domingo, 10 de octubre de 2010

EL MISTERIO DEL HOMBRE 5

Capítulo 4. UNA NATURALEZA HERIDA QUE BUSCA SANACION Y CAMINA HACIA UN NUEVO NACIMIENTO
.

En el capítulo anterior hablamos de la grandeza potencial del hombre que pone de manifiesto la amplitud y riqueza de su esencia. Pero no podemos desconocer que la experiencia humana, aún en los más grandes hombres que han actualizado su esencia en las proximidades de la plenitud, pone de manifiesto siempre e inevitablemente también su pequeñez. El gran Pascal evidenció en sus Pensamientos, con singular maestría, como la grandeza del hombre se encuentra siempre contrapesada por su pequeñez.

Esta se manifiesta, ante todo, en la experiencia del mal moral y también en el sufrimiento, la enfermedad y la muerte. Estas experiencias, especialmente la de la muerte, revelan que el proceso de realización del hombre no es solamente un camino de perfeccionamiento lineal de sus múltiples posibilidades, porque en el camino experimenta también el retroceso, el empequeñecimiento y en definitiva la detención del proceso en el instante de la muerte, frente al cual pareciera que todo el camino recorrido y el avance logrado terminará... en la nada?

Una primera reflexión sobre el mal y la pequeñez del hombre nos los hace aparecer directamente relacionados con su desarrollo. El mal, la pequeñez, son función directa de la falta de realización de la esencia humana. El mal en el hombre no sería sino aquello que ha dejado de actualizarse, su pequeñez no sería sino el ponerse de manifiesto, en contrapunto con lo ya logrado, aquello que permanece como potencialidad no realizada, la parte no completada de la esencia del hombre.

Mala es, por ejemplo, la enfermedad. ¿Pero qué es la enfermedad sino la falta de salud? Mala es el hambre, que no es sino la carencia de satisfacción de una de las necesidades propias de la dimensión vegetativa y animal del hombre. Mala es la ignorancia, que no es sino la falta de desarrollo de la dimensión intelectual. Malo es el egoísmo, que es la falta de expansión de la afectividad y del amor. Malo puede ser el descreimiento, que revela la insuficiente actualización de la dimensión religiosa. Mala es la soledad, que pone de manifiesto nuestra inadecuada inserción en la comunidad, o nuestro escaso desarrollo afectivo, o nuesta carencia de amor.

Así, la pequeñez del hombre aparece en el contraste con sus realizaciones, puestos ambos, lo cumplido y lo dejado de realizar, a contraluz de su esencia potencial completa.

Es así. Pero no quedamos satisfechos con esta explicación. Porque la experiencia del mal, del sufrimiento y de la muerte nos pone frente a una experiencia aún más radical y esencial del hombre, cual es el hecho de nuestra incapacidad para evitarlos del todo. Entonces, si el mal, el sufrimiento y la muerte son inevitables, estamos ante una contradicción: que lo que aparece como nuestra esencia no sería realmente tal. En efecto, si la esencia es lo que el hombre puede llegar a ser a partir de lo que es, resulta que, al ser el mal inevitable, tenemos que hay al menos algo de su esencia que no puede llegar a ser por más que el hombre lo intente. La esencia del hombre sería una esencia contradictoria. La naturaleza humana tendría algo de innatural. Hay algo que no cuadra en la esencia del hombre.

Aceptémoslo. La esencia humana es una esencia que contiene en sí misma un principio de autonegación. Es una esencia incompleta, internamente escindida, herida. La naturaleza humana es una naturaleza "caída", o mejor, que cae, que es incapaz de actualizarse plenamente a sí misma. Es la conclusión lógica de nuestro razonamiento. Es la experiencia universal del hombre en todas las culturas y condiciones históricas. Es lo que enseña la revelación hebrea y cristiana: por un misterioso pecado original la esencia o naturaleza del hombre se encuentra herida y en razón de ello la experiencia del hombre en la tierra está finalmente abocada a morir. Nada puede hacer el hombre por impedirlo. ¿Nada? No nos quedemos en este pensamiento melancólico.

Hay en el mal, en el sufrimiento, en el pecado y en la muerte un misterio. Todo misterio, y especialmente éste porque es el nuestro, nos incita a develarlo. Intentémoslo. Algunas luces nuevas nos abrirán un camino hacia la comprensión de dimensiones misteriosas de lo que somos y de lo que podemos ser.

Empecemos por el sufrimiento. Parece más simple de comprender que la muerte y tal vez nos entregue elementos para avanzar a la comprensión de ésta última.

No nos interesa tanto saber o formular conceptualmente cómo es el sufrimiento. Lo conocemos por experiencia en muchas y variadas de sus manifestaciones. La pregunta inquietante se refiere al sentido del sufrimiento, a su significado desde el punto de vista de la esencia o naturaleza humana. ¿En qué sentido es parte inherente a la naturaleza humana? ¿Ocupará tal vez un lugar en el proceso de expansión y realización de nuestra esencia, en el proceso de nuestro perfeccionamiento?

Examinemos la cuestión a partir de una de las expresiones más simples del sufrimiento, el dolor que sentimos ante determinados estímulos exteriores que nos afectan. Pareciera que un dolor de ese tipo careciera de un sentido superior siendo puramente el efecto de algo que nos ha sucedido. Pero Henri Bergson en su Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia propone una interpretación del sentido del placer y del dolor que nos abre a una perspectiva totalmente distinta. "Podría uno preguntarse -escribe- si el placer y el dolor, en lugar de expresar solamente lo que acaba de pasar o lo que pasa en el organismo, como se cree de ordinario, no indican también lo que va a producirse, lo que tiende a pasar en él".

Si este último fuera el caso -comentamos nosotros- el dolor no sería solamente manifestación de un dato del pasado y del presente, sino una experiencia especial que nos abriría la posibilidad de algún desarrollo futuro. Pero dejemos hablar a Bergson. "Es preciso hacer notar que nos elevamos por grados insensibles desde los movimientos automáticos a los movimientos libres, y que estos últimos difieren especialmente de los precedentes en que nos presentan, entre la acción exterior que es su ocasión y la reacción voluntaria que se sigue, una sensación afectiva intercalada. Podría incluso concebirse que todas nuestras acciones fuesen automáticas, y se conoce en efecto una infinita variedad de seres organizados en los que una exitación exterior engendra una reacción determinada sin pasar por el intermedio de la conciencia. Si el placer y el dolor se producen en algunos privilegiados, es con toda versimilitud para hacer posible por su parte una resistencia a la reacción automática que se originaría; porque o la sensación no tiene razón de ser, o es un comienzo de libertad. Porque ¿cómo podríamos resistir a la reacción que se prepara si no nos fuese posible conocer su naturaleza por medio de algún signo preciso? ¿Y cuál puede ser ese signo sino el esbozo y como la preformación de los movimientos automáticos futuros en el seno mismo de la sensación experimentada? El estado afectivo (placer o dolor) no debe pues corresponderse tan sólo con las conmociones, movimientos o fenómenos que han ocurrido, sino aún y sobre todo con los que se preparan, con los que querrían ser".([1])

La hipótesis de Bergson es no sólo fascinante sino también altamente plausible, toda vez que nuestra experiencia cotidiana, en los más diversos campos nos confirma cómo el dolor y el sufrimiento nos presentan constantemente desafíos y nos abren siempre a nuevas posibilidades que jamás alcanzaríamos si nuestras sensaciones y estados de conciencia fuesen siempre placenteros. Lo más interesante y novedoso de la reflexión de Bergson es la radicalidad de su idea, que pone en la más simple sensación de dolor que experimenta el hombre en su crecimiento, nada menos que la ocasión del surgimiento de la libertad. Y es así. Sí no hubiera algo que nos alertara y señalara la conveniencia de un no, sino que todas nuestras sensasiones frente a cualquiera sean los estímulos externos fuesen placenteras o neutras, nuestros comportamientos no dejarían nunca de ser automáticos o determinados externamente por los estímulos que nos llegan. El cristiano dirá que si perdimos la libertad por el pecado, empezamos a recuperarla por el dolor.

Ahora bien, sabemos por experiencia que el mal, el sufrimiento, la herida en la esencia del hombre, no está ni se manifiesta sólo en el cuerpo sino también en el espíritu. La soledad, el error, la maldad, la angustia, son heridas que nos afectan en las dimensiones afectiva, intelectual, volitiva y psíquica de nuestra vida.

Esto es muy importante considerarlo, porque si es así no podemos atribuir nuestros males y pequeñeces a nuestra corporeidad y nuestras grandezas y bienes a nuestra espiritualidad. Ello constituye un grave y muy corriente error antropológico que deriva de las concepciones dualistas del hombre a que hemos hecho referencia. La esencia o naturaleza humana en su raíz y en su integridad está herida, afectándonos en todas las dimensiones del ser hombre.

Nuestra inteligencia está herida. Nuestra voluntad está herida. Nuestro inconsciente está herido. Nuestra sociabilidad está herida. Nuestra espiritualidad está herida. Los moralistas y maestros religiosos ponen gran énfasis en las deficiencias de nuestra voluntad, de la que hacen responsable y en la cual hacen residir el origen del pecado. Pero también nuestra inteligencia yerra y el error en que cae demasiado a menudo también nos hace sufrir y nos humilla. Como dice el Evangelio, lo que viene de dentro es lo que ensucia al hombre.

El camino del perfeccionamiento del hombre se verifica en todas sus dimensiones, y en todas ellas la experiencia del mal y de la insuficiencia que nos hace sufrir nos impulsa a la superación. Es porque sabemos que el error nos acecha en el camino del conocimiento que nuestra inteligencia se esfuerza y tensa en buscar la verdad. Lo mismo sucede incluso en las expresiones más elevadas de la vida espiritual, como se aprecia en las comunicaciones místicas que van llevando a los hombres y mujeres santos a la unión con Dios. Son conmovedoras las expresiones de Teresa de Avila que narra el dolor interior que precede y sigue a las más plenas y felices comunicaciones con su amado Señor.

A la luz de estas reflexiones sobre el mal y el sufrimiento que nos lo muestran nada menos que enraizando en la esencia constitutiva del hombre, aparece una nueva dimensión en el proceso de crecimiento personal y de actualización de la esencia humana. Se trata no sólo del avance y expansión de las múltiples dimensiones de la vida que referimos en el capítulo anterior, pues implica también y como parte del mismo, un duro camino de sanamiento de la herida esencial de nuestra naturaleza. Un sanamiento que podemos entender y formular en términos de un camino de purificación de nuestras potencias, toda vez que el mal y el sufrimiento se nos manifiestan como una falta de transparencia, una oscuridad o suciedad que enturbia y torna viscoso el operar y el resultado de la acción de nuestras facultades.

Tomemos por ejemplo el crecimiento de la dimensión deportiva y atlética del hombre, que lo lleva al despliegue de sus capacidades musculares y al desarrollo armónico del cuerpo. Hay personas que llegan a realizar verdaderas proezas que parecen imposibles y sorprenden al hombre común, en las que el atleta combina en un nivel de excelencia la fuerza con la flexibilidad y belleza del movimiento. Pues bien, ello es el resultado de un muy largo, sistemático y riguroso proceso de desarrollo de las capacidades propias del cuerpo, realizado desde la infancia y con perfecta continuidad cotidiana a lo largo de años. Pero el resultado no sería posible si la persona no luchara constantemente por ir cada vez más allá de lo logrado en el ejercicio anterior. Ello implica forzarse así mismo y superar el dolor que experimenta el cuerpo al ser llevado a realizar siempre algo más de lo que sus actuales posibilidades le permiten. Por cierto, la satisfacción y alegría del logro compensan dicho dolor; pero hay algo más que hace posible ese esfuerzo sostenido, el que ha de atribuirse en última instancia a una fuerza interior, espiritual, que sólo ella permite la aplicación concentrada y permanente de la voluntad y la conciencia tras la meta anhelada, evitando en el camino la distracción y el atractivo de la alimentación, la bebida, el relajamiento y muchos otros placeres de la vida. El que llega a la meta ha debido no solamente deplegar sus potencialidades a través de la ejercitación, sino también purificar su cuerpo y su voluntad en el intento.

El perfeccionamiento moral de la voluntad y del comportamiento es otro ejemplo de la misma dialéctica de expansión y purificación. Aquello que los educadores denominan la formación del carácter, que implica especialmente el fortalecimiento de la voluntad en el dominio de sí mismo a fin de guiar las decisiones y comportamientos según los principios, normas y valores de una moral superior, no es algo que se logra sin ascetismo y mortificación de las tendencias inferiores que hacen propender al hombre hacia las opciones más fáciles y placenteras.

Detengámonos algo más extensamente en el caso del desarrollo intelectual, que es tal vez uno de los dominios en que parece haber actualmente menor conciencia de la necesidad de purificación.

Ya lo dijimos. La inteligencia del hombre también está profundamente afectada por nuestra herida esencial. Pero esto se olvida en el proceso de formación intelectual de los científicos y profesionales del saber, con el resultado que cada vez tenemos más profesionales expertos pero es crecientemente improbable encontrarse con personas verdaderamente sabias.

Observar, examinar, conocer, proyectar, teorizar, meditar, son actividades intelectivas propias del sujeto. No es cierto que haya un saber independiente de los sujetos que estudian, piensan y hacen ciencia. Sin embargo, el modo positivista de hacer investigación nos quiere hacer creer que para conocer la realidad basta escoger un "marco teórico" de conceptos, aplicar un cierto "procedimiento metodológico" y recolectar y procesar el conjunto de los "datos e informaciones" recogidas. Así, el conocimiento sería resultado de un proceso técnico, posible de realizar indistintamente por unos u otros profesionales que hayan aprendido esas teorías y métodos pertinentes.

No negamos que el desarrollo de investigaciones realizadas conforme a las pautas de una metodología dada en el seno de una disciplina profesionalizada conduzca a resultados cognoscitivos reales. Pero ello no será sólo en función del ejercicio de las técnicas de la investigación, pues ya la adquisición de éstas implica algún grado de desarrollo de las capacidades intelectivas espirituales del sujeto. Es el no reconocerlo así y en consecuencia el no desplegar esfuerzos sistemáticos en esta dirección, lo que hace que los conocimientos que proporcionan las ciencias positivas dejen tanto que desear en cuanto a su integralidad y nivel de profundidad.

Para acceder a niveles superiores de conocimiento y desarrollo intelectual es preciso empezar por poner al hombre en el lugar que le corresponde: él es el sujeto. Y entonces descubrimos que de lo que se trata en esta dimensión de su existencia no es "construir conocimientos" (como suele decirse hoy) sino "buscar y alcanzar la verdad". En el conocimiento sin sujeto personal la noción de verdad tiende a desaparecer. "La verdad no existe, sólo hay informaciones, modelos y teorías", suele decirse.

Junto con redescubrir la verdad como finalidad de la búsqueda intelectual -porque sólo en ella se satisface y descansa el intelecto purificado-, descubrimos que para conocer, diagnosticar, proyectar y teorizar lo primero y principal es el desarrollo del sujeto cognoscente. Para penetrar en la realidad en niveles de creciente profundidad es preciso ante todo el desarrollo espiritual del sujeto, la expansión de su conciencia y de su libertad.

La formación de un investigador es antes y más que cualquier otra cosa, un proceso de formación interior del sujeto, de sanación de su dimensión intelectiva esencial, que supone entre otras cosas purificación respecto a intereses, pasiones, motivaciones egoístas o de grupo, etc. que distorsionan la mirada y la comprensión, y al mismo tiempo un proceso de elevamiento hacia un punto de vista superior y crecientemente universal que se alcanza mediante una progresiva unificación con la fuente de toda realidad y de toda verdad. Nuevamente, la expansión del hombre no se realiza sin sacrificio, pero el resultado -el ingreso a un mundo de verdad- compensa con creces por todo el esfuerzo.

Surge a este punto de la reflexión una inquietud acuciante: ¿valdrá la pena el desarrollo de nuestra esencia, que implica tanto esfuerzo, trabajo duro, sufrimiento y dolor, si al final nos espera un lento proceso de deterioro y envejecimiento cuyo ineluctable destino es la muerte y el olvido? ¿No es acaso un trabajo inútil intentar el ascenso a las más altas posiciones si llegado a un momento de inflexión inevitable comienza el descenso que, al final, coloca a todos los hombres al mismo y más bajo de los niveles posibles de imaginarse?

Pero, ante todo, ¿es verdad que existe tal inflexión, que el envejecimiento del hombre implica la decadencia y deterioro de su esencia, y que la muerte pone el punto final al proceso? Pensarlo así supone, en efecto, confundir el hombre con su corporeidad y reducir la entidad de su esencia.

Si el hombre es, como decíamos, un espíritu corporal y no solamente un animal racional, es preciso pensar qué significa y qué sentido tiene para la evolución de este espíritu lo que sucede con su corporeidad. ¿Qué es el envejecimiento -no por cierto para el cuerpo, que eso ya lo sabemos- sino desde el punto de vista de la esencia del hombre?

Veíamos en el capítulo anterior que la esencia del hombre comienza su expansión en el momento mismo de la concepción, en un proceso de formación y crecimiento del cuerpo junto a la expansión de su naturaleza espiritual. Pero en las primeras etapas el desarrollo se centra especialmente en la corporeidad, dando lugar a la formación de los órganos vitales y del cerebro, indispensables para que las operaciones del espíritu puedan posteriormente tener lugar. Cuando ya los órganos y el cuerpo entero están constituídos y se han hecho aptos para desempeñar funciones cada vez más sofisticadas, la dimensión espiritual va siendo cada vez más el centro del desarrollo humano. Llega el momento de la inflexión en el desarrollo del cuerpo. ¿Empieza también entonces la decadencia del espíritu?

No parece ser así. La experiencia universal de la humanidad habla, por ejemplo, de la sabiduría superior de los ancianos, del aumento de sus capacidades espirituales, de su generosidad y amor. Por cierto, no sucede así en todos los hombres; pero ya hemos visto que para comprender la esencia humana no hemos de prestar atención a la media de los hombres sino a aquellos que han llevado a mayor plenitud la actualización de sus potencialidades. En efecto, el mal y el pecado inscritos también en la naturaleza humana pueden detener e incluso hacer decaer el proceso espiritual.

Desde el punto de vista de la expansión de nuestra esencia todo parece indicar que llega un punto en que la corporeidad, especialmente en sus niveles de perfeccionamiento y exuberancia, llega a ser un obstáculo para el desarrollo espiritual. Si fuera así, tendríamos que se alcanza un punto en el desarrollo del espíritu humano a partir del cual se hace posible que éste continúe su expansión siéndole cada vez menos indispensable la base y el apoyo corporal. Entenderíamos entonces el envejecimiento y deterioro del cuerpo también como una condición favorable al desarrollo espiritual. El espíritu que necesita cada vez menos del cuerpo se va desprendiendo de él, por decirlo así, hasta que finalmente, en la muerte, lo abandona completamente.

Si en las primeras etapas del crecimiento humano la dimensión corporal tiene preferencia sobre la espiritual e incluso se verifica hasta cierto punto prescindiendo de ella, en las últimas es el desarrollo espiritual el que asume predominancia y prescinde hasta cierto punto del desarrollo corporal. Desde el perspectiva de la esencia, no se verificaría con el comienzo del envejecimiento una inflexión en el desarrollo sino, al revés, tendría comienzo un nuevo impulso ascendente. Esto es difícil de entenderse en la medida que podemos apreciar como el deterioro del cuerpo y la enfermedad implican a menudo una pérdida de capacidades intelectuales e incluso a menudo un embotamiento y una pérdida de la conciencia; pero ello no necesariamente afecta la actividad del espíritu, como podremos apreciar más adelante cuando examinemos las dimensiones de éste.

Todas estas consideraciones nos abren a un nuevo horizonte de comprensión del sentido del proceso de actualización de la esencia del hombre y del papel que en él juega la herida que atraviesa a esta misma esencia.

La caída de la naturaleza humana, la herida en su esencia de que hablamos, puede concebirse en realidad como una rotura, una escisión interna. Podemos imaginarla como una fractura que se manifiesta en una escisión principal desde la que parte una infinidad de trizaduras menores que afectan a cada una de las dimensiones de la vida. La escisión principal sería precisamente aquella que pasa entre nuestra corporeidad y nuestra espiritualidad. La separación que observamos entre las tendencias del cuerpo y las del espíritu que han dado lugar a las formulaciones dualistas, no denotarían pues alguna hibridez connatural propia de la esencia del hombre en su estado natural, sino el efecto de la caída del hombre por el pecado, ya en los orígenes mismos de la humanidad.

Si fuese así, el proceso de desprendimiento del cuerpo por el espíritu podría entenderse como parte y momento principal y decisivo de una posible sanación definitiva del hombre, que se verificaría de manera completa sólo con la muerte. La que pareciera ser la ruptura o separación definitiva del alma y del cuerpo, sería en realidad exactamente lo contrario: la finalmente lograda unificación de la esencia del hombre, cumplida en el espíritu de éste que al morir hereda la esencia humana -en el máximo nivel de actualización alcanzado- toda entera. Sin que nada de ella quede en el cuerpo que, separado, se descompone por ser entonces solamente un conjunto de materia orgánica sin vida. Los cristianos dirán que, entonces, el espíritu portador de la esencia entera del hombre queda en espera de una sanación más definitiva que se verificará al final de los tiempos con la resurrección de los cuerpos, pero cuerpos entonces ya para siempre poseídos por un espíritu cuya esencia habrá alcanzado la plenitud de su desarrollo.

Tenemos, pues, que el hombre es lo que es -su esencia realizada- sólo al final de su existencia. Si cuando el hombre nace posee un mínimo de existencia y es casi pura esencia potencial, al final, en el momento de la muerte, la esencia del hombre se haya actualizada según el nivel de desarrollo logrado a lo largo de la vida: es casi pura existencia, el acto de su esencia realizada. Lejos de caer en la nada estaremos entrando en la más alta existencia lograda por nuestro ser hombre. Sólo al final de la vida nacemos verdaderamente.

Una muy hermosa manera de expresar esta idea la hemos encontrado en un libro de Jesús Barrena Sánchez, El rostro humano de Teresa de Avila cuyas palabras ofrecemos a la meditación del lector:

"Cada persona, al igual que cada planta, florece y fructifica en su verdad. El paso del tiempo nos va decantando de todo aquello que estando en nosotros, sin embargo no es nuestro, no "es" nosotros. De este modo, vivir es como ir conquistando el propio ser, la verdad propia. Vivir es verificarse.

"Desde que nacemos, nos despojamos de la herencia materna, paterna, familiar; del molde cultural de nuestra escuela, de nuestro pueblo. Vamos dejando de ser viejos y retoñamos con vitalidad propia, personal. Entramos en la autenticidad de nuestro ser. Al contrario de lo que pensamos, nacemos viejos pues nos hacemos presentes con todo el bagaje de nuestros antepasados y poco a poco, nos purificamos de todo lo que nos impide ser nosotros mismos hasta conseguir la verdad, la nuestra, que es el propio ser sin aditamentos de nadie. Quedamos solos.

"En toda persona se oculta el verdadero "yo", que es arropado y, a veces, obstaculizado en su crecimiento, por fuerzas que actúan desde las distintas realidades en las que este "yo" vive diariamente.

"Crecer, educarse, santificarse o, como decimos en lenguaje vulgar, realizarse, es comprometerse a dar a luz nuestro "yo" íntimo, verdadero. Si la primera vez que nacimos, salimos de la entraña de nuestra madre, naceremos por segunda vez cuando nos demos a luz a nosotros mismos.

"Cada cual está obligado a sacar de sí su mejor "yo". De otro modo, morirá sin haber nacido. Muy bellamente, Pedro Salinas nos sugiere esta empresa de alumbrar a la vida la verdad de la nuestra:

Es que quiero sacar
de tí tu mejor tú.
Ese que no te viste y que yo veo,
nadador por tu fondo, preciosísimo.

"Cuantas veces no hemos visto ni sospechado la existencia en nosotros de un "yo" mejor, percibido, sin embargo, por un amigo, por un educador, por el esposo o por Dios. Sobre todo por Dios. Y hay que ponerse a trabajar para descombrar todo el cascote que oculta nuestra verdad, y que nos impide ser como realmente estamos llamados a ser".([2])



--------------------------------------------------------------------------------

[1] Henri Bergson, Obras Escogidas, Aguilar, 1959, págs. 72-3.
[2] Jesús Barrena Sánchez, El rostro humano de Teresa de Avila, Ediciones Sígueme, Salamanca 1982, págs. 308-9.

No hay comentarios:

Publicar un comentario