estas partes debe ser orgánico, es decir, que cada una sostenga al todo tanto como es sostenida por él, que ninguna sea la primera ni la última, que por cada una el todo se haga más distinto, pero que la más pequeña de ellas no pueda ser comprendida sin que lo sea el todo". Tal pensamiento único no puede constituirse sino sobre el sujeto individual, el hombre singular que refiere a sí mismo y a su voluntad toda observación y toda reflexión. De este modo, lo que para los anteriores filósofos era un principio o verdad primera susceptible de fundar la metafísica, Schopenhauer lo reemplaza por un centro al que todo ha de referirse, centro que no es sino la voluntad de afirmación del sujeto.

Igualmente en Kirkegaard el sujeto no es entendido como vía de acceso a una verdad metafísica, universal y abstracta, sino en su inevitable individualidad, esto es, como la experiencia vivida y sentida "existencialmente" por cada uno. El sujeto, que cada uno descubre en la experiencia íntima de la desesperación y de la angustia, no es la conciencia en general sino el yo existencial. El sujeto es mi sujeto, y en cuanto tal no es fuente de verdades universales sino de mi verdad, por lo cual no se puede a partir de él fundar un sistema filosófico de validez general sino, si se quiere, algún conjunto de verdades personales. La filosofía no es otra cosa que un camino de profundización continua del propio ser individual, una existencia que va conquistando la autoconciencia cada vez más estricta de sí misma.

No hay en esta posición solamente la voluntad de afirmación de sí mismo, como en Schopenhauer, sino una fina razón filosófica, cual es la imposibilidad de concebir la existencia mediante conceptos abstractos, porque el existir no es algo general sino particular en cada uno, individual, y lo individual no es generalizable. La verdad, sostiene Kierkegaard, no es abstracta ni conceptual. No hay más verdad que la de cada individuo, y ella es tal solamente si el mismo sujeto la produce. Verdad y existencia coinciden, y ambas son individuales. No hay objetividad posible, porque no es la razón pura sino el sujeto existente mismo quien produce la verdad en sí mismo. La verdad no puede ser demostrada, de modo que la certeza podrá solamente presentarse como fe, esto es, como firme y apasionada apropiación de lo que cada sujeto concibe en sí mismo, por sí mismo y sobre sí mismo. La verdad sería fruto de la libertad, que no de la razón y el intelecto. Toda filosofía nace de un individuo que experimenta una existencia personal, por lo cual la forma necesaria de toda filosofía auténtica será la expresión de un drama personalísimo, que nace con la conciencia de la propia desesperación, angustia y dolor.

Tras la huella de Schopenhauer y Kierkegaard, Nietzsche sostiene que la distinción entre lo verdadero y lo falso carece de sentido, porque cualquier afirmación o negación no es sino la expresión subjetiva de una personalidad individual. Lo que queramos admitir como verdad será aquello que nos comprometa personalmente, llevándonos a asumir los riesgos correspondientes. La verdad no se alcanza con la razón sino que es fruto de la voluntad, porque el mismo ser no es algo dado que posea en sí una estructura racional, sino algo construido libre e incluso contradictoriamente por el hombre que afirma su ser.

Aunque estas concepciones explícitamente rechacen el racionalismo cartesiano y se pongan a sí mismas en las antípodas de éste, en realidad pueden ser entendidas como derivaciones lógicas del inicio cartesiano, que es llevado a sus últimas consecuencias. En efecto, en el cogito-sum no es sólo la experiencia del pensar la que se manifiesta en primera persona (yo pienso) sino también la del ser (yo soy). La conciencia que duda y en este dudar se conoce a sí misma no dice "pienso, luego el ser es", sino "pienso, luego soy". Del soy a la afirmación del sujeto pensante como expresión del ser en general hay, en efecto, un salto que no parece justificado lógicamente.

Pero Husserl, reconociendo la experiencia del sujeto en su individualidad constitutiva, no se conforma con la conclusión kierkegaardiana, sino que insistirá en el intento de reconstruir "la filosofía como ciencia rigurosa" a partir del sujeto. Para ello parte observando que la conciencia no es autoconciencia pura pues en ella se manifiesta de algún modo la realidad. La conciencia es conciencia de, está intencionada hacia algo que se le presenta como objeto de conciencia. No quiere con esto afirmar la realidad exterior como objetiva y verdadera, independiente de la conciencia. A lo que apunta Husserl es solamente a reconocer un campo de objetos lógicos, que no se identifican con simples fenómenos psicológicos.

Al decir esto enfrenta al "psicologismo", que había pretendido reducir los fenómenos de conciencia al carácter de exclusivos actos psicológicos. En efecto, el concepto, el juicio y el razonamiento son acontecimientos psicológicos, pero esto no reduce la lógica a simple rama de la psicología; para postular que el conocimiento sea algo más que fenómeno psicológico, es preciso "apartar las formas lógicas de los sucesos psicológicos que las acompañan", y mostrar que dichas formas lógicas son independientes de la personalidad psicológica. Estos objetos a los cuales tiende la conciencia, son expresados por ella con palabras, que tienen un significado. Estas significaciones, lejos de ser arbitrarias o ser puestas por la psicología de cada uno, son fijas y universales. Por ejemplo, el sentido del número 1, o el significado de "animal", no dependen de asociaciones psicológicas arbitrarias, por lo que podemos reconocerlos como objetos lógicos y no sólo psicológicos.

Ahora bien, reconocer que el pensar es un acto intencional, un dirigirse hacia algo, no lo identifica necesariamente como conocimiento. Este consistiría en "el cumplimiento de la intención". Un conocimiento que será inevitablemente imperfecto cuando el "algo" a que se dirige el pensamiento es percibido como externo (sensación, experiencia empírica), mientras que puede ser perfecto cuando está en la conciencia misma, como el número y las formas lógicas y matemáticas en general. Se hace posible, de este modo, construir una ciencia de la lógica examinando todas las modalidades mediante las cuales la conciencia conecta los objetos lógicos de modo coherente: el enlace disyuntivo, conjuntivo o hipotético de las proposiciones, las categorías de objetividad, unidad, pluralidad, número, relaciones, etc., la silogística deductiva, la teoría pura de los números, la teoría matemática de los conjuntos, etc. Para llegar a esta ciencia de la lógica no es preciso salir de la conciencia, sino examinar sus intenciones y expresiones, sus "objetos puros", los cuáles no suponen su existencia como realidades objetivas. Son ideas, que pueden también ser entendidas como esencias, hacia las cuales se dirige naturalmente la visión intelectual o Einsicht. A este nivel, la filosofía se constituye como ciencia formal, y su cientificidad deriva de su absoluta aprioristidad, en el sentido de ser absolutamente distinta de todo conocimiento empírico.

Pero Husserl no se queda en este conocimiento formal de la lógica, donde no es aún accesible el conocimiento ontológico o del ser. Para ir más allá de la lógica es preciso introducir la problemática de la subjetividad, con lo que propone para la filosofía una tarea nueva y especial que denomina, recuperando el término empleado por Hegel, fenomenología, pero dándole un sentido muy distinto. Mientras para Hegel la fenomenología era el camino de la conciencia que recorre las etapas a través de las cuales el sujeto toma conciencia del Espíritu Absoluto, para Husserl es el camino por el que la conciencia accede a la intuición de la esencia de sí misma, más allá de los objetos empíricos o lógicos a los que tiende. La fenomenología se presenta, pues, como estudio del acto de pensar, estudio que contiene la promesa de que la filosofía, más allá de la lógica, se constituya como ciencia rigurosa o estricta.

La posibilidad de esta ciencia se justificaría por sí misma, al consistir en un proceso que podemos entender como de "purificación" de la conciencia, una operación (llamada epojé) mediante la cual se excluye, expulsa o pone entre paréntesis, de la manera más estricta, sistemática y metódica, en primer lugar todo aquello que a la conciencia llega por experiencia y desde los sentidos exteriores, que no pueden ser verdades racionales puras, y luego también los contenidos matemáticos y todos los objetos lógicos, que no son reales, de modo de acceder finalmente a la intuición pura de la esencia de la conciencia. La fenomenología sería una ciencia que procede por abstracción, pero no en el sentido de formulación de conceptos generales a partir de la experiencia empírica, sino en el sentido de ir excluyendo todo lo que tenga contenidos, sea experienciales o lógicos, porque todos estarían afectados por la subjetividad psicológica. Así, la fenomenología quiere tomar conciencia de la conciencia pura en su pura intencionalidad, o sea, aprehenderla intuitivamente como conciencia de, independiente de todos los objetos a que pueda tender. Para llegar a ello, debe desprenderse no solamente de las realidades físicas, sino también de las matemáticas y de todos los objetos lógicos, de modo de acceder a la pura intuición de la esencia de la conciencia, que se manifiesta como pura intencionalidad, como ser intencionado. Ser intencionado a las ideas puras, capaz de verlas intuitivamente, como ocurre en la matemática y la lógica.

La conciencia se mostraría de este modo al sujeto, en su esencia, como racional. Y como tal, superaría aquella individualidad en que se pone inicialmente a sí misma y en que la reconoce la psicología, por lo que se haría posible un saber trascendental y absoluto, al que llama fenomenología trascendental. Mirado desde otro punto de vista, esto significa afirmar que la subjetividad tiene en sí la naturaleza de un ser racional absoluto, que podría en consecuencia fundar una ontología racional absoluta, la cual sería otra expresión, la última y más acabada, de la prometida filosofía-ciencia rigurosa.

Esta concepción -que en última síntesis es una suerte de reinstalación del platonismo que postula ideas o esencias que la conciencia ve intuitivamente- no es aceptada por Heidegger y Sartre, que pondrán de manifiesto que entre la fenomenología de la conciencia y la fenomenología trascendental hay un salto injustificado, tal que esta última carece de fundamento consistente. Recuperando, sin embargo, la fenomenología de la conciencia en su irreductible individualidad, ellos intentarán todavía construir una ontología, una ciencia del ser, aunque partiendo siempre de la existencia individual.

La filosofía del ser que pretende Heidegger se funda en un análisis concreto del ser singular; sin embargo él también quiere, como toda ontología anterior, dilucidar el sentido del ser en general. Deberá, pues, establecer un nexo entre el ser individual del hombre -que identifica como Dasein, "ser-ahí"-, y el ser en general, que incluye el mundo. Tal nexo, sin embargo, deberá encontrarlo y establecerlo desde el Dasein, único en el cual la conciencia filosófica puede apoyarse porque sólo en él reconoce la existencia. Siguiendo en esto a Husserl, pretenderá establecer dicho nexo mediante la fenomenología de la conciencia, esto es, a través de la dilucidación de la experiencia existencial del sujeto mismo. Pero a diferencia de Husserl, cuya fenomenología lo lleva al esencialismo al poner entre paréntesis lo existente para quedarse con la sola intuición directa de la idea del ser como conciencia de, Heidegger excluye toda esencia (que por sí no puede poner la existencia como algo real) para quedarse con la pura existencia.

La elucidación fenomenológica del Dasein, del ser individual del hombre como existente individual, lo muestra no solamente como pura "conciencia de", sino más amplia y concretamente como ser-en-el-mundo. En efecto, antes de ser sujeto pensante, conciencia racional de objetos lógicos, el Dasein es un ser que experimenta su estar en el mundo, su actuar en él, su necesitar, su cotidianidad. El existente no vive en un "mundo teórico" de objetos ideales, sino que se experimenta como parte de un mundo de utensilios, de cosas. Por ello, nuestra primera aprehensión del mundo no es teórica sino práctica. En esto, no tiene importancia si dicha aprehensión sea verdadera o falsa, porque lo que interesa dilucidar es solamente la estructura del existente en cuanto existente, independientemente de la validez de sus percepciones y conocimientos. Lo que sí resultaría claro en esta aproximación fenomenológica del ser, y ello constituiría una evidencia que no ha de ser demostrada sino mostrada, es que al experimentarse como ser-en-el-mundo, el Dasein pone simultáneamente su existencia junto a, o mejor, dentro de, un mundo real. La realidad de este mundo no debe ser argumentada racionalmente, porque se manifiesta en la experiencia inmediata del existente. El ser-en-el-mundo es simultánea e indisolublemente el ser y el mundo. No hay sujeto sin mundo, no hay yo existente aislado.

Ahora bien, este Dasein es el existente singular, presencia bruta del yo en el mundo, dato puro, que identifica como óntico; el ser en general -Das Sein- es el ser ontológico, es decir, el existente en cuanto determinado por el Dasein -mediante la fenomenología- como ser-en-el-mundo, con lo que adquiere trascendencia, inteligibilidad y verdad.

De aquí deriva todo lo demás, en una ontología fenomenológica que habiendo superado la barrera teórica que imponía el aislamiento de la conciencia, puede ahora proceder libremente en el develamiento de la estructura íntima del ser. Ella se despliega en el análisis de la experiencia óntica del existente, donde aparecen ahora no sólo la mundanidad en general, sino también la espacialidad y la temporalidad, la ipsidad y el ser-con otros, y todas las demás relaciones fenomenológicas que la filosofía irá descubriendo mediante la indagación rigurosa de la propia experiencia del Dasein. La posibilidad de la ciencia del ser estaría restaurada y sólidamente establecida por la fenomenología del Dasein.

Pero Sartre someterá a implacable crítica ésta "fácil" solución heideggeriana del problema del ser. Dirá que "la trascendencia heideggeriana es un concepto de mala fe". Porque el ser ontológico que trascendería la subjetividad individual, no es otra cosa que esta subjetividad que contempla sus propias formas. Mi "ser-en-el-mundo", mi "ser-con", tal como yo lo capto a partir de "mi" ser, no da cuenta de un mundo real existente ni de otros existentes iguales a mí, porque todo ocurre a priori, todo es parte de mi propia experiencia, no establezco relaciones auténticas con algún otro, el sujeto permanece inevitablemente solo en su mundo.

Sartre vuelve, así, al punto de partida kierkegaardiano, y recomienza la fenomenología de la conciencia descubriendo en ella, como único fundamento que establece la conciencia del yo en el plano de la existencia, no ya la experiencia de la angustia que lleva a la desesperación, sino la experiencia existencial del tedio que produce náusea. Soy yo el que construyo el mundo de las cosas con las palabras; pero este mundo no tiene otra realidad que la de las palabras con las cuáles fijo su discurrir y doy sentido a su absurdidez. No hay necesidad alguna, lo existente es totalmente contingente, pues depende absolutamente de mi libertad. Es ésta experiencia la que Sartre deberá llevar al plano ontológico, en la dirección indicada por la fenomenología pero con distinto resultado.

"El pensamiento moderno -escribe- ha realizado un progreso considerable al reducir el existente a la serie de las apariciones que lo manifiestan. Se intentaba con ello suprimir cierto número de dualismos que obstaculizaban la filosofía y reemplazarlos por el monismo del fenómeno. ¿Se ha logrado? Sin duda alguna, ya no hay lugar para distinguir, en el existente, un exterior y un interior, una apariencia accesible a la observación y una "naturaleza" que se ocultaría tras ella. Esta naturaleza no existe. El ser de un existente es justamente lo que parece". El fenómeno se identifica con el ser y se revela como es. Nada hay detrás suyo, el ser no tiene profundidad. El ser es apariencia de ser y nada más. El mismo fenómeno es el en sí del que habla Kant como de aquello incognoscible que estaría oculto en las apariencias.

Ahora bien, este ser fenoménico en sí aparece en la conciencia, constituyéndose en este aparecer como para-sí. Pero esta conciencia percipiente y posicional (conciencia de, que tiende al objeto), no es ella misma percibida, se ignora a sí misma al estar enteramente polarizada hacia el objeto, hacia el mundo fenoménico. Se identifica, pues, con aquello que percibe, que como hemos dicho, es la apariencia en cuanto tal apariencia. No tiene, pues, tampoco ella nada de sustancial, es pura referencia, pero referencia a apariencias y no a seres. Ella es menos real aún que las apariencias; ella es como la nada. Así, el existente (el Dasein) se disuelve, en último término, en la nada. Lo que en definitiva constituye el objeto de la ontología, no es pues sino la nada, que se hace presente como apariencia que percibe apariencias de ser.

En realidad Sartre se excede en su razonamiento al reducir la realidad a la nada por el hecho de no descubrirse en ella al ser. Si la realidad que aparece en nuestro conocimiento es sólamente apariencias de apariencias, podemos decir que en nuestro conocimiento no hay acceso a la verdad ni verdad alguna, pero no que no haya en el conocimiento absolutamente nada, y que el conocimiento mismo sea la nada pura. Decir que no habiendo ser en la realidad, en ella sólo se encuentra la nada y que nada es, es una extrapolación posible, eficaz en su formulación, pero implica un salto lógico injustificado. Es un absurdo, del cual el mismo Sartre está consciente al definir su filosofía como filosofía del absurdo. Pero queda en pié, como conclusión de un razonamiento que no pierde coherencia, la negación radical del acceso a la verdad mediante un conocimiento que no parece encontrar el modo de ir más allá de las apariencias, no sólo de las cosas percibidas sino también del percipiente que se limita a reflejarlas.

El fin del principio.

El círculo se ha cerrado. La aventura filosófica iniciada por Descartes culmina de éste modo dramático, en la negación de toda posibilidad de verdad y en la afirmación del ser como la nada, poniéndose de este modo en las antípodas mismas de la metafísica, que había partido en Parménides con la afirmación del ser como absoluto, pleno, compacto, sin fisura ni movimiento.

Todos los intentos modernos de reconstruir la filosofía como ciencia no lograron superar el obstáculo que fijó Descartes al poner en duda el ser en cuanto ser como algo independiente del sujeto. La barrera que nos separa del ser persiste inconmovible porque no ha sido aún removida, con lo cual la duda reaparece sistemáticamente poniendo en cuestión y no permitiendo acceder a partir de ella, al ser ontológico que sólo él parece hacer posible que la conciencia humana alcance un conocimiento verdadero de algo, capaz de suscitar alguna certeza reconocible universalmente. La experiencia de la angustia y de la desesperación de la que parte Kierkegaard, el tedio y la náusea existenciales de Sartre, en definitiva no son sino formas distintas de la misma duda metafísica cartesiana. Duda, angustia, desesperación, tedio, nausea, es lo que le ocurre a la conciencia cuando el ser desaparece de su horizonte.

¿Qué continuación de la filosofía es posible desde este punto de llegada trágico? Habiéndose quedado sin objeto real y sin auténtico sujeto, parecen quedarle solamente las palabras, los textos, y es hacia ellos que se desplaza entonces la actividad crítica. La filosofía, después de reducirse a fenomenología, se convierte ahora en filología, en exégesis, en hermenéutica, y más específicamente, en una actividad analítica que Derrida concibe como deconstrucción de textos. Tal deconstrucción consiste, en lo fundamental, en analizar cuidadosamente los textos investigando sus fuentes y sus motivos, hasta poner de manifiesto lo que en último término los constituiría: relaciones de poder y dominio ejercidos por unas conciencias sobre otras. Con esto, no solamente deja de hacerse posible sostener algo como indudablemente verdadero (ello sería no otra cosa que la más dogmática y burda forma de ejercicio del poder de una mente sobre otras), sino que incluso cualquier supuesto saber relativo y subjetivo se disuelve en el proceso intelectual de su deconstrucción.

Con esto la filosofía como búsqueda de la verdad sobre el ser pareciera haber llegado a su final definitivo. Actualmente ningún filósofo se atrevería a sostener, no solamente que haya accedido a la verdad y la certeza, sino incluso que persista en buscarlas. La afirmación de la verdad y la convicción en su certeza han quedado así, para el hombre contemporáneo, reservadas al mundo de las religiones, que las sustentan en una fuente decididamente distinta, absolutamente otra, de aquella de la razón y el intelecto humano fundantes del saber filosófico: en una revelación directa de Dios que llega a los hombres por alguno de sus profetas. En un plano subalterno y bastante más pobre, para muchos parecen todavía ser fuente de verdades y certezas también las ideologías, que se nutren y validan en la práctica social y política que ellas mismas suscitan. Ahora bien, hacer referencia aquí a las religiones y a las ideologías nos saca del problema y del nivel de análisis en que estamos, e interrumpe el hilo de nuestro razonamiento. Si las mencionamos es solamente para resaltar el vacío de verdad en que nos tiene la filosofía, evidenciando al mismo tiempo en qué medida el ser humano resiente de este vacío y parece necesitar la verdad. Mientras más se aleja de la verdad y del ser más parece estar dispuesto a creer en cualquier cosa: en los astros y arcanos, en energías sutiles e incomprensibles, y hasta en el poder espiritual de los aromas.

Pero, obviamente, desde el punto de vista estrictamente filosófico y racional, y sin que ello implique sostener que las religiones y las ideologías sean contradictorias con la razón humana, el hecho es que se encuentran sometidas a la crítica implacable de quienes han visto detrás de toda formulación conceptual la existencia de algún poder dominador operante en la sociedad, o en el mejor de los casos, el resultado de un desesperado intento del hombre por encontrarle sentido a su vida, o por resolver tensiones subjetivas. Quien expresara este punto de vista con singular fuerza y maestría fue Sigmund Freud, para quien las representaciones religiosas son "principios y afirmaciones en que se sostiene algo que no hemos hallado por nosotros mismos y que aspiran a ser aceptados como ciertos", y mediante las cuáles la sociedad intenta mantener controlados los instintos individuales que la destruirían, y el individuo "se consuela, espanta los terrores de la naturaleza, se concilia con la crueldad del destino, especialmente tal y como se manifiesta en la muerte, compensa sus dolores y privaciones", y recupera la seguridad que le proporcionaba cuando niño la figura del padre.

Si al ser se ha de acceder, y vanamente, sólo desde el propio sujeto, ésa u otras explicaciones semejantes del surgimiento de la idea de Dios en la conciencia son las únicas posibles. Si todo parte del sujeto, todo lo que hay en éste ha de encontrar explicación desde el sujeto mismo, incluido Dios. En cualquier caso, en el contexto de la cultura relativista instaurada por la filosofía en nuestra época, las religiones y las ideologías son consideradas por el hombre contemporáneo y su conciencia crítica como inciertas y opinables, subjetivas y relativas, apariencias de apariencias, falsificables o provisorias, en la medida que no suscitan una certeza racional ni se fundan en un actividad intelectualmente autónoma. Y es interesante observar que, más allá de cualquier razonamiento o motivo por el cual se las considere así, la explicación última podemos encontrarla precisamente en la desconfianza en el conocimiento y la razón humana a que nos ha conducido la filosofía moderna. Por lo demás, todo el cristianismo -y lo mismo ocurre con las otras religiones- descansa en el testimonio de los sentidos de la vista, el oído y el tacto de un grupo de hombres y mujeres bastante ingenuos, que observaron a un hombre hacer milagros, que escucharon sus palabras y que afirman haberlo vuelto a ver y escuchar después de que presenciaron su muerte. De este modo el relativismo y el subjetivismo reinantes, por el cual se niega la posibilidad de un conocimiento verdadero y cierto alcanzable por el hombre, se hace extensivo más allá del campo de la filosofía y se aplica con similares razones a todo supuesto saber y verdad. Los cultores de las religiones y de las ideologías y de las antiguas sabidurías orientales, no debieran, en consecuencia, alegrarse de las carencias de verdad y certeza en que nos deja la filosofía, porque aunque tales carencias lleven a que muchos busquen las verdades y certezas no en la filosofía sino en el ámbito de la religión o las ideologías o las sabidurías orientales, éstas inevitablemente resienten de la inseguridad de aquella. De hecho, hoy es casi imposible afirmar sin recibir el calificativo de "dogmático", que una determinada religión o ideología sea indudablemente verdadera y capaz de generar certeza racional.

Podemos decir, pues, que el estado actual del espíritu humano es la completa y radical desconfianza en su capacidad de acceder a la verdad y a la certeza. Con ello se niegan, o pierden consistencia, el mundo de las cosas y también los valores espirituales y morales en que se ha sustentado tradicionalmente la humanidad, habiéndose desmoronado el acceso a cualquier trascendencia del hombre. Este es el punto de llegada del largo recorrido cumplido por la conciencia moderna, el término de la aventura (o desventura) de la razón y el intelecto, a que dio comienzo Descartes hace cuatro siglos cuando con duda metódica puso fin a la era de las verdades y certezas y con el cogito instauró la época del subjetivismo.

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