lunes, 18 de octubre de 2010

El camino hacia la interioridad

José Luis del Río y Santiago. El hombre siempre se está moviendo hacia el exterior, hacia la superficie, hacia la distracción

Es de desear que cada cristiano sepa ingresar en su “interioridad profunda”, que sepa “entrar en su corazón”, precisamente ahí, donde lo espera Dios, que penetra todos los corazones, ahí donde, bajo la mirada de Dios, cada uno decide su propio destino. Este camino hacia la interioridad ya lo describió magistralmente Romano Guardini en su obra: “El bien, la conciencia y el recogimiento”. El pensamiento de Guardini se puede resumir así: Nuestro ser vivo se desplaza desde el interior hacia el exterior y desde el exterior hacia el interior.

En él existe “la superficie y la profundidad”, la expansión horizontal y el saber “recogerse” dentro de sí mismo en su propio “centro personal”. Lo más importante es, evidentemente, lo interior, lo profundo. Pero el hombre siempre se está moviendo hacia el exterior, hacia la superficie, hacia la distracción. Por eso él debe tender, conscientemente, hacia su interioridad.

Él debe descubrir cada vez más y mejor su propio “espacio interior”. Éste “existe” en nosotros. Es una “zona interior” donde podemos acceder voluntariamente. En donde podemos ocuparnos privadamente de todas las cosas. Donde podemos estar a solas con nosotros mismos. Donde nos colocamos frente a Dios, ante su presencia. Este espacio “existe” en nosotros y debe convertirse en algo cada vez más amplio, más profundo, más silencioso, siempre más vivo y siempre más protegido. Esto, generalmente, no es algo que se comprenda, por sí mismo, de manera inmediata.

Si nos preguntamos, sinceramente, si consideramos en nosotros la existencia de este espacio interior (la zona que es lo contrario de la mera exterioridad), el espacio en el cual sepamos vivir, debemos confesar que frecuentemente en nosotros este espacio interior está “como sepultado”, está invadido “de hierbas inútiles”, debemos reconocer que nos es extraño aquello que, los maestros de la vida espiritual, le llaman “mundo interior”, lo “oculto en el silencio”, que somos ajenos a su profundidad y a su fuerza. Aquí es necesario ponerse a la obra, es necesario descubrir este mundo interior, excavarlo, construirle su bóveda de protección.

Pero, ¿qué cosa entendemos cuando decimos que el hombre es “profundo”? No significa que sus pensamientos sean de tal complejidad que se haga difícil comprenderlos, no significa tampoco que sus movimientos sean ocultos, que sus objetivos estén cubiertos. La “profundidad” es una cualidad que reside en sí misma. Se trata de una especial “dimensión”, algo distinto de la “multiplicidad”, o “amplitud”, o “complejidad”.

La “profundidad” es una penetración gradual hacia lo interno, y precisamente de manera que los estratos, entre más cercanos estén a nuestro “centro personal”, son de mayor valor, son más propios del hombre, son más tiernos, son más vivos. El pensamiento más sencillo puede, así, ser más profundo, y el más complejo razonamiento podría ser superficial, el sentimiento más ardiente podría ser vano y, en cambio, la más ligera sensación podría ser profunda.

Saber colocarse en esta profundidad exige un esfuerzo consciente y vigilante y nos da la sensación de fuerza y plenitud de nuestra existencia, nos da un sentimiento de “pasión por el bien”, del sufrimiento causado por nuestras imperfecciones, nos da la disponibilidad para llevar a cabo todo lo que sea justo y bueno. Por eso, esta “vigilancia” es un deber para el ser humano.
El camino hacia la interioridad pide que hagamos una “penetración” gradual hacia nuestro “centro personal”. Esto es, es necesario saber “recogerse” dentro de un cierto punto interior, ya que toda nuestra actividad intelectual, emocional y afectiva fluye desde este punto hacia el exterior y retorna a él, frecuentemente a través de recorridos muy complicados. La vida humana tiene un “centro”, aunque muchos nunca lo experimentan. Basta con que cada uno se pregunte si, de veras, conoce su “propio centro personal”, si de veras conoce ese “algo” que consigue la “unificación” de todo nuestro ser. ¿Acaso no es cierto que todo nuestro psiquismo se encuentra como “disperso” hacia el exterior? Así como las cosas externas nos llegan de fuera, así también nos dispersan en su dirección. Nosotros nos abandonamos fácilmente a todo aquello que se nos ocurra. Nuestras fuerzas interiores se dispersan fácilmente en mil direcciones, sin regresar de nuevo a su punto de partida. Es aquí donde se ve la necesidad de descubrir nuestro propio centro personal.

Sólo entonces, es cuando se hace posible la “espiritualización” de todas nuestras operaciones mentales, emocionales y afectivas. Sólo entonces, el “espíritu” podrá ser fortalecido, el espíritu que es diferente de las cosas meramente materiales. Diferente de aquello que es sólo corporal. Diferente de la mera “vida emocional”. Se trata de aquel centro personal que tiene una relación especial con el bien, con todo aquello que existe, con la verdad, el amor, la honestidad y con Dios mismo. Se trata del espíritu que debe penetrarlo todo y dominar los instintos y las pasiones y expresarse en todo. El espíritu que debe discernir la multiplicidad de las sensaciones, de los conocimientos, de las decisiones y lograr dar a todas las cosas su propio valor y dignidad. ¿No es cierto que nosotros sólo “conocemos” la existencia de este espíritu, pero no lo “sabemos vivir”?.

El camino para llegar a este espacio interior, a nuestra profundidad, al recogimiento en el centro personal, a la espiritualización de todo nuestro ser, es: el cuidado del orden, el dominio de los sentidos, el ejercicio de la atención, el ejercicio de saber permanecer en nuestra propia “soledad y silencio”, el ejercicio de dirigir la atención al mundo del “más allá”.

¿Qué cosa es dirigir la atención hacia el interior? En el hombre hay “algo”, que a pesar de la sucesión continua de las cosas y de los acontecimientos, “no cambia”. Algo que es “claro y fuerte”. Es la “viva esencia” del espíritu del hombre. Es la esencia del hombre que vive, en sí misma, su indestructible sustancia. La atención hacia el interior significa que el hombre trata de “hacer contacto” con este centro vivo de su espíritu, para renovar, desde ahí, su fuerza y su seguridad en sí mismo. El Evangelio habla de cierta “luz interior” que hay en nosotros y que ilumina todas las cosas. No es una mera imagen, es la realidad, ya que el espíritu es luz “por esencia”. Y el que sabe liberar a su espíritu, del dominio de las cosas exteriores, es totalmente iluminado por él.

¿Qué cosa es dirigir la atención hacia el otro mundo? Es, como lo expresa la siguiente oración: “Tú, Señor, eres mi vecino, siempre estoy tratando de escucharte, dame una señal tuya, ya que me encuentro muy cerca de Ti, solamente nos separa una pared muy tenue”. El hombre, a pesar de que puede vivir totalmente sumergido en las cosas visibles y palpables del tiempo presente, sin embargo, sólo puede “apoyarse”, en sí mismo y en sus propias fuerzas. Pero él tiene la clara convicción de que lo “meramente exterior”, no lo es todo. Sabe que del “otro lado” de la pared hay “alguien”. Sabe que más allá de los límites de nuestro ser, está presente la “vecindad de Dios”. Él puede tener la convicción clara de que en su interior, (allá donde se encuentra el límite con la nada), vive Dios.

De esta manera, se comprenden mejor las palabras del Concilio: “En efecto, por su interioridad, el hombre trasciende el Universo. Cuando se coloca en esta profunda interioridad, cuando dirige la atención a su propio corazón, ‘ahí lo espera Dios’, que penetra todos los corazones, ‘ahí’, donde, bajo la mirada de Dios, él decide su propio destino”. (Gaudium et spes n. 14)

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