domingo, 10 de octubre de 2010

EL MISTERIO DEL HOMBRE 10

Capítulo 9. VERTICALISMO Y HORIZONTALISMO, UNA POLARIDAD POR SUPERAR
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Hemos llegado al final. Pero el lector contemporáneo no estará satisfecho pues una inquietud le asaltará espontáneamente si ha seguido la reflexión por los diverso derroteros por que hemos andado: ¿Qué hacer? ¿Cómo proseguir en la búsqueda de nuestro desarrollo personal y espiritual, tras la realización de nuestra esencia humana? Una respuesta en general está contenida en los distintos capítulos del libro. Pero es legítimo preguntárnoslo más en particular toda vez que persiguiendo los diferentes caminos del espíritu nos hemos sucesivamente orientado en diversas direcciones.

Esta multiplicidad de caminos es un requisito de la integralidad del desarrollo necesario; pero cada uno de nosotros es diferente, tiene dispares aptitudes y capacidades, sus experiencias y rasgos de personalidad lo encaminan en distintas direcciones. Acogiendo la pregunta y asumiendo esta diversidad quizás podamos decir todavía algo útil. Pero no partiendo de nuestras diferenciaciones personales que, en realidad, no hacen a la esencia si no a los accidentes y circunstancias del hombre, sino manteniendo firme la vista en las dimensiones del espíritu.

Hemos visto al espíritu humano proyectándose y buscando realización en múltiples direcciones; el deporte, el baile, el arte, las ciencias, la literatura, la familia, la comunidad, la política, el sueño, la meditación, la oración, la contemplación. Si aceptamos una imagen espacial, diremos que el espíritu se proyecta de manera horizontal -hacia los lados y hacia adelante- y de manera vertical -hacia abajo y hacia arriba. Hacia los lados, estableciendo relaciones sociales, formando parte de grupos y comunidades, desarrollando actividades económicas, políticas y sociales. Hacia adelante, elaborando conocimientos, formulando conceptos, diseñando proyectos, creando obras de arte y toda suerte de productos culturales. Hacia abajo, accediendo a través de los sueños, de la dormición y la meditación en sentido oriental a las zonas profundas de la conciencia, alcanzando el apagamiento de los intereses y el reposo de las potencias conscientes ligadas al cuerpo y accediendo con ello a más amplios espacios de creatividad y libertad. Hacia arriba, purificando los sentidos, la imaginación, la voluntad y la inteligencia mediante la accesis y el amor, y acogiendo en la oración y contemplación los dones y gracias espirituales que lo levantan por sobre sí mismo y lo unen a Dios.

Cada una de estas cuatro grandes direcciones atrae con fuerza al espíritu humano y lo compromete, constituyendo todas ellas componentes esenciales de su realización. Pareciera ser, sin embargo, que alcanzar o acercarse en alguno de ellos al límite de sus potencialidades, dicho en otros términos, lograr la excelencia en alguna, supone "invertir" en ello una tan elevada proporción de las energías personales que las otras dimensiones se ven a menudo descuidadas o, al menos, limitadas en sus capacidades de realización. Pareciera incluso que las direcciones del desarrollo potencial de la esencia del hombre entraran en conflicto y contradicción. De allí que surge inquietante la pregunta que cada uno se hace, por la dirección en que ha de comprometer lo principal de su búsqueda. Se habla, en este sentido, de que cada persona tendría una particular vocación.

Si hay en la historia del espíritu y de la cultura humana alguna polaridad o conflicto permanente y reiterado, es el que surge de las opuestas tendencias denominadas "verticalistas" y "horizontalistas", en que uno u otro de los polos de la tensión se acentúa y desbalancea. El desequilibrio asume la forma "verticalista" cuando la apreciación de los valores espirituales profundos, trascendentes o sobrenaturales se verifica en contradicción con las realidades corporales, sociales e históricas a las que menosprecia y termina considerando "vanidad". La forma "horizontalista" se presenta cuando la valoración de estas realidades corporales, sociales, artísticas y científicas tiende a absolutizarse, despreciándose las dimensiones religiosas, espirituales y trascendentes. (Estas tendencias pueden comprenderse bajo diferentes nombres. Los términos que más a menudo se usan para representar la misma polaridad son los de "espiritualismo" y "secularismo", que preferimos no usar aquí porque en su uso habitual van acompañados de más complejas connotaciones y debates).

Las personas individuales, los pequeños grupos y las sociedades mayores experimentamos esta polaridad, estando tensionados por ambas atracciones. Incluso en las civilizaciones podemos distinguir predominancias horizontalistas y verticalistas. Verdaderamente podemos afirmar que la experiencia humana -la de cada persona y la de la humanidad toda- presenta una ambivalencia profunda, que pone de manifiesto la fuerza de atracción de ambas apelaciones.

Pero no sólo éstas, pues dentro de las predominancias horizontalistas podemos apreciar una segunda polarización entre las tendencias que identificamos "hacia los lados" y "hacia adelante", como en las predominancias verticalistas apreciamos otra también manifiesta dicotomía entre las tendencias que orientan o hacia las profundidades brahmánicas o hacia las alturas divinas.

Respecto a las primeras un ejemplo lo encontramos en la polarización que a menudo se observa entre quienes buscan excelencia en el campo de las actividades sociales y políticas y quienes lo hacen en las dimensiones científicas y artísticas. Los más grandes científicos, filósofos y artistas a menudo carecen del sentido de la política, como los más grandes políticos a veces no tienen gran desarrollo de su pensamiento filosófico o de sus capacidades estéticas.

Respecto a las segundas pareciera que la oposición fuera menor, pero no es así y creerlo es resultado de una insuficiente clarificación conceptual de la diferencia entre ellas. Lo podemos apreciar en el ejemplo de los místicos cristianos que, en la medida que alcanzan mayor elevación y éxtasis sienten menor propensión a dormir y soñar. "Vigilad y orad", decía Jesús a sus discípulos que sucumbían al instinto del sueño. Santa Catalina de Siena dormía apenas media hora diaria, Santa Colette no dormía habitualmente más que una hora a la semana. La venerable Ana Catalina Emmelrich durmió poquísimo a lo largo de su vida. San Juan de la Cruz desconfiaba y rechazaba las visiones, locuciones y otros fenómenos que pueden semejarse al "soñar despiertos" en cuanto obstáculos para la perfecta unión del alma con Dios. Al contrario, la orientación del Vedanta y los Upanishad valorizan al máximo los sueños, la dormición y las iluminaciones de la meditación.

Ahora bien, la contraposición no ha de exagerarse. Entre unas y otras de estas orientaciones "secundarias" se establecen diferentes combinaciones, de tal modo que encontramos en ciertas personas, culturas y civilizaciones variadas predominancias complejas. Por ejemplo, entre la tendencia hacia lo alto (el amor a Dios) y la orientación hacia los lados (el amor al prójimo, la vida comunitaria y social), o entre la tendencia hacia abajo (el sosiego interior, el desinterés material y corporal) y la orientación hacia adelante (la creatividad artística, el pensamiento filosófico abstracto). Pero no son estas las únicas combinaciones posibles.

Pues bien, resulta fácil sostener que los distintos términos del desarrollo humano se han de unir, y que en el fondo se trata de aspectos de un mismo crecimiento espiritual. Y es cierto. Para quienes siempre hemos escuchado que toda la moral y la religión se resumen en el evangelio del amor a Dios y/en el amor al prójimo, la contradicción pareciera diluirse. De manera formal es también fácil unificar diversa exigencias en fórmulas simples, como la conocida "contemplación en la acción", o aquella más antigua "ora et labora" expresada vulgamente en el refrán "a Dios rogando y con el mazo dando", o aún, la idea moderna de la unidad entre teoría y práctica. Lo difícil es mantener esos nexos en la vida y reforzarlos por doquier se desplieguen el pensamiento y la acción.

Teniendo en cuenta que tal es la experincia humana, la existencia de un problema teórico al respecto debe ser reconocida. De un problema real y actual, profundo, no fácil de resolver. De un problema complejo en lo vital y que también es difícil de clarificar teóricamente, mediante conceptos precisos. Lo señalamos porque existen concepciones simplistas que tienden a dar por superado el asunto con fórmulas simples como las mencionadas, o bien con simplistas reducciones conceptuales que invocan nociones demasiado abstractas y genéricas como las de "totalidad", "holística" o "vida", sólo aparentemente capaces de englobar contenidos y experiencias de hecho muy disímiles.

Una primera observación general es que en las diversas dimensiones de búsqueda el hombre se encuentra con realidades y valores espirituales que lo trascienden, que lo hacen ser más, y que se le presentan como valores de algún modo absolutos, capaces de atraer con intensidad y plenitud su conciencia, su voluntad, su espíritu. La verdad, la belleza, la libertad, la justicia o el amor son valores que nos sobrepasan, y los encontramos tanto en el camino de la espiritualidad como en el de la acción social, cultural, científica y política. No somos nosotros que llegamos a poseer esos valores, más bien somos poseídos por ellos. Por eso los hombres podemos entregarnos enteramente -y en este sentido "perdernos"- tanto en la religión como en el arte, en el deporte como en la ciencia, en la política como en la relación afectiva, en el trabajo como en la oración. Es esa plenitud según la cual participamos en algo que nos sobrepasa -porque buscamos y encontramos verdad, belleza, bien, armonía y amor en todas esas actividades- lo que puede llevarnos a la "fuga" hacia arriba o hacia adelante, hacia un lado o hacia abajo.

Esta afirmación o reconocimiento de los valores profundos e indudablemente espirituales que encontramos tanto en las realidades horizontales como en las verticales es un pre-requisito de la posibilidad de articular todas las dimensiones del hombre en una perspectiva equilibrada que no niegue alguna de ellas por la afirmación de otras. Pero tal pre-requisito no es más que eso, un punto de partida indispensable, pero no suficiente. El problema humano real, que a menudo es drama, surge en otro plano, el de la experiencia concreta de experimentar esas dimensiones con sus respectivos valores.

En efecto, desde las distintas dimensiones somos exigidos completamente. Por un lado, somos llamados a amar a Dios "con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente", con todas las fuerzas; y por el otro la ciencia, la política, la creación cultural, la vida familiar, una vez que se avanza en ellas en profundidad, exigen dedicación de toda nuestra inteligencia, imaginación, memoria y voluntad: si no lo hacemos así no alcanzamos aquellos niveles de excelencia en los que la ciencia, el arte, la cultura, la política o el amor valen realmente la pena de vivirse y pueden significar un crecimiento y un aporte verdadero.

Hay que ponerse enteros en lo que se hace, hay que jugarse a fondo en una dirección y recorrer el camino hasta el final. Pero si lo hacemos así ¿no caeremos inevitablemente en las fugas verticalista u horizontalista que nos preocupan porque nos sesgan? Examinemos pues las alternativas de integración, partiendo de las más simples y superficiales a las más articuladas y profundas.

Una solución a nivel indiviual podría consistir en dividir nuestro tiempo entre actividades intensamente espirituales y actividades plenamente horizontales: tantas horas del día, de la semana, tantos días del año para cada actividad. Darle un tiempo y un espacio al desarrollo de cada dimensión de la vida. Es una suerte de programación del tiempo existencial en términos de reconocerle un espacio necesario al desarrollo en la dirección de cada uno de los vectores por los que puede proyectarse la esencia humana.

Con ser esto sumamente razonable tenemos que decir que la solución no apunta al fondo del problema que nos ocupa. No cabe duda que necesitamos programar el tiempo y que si queremos vivir y hacer presente en nuestra persona las distintas dimensiones de la experiencia humana no tenemos más que crearles espacio en nuestro tiempo, pues no somos capaces de estar simultáneamente en actividades, pensamientos y estados de conciencia diferentes. Pero no hemos resuelto el fondo del problema que no consiste simplemente en tener experiencia de esas muchas dimensiones, sino en alcanzar su integración de manera que se vivifiquen recíprocamente. Si las mantenemos presentes pero no alcanzamos la integración que buscamos, el dedicarle distintos tiempos a cada dimensión implicará que acción y contemplación, vigilia y sueño, vida social y recogimiento personal, apreciación de la belleza y encuentro de la verdad se sucederán en una secuencia de momentos desconectados. Aunque ello tal vez pueda conformarnos psicológicamente al menos en algún plano superficial, no nos hace superar el dilema porque en definitiva no haremos nada con toda la mente y con todas las fuerzas, o con la intensidad necesaria para tensar el desarrollo espiritual en el logro de grandes virtualidades; estaremos solamente haciendo cosas distintas en momentos separados y ejercitando intermitente y saltuariamente nuestras facultades y potencias. Debemos buscar la integración en un plano de conciencia más profundo.

Pensamos entonces en la posibilidad de combinar distintas dimensiones y búsquedas en nuestro interior; combinarlas en alguna medida, de manera que tengamos presente la espiritualidad cuando estemos en lo histórico y lo histórico cuando nos movamos en lo puramente espiritual. Es la búsqueda del equilibrio a través de la co-presencia de las dimensiones de la esencia humana. Por este camino tal vez sea posible dar pasos importantes tanto por el camino horizontal como por el vertical. Sin embargo, la solución es todavía insuficiente y presenta problemas serios. En efecto, si se la lleva a un cierto extremo se generan dos situaciones no deseables.

La primera es que, sobre los que caminen de ese modo pende el riesgo de la mediocridad, pues en la búsqueda del equilibrio entre lo horizontal y lo vertical mediante la permanente combinación y copresencia de ambos planos, los compromisos más intensos y absolutos requeridos a menudo en una dirección tienden a ser rehuídos, por el temor a perder el contacto con las otras dimensiones que le son polares. La segunda situación no deseable es una probable confusión de planos: la ciencia, la política, el arte, ponen exigencias de autonomía al menos relativa, del mismo modo como la vida espiritual y religiosa no acepta condicionamientos y subordinaciones a las exigencias de la política, de la ciencia o del arte. La experiencia histórica abunda en ejemplos de personalidades religiosas que hacen política, o ciencia, mezclando lamentablemente los planos, e igualmente encontramos científicos y políticos que en estas actividades mezclan consideraciones espirituales que dan como resultado idealismos y abstractismos muy discutibles que derivan a menudo en extremismos.

La perfección a que estamos llamados en razón de nuestra esencia espiritual, la entrega total que se nos pide desde cada lado, no puede consistir en un dualismo o pluralidad ni en una mezcla o combinación de desarrollos parciales. La integración y unidad entre dimensiones divergentes no se encuentran a mitad del camino del desarrollo de cada una de ellas, sino al final, en los límites de su perfeccionamiento. En otras palabras, la polaridad se presenta en niveles de desarrollo precario y mediocre; al revés, cuando asumimos verdaderamente en serio cualquiera de las direcciones de la realización espiritual y vamos al fondo en ella, llega un punto en que nos encontramos con las otras riquezas del espíritu. Veámoslo a través de algunos ejemplos.

Un poco de religión y espiritualidad puede alejarnos de la acción social, de la ciencia, del arte, del amor al prójimo. Tenemos abundante experiencia de ello. El cumplimiento de los que consideramos deberes religiosos lleva a menudo a justificarnos internamente de nuestras inconsecuencias en el orden práctico, a nivel de nuestra vida cotidiana o de nuestras relaciones con los demás. Cierta vida interior, en la que demos espacio a la oración y meditación hace a veces alejarse de compromisos sociales y políticos a los que somos llamados por los acontecimientos históricos en que estamos inmersos, a mirarlos desde lejos, como si no nos concernieran, creyendo falsamente que nuestra vida real se está desenvolviendo más allá de los avatares de la contingencia. La convicción inmadura respecto a nuestras verdades religiosas y espirituales suele aplacar nuestra curiosidad y excusarnos de la búsqueda del conocimiento en el plano de la filosofía o de la ciencia. Un poco de religión y espiritualidad nos lleva a vivir en un plano subjetivo, de sentimientos e imágenes piadosos, de experiencias psicológicas y comunitarias que pueden ser satisfactorias para nuestro yo en el plano de las necesidades afectivas, de participación comunitaria, de darle sentido a la vida, de simbología social, etc., tal que nos aleje de un verdadero compromiso en la vida real e histórica, en la búsqueda del conocimiento y de la belleza, etc.

Quienes, en cambio, han seguido el camino espiritual y religioso hasta el final enseñan que la perfección consiste en la unión con Dios, lo que supone vaciarse de sí mismos y de toda inclinación y apego hacia el "mundo" y los intereses inferiores. Pero esas mismas personas enseñan que la espiritualidad y la fe no valen nada si no se traducen en obras, y que la verdad del amor a Dios se verifica en el amor al prójimo y el compromiso, en la búsqueda apasionada de la verdad y de la belleza, en la perfección de lo que se hace. Este amor al prójimo, a la verdad, a la belleza, al bien, pueden efectivamente ser vividos intensamente cuando la purificación espiritual del hombre lo haya hecho vaciarse de sí mismo, de sus intereses egoístas, de sus soberbias y vanidades personales. Así, los mayores aportes al perfeccionamiento de la comunidad humana, a la ciencia y las artes, han sido efectuados precisamente por personas particularmente entregadas a Dios.

Pero también sucede lo inverso. Un poco de ciencia nos aleja de una acción social verdaderamente creadora y profunda y puede también desviarnos de la búsqueda de Dios. Por ejemplo, al descubrimiento de algunas verdades no suficientemente profundizadas y comprendidas en su verdadera dimensión y significado a menudo acompañamos su absolutización, hasta el punto de negar u oscurecer otras verdades que nosotros mismos quizá hayamos descubierto anteriormente. Aprendemos que en la sociedad las clases sociales y el conflicto son protagonistas de grandes hechos históricos; pues, pronto absolutizamos y creemos que toda la historia es el resultado del conflicto entre las clases, olvidando el papel que en los acontecimientos juegan los individuos, las naciones, las instituciones científicas, el arte; no dejamos espacio en la historia para la acción de Dios. La acción social consecuente será mediocre, y los resultados de nuestra acción, por bien motivada que sea ésta, resultan oprimentes y monstruosas. Descubrimos la evolución de las especies y de la vida, empezamos a descifrar los secretos de la vida biológica; pronto llegamos a interpretarlo todo naturísticamente, hasta la política, el arte y el conocimiento. No necesitamos del creador de la vida ni siquiera como hipótesis de trabajo.

Pero si realmente penetramos hasta los límites del conocimiento científico de la vida, aparecen los misterios insondables que nos abren al mundo espiritual. El testimonio de los más grandes biólogos y físicos es al respecto contundente. Los que han seguido hasta el final el camino de la ciencia, o el del arte y la política, nos hablan y dan testimonio de dedicación completa y exclusiva, de entrega apasionada a su causa. Alcanzan la excelencia en su campo y podrían ser soberbios y vanidosos, pero generalmente son en su vida personal las personas más sencillas, amables y humildes. Se dirá que hay muchos casos de científicos y artistas en que no es así. Es posible. Pero antes de negar la relación que señalamos haremos bien en poner en duda la grandeza de sus obras. Como fue dicho: "un poco de ciencia nos aleja de Dios, pero mucha ciencia nos acerca a El".

Podemos hacer una afirmación análoga diciendo que un poco de compromiso social puede alejarnos de Dios, pero un compromiso intenso nos acerca a El. Son incontables los casos de participación en la vida política inicialmente motivados por sinceros deseos de contribuir a solucionar los problemas de la pobreza, la injusticia, la falta de libertad, que a no mucho andar van derivando en compromisos y componendas que hacen a menudo abstracción de esos valores en aras de una búsqueda del poder, justificada por una errónea idea de que "después" todo ha de ser distinto porque con suficiente poder se podrá cambiar las raíces estructurales de la pobreza, la injusticia o la ausencia de libertad.

Un poco de ciencia o de arte nos hace soberbios, llevando a creernos autosuficientes para conocer toda la verdad y apreciar toda la belleza; un poco de compromiso social aplaca nuestros ímpetus liberadores y justicieros, llevándonos a creer ilusoriamente que estamos haciéndolo todo por superar esos problemas. Un poco de ciencia, de arte, de política, de cultura, de compromiso social, nos lleva a un mundo de complejidades, donde son convenientes los términos medios, las acomodaciones y satisfacciones parciales; un mundo en el cual Dios con sus exigencias de entrega y donación, la espiritualidad con su búsqueda de simplicidad y la pureza, terminan siendo molestos, superfluos, no viables, imposibles, y son finalmente desechados.

Es que en la mediocridad el espíritu humano se apaga. "Porque no eres frío ni caliente, estoy por vomitarte de mi boca", dice Dios en el Apocalipsis. En cambio, el espíritu vive en la tensión de los límites; el espíritu se renueva en la superación de sí mismo.

La razón por la cual el desarrollo profundo en una dimensión particular del espíritu conduce a un encuentro con las otras dimensiones del hombre radica en la unicidad del espíritu humano. Este se desarrolla entero cuando se extiende en alguna de sus dimensiones. Crecen todas sus virtualidades cuando se actualiza una de sus dimensiones. Así se explica que hombres profundamente espirituales demuestran ser a menudo muy prácticos y excelentes organizadores; o que intelectuales connotados tengan una riqueza religiosa notable, o que artistas excelentes alcancen notoriedad también en la política.

A medida que el espíritu se expande se va simplificando y alcanzando mayor unidad interior. Esto sucede en cualquiera de las dimensiones y orientaciones por las que inicie y consiga su actualización. La política como acción espiritual -nivel en que se constituye efectivamente como un bien social- requiere e implica superar los intereses individuales y particulares para alcanzar una perspectiva global. Ello es en su esencia misma un proceso de simplificación espiritual y universalización de los hombres que la ejercitan. La ciencia y el arte suponen un salir de sí mismos para sumergirse en valores que nos trascienden; sólo entonces alcanzan la verdad y la belleza; y ello es también esencialmente un proceso de simplificación espiritual y universalización. La meditación y la espiritualidad son formas superiores de simplificación, a través de las cuales se van superando complejidades y contradicciones del yo individual, que va siendo abandonado o trascendido. El espíritu, en cualquiera dirección que se tense, se va simplificando y alcanzando creciente unidad, de manera que al final se encuentra consigo mismo en la riqueza de sus potencialidades realizadas.

Vemos pues que la posibilidad de no "perderse" en el verticalismo o el horizontalismo está en "darse", sea en la acción temporal como en la vida espiritual. Darse en la política, o en la ciencia, o en el trabajo, o en el deporte, es amar. En el fondo, el amor es la esencia última del espíritu, amor que tiene la más alta potencialidad simplificadora y unificante.

Un análisis similar a éste que hemos hecho al nivel personal puede hacerse en relación a las comunidades y agrupamientos sociales. Así como en la vida individual hacemos división de nuestro tiempo existencial, así en las comunidades, instituciones o sociedades puede reconocerse una suerte de "división social del trabajo", en el sentido de que hay diversidad de carismas o vocaciones, de modo que unos hombres se especializan en la acción política mientras otros lo hacen en la ciencia o el arte, y otros se centran en la vida religiosa. En un cierto nivel se superan con esto las fugas, esta vez colectivas, en las direcciones verticales u horizontales, en la medida que ello garantiza la presencia de las distintas dimensiones de la vida al interior de la comunidad o sociedad de que se trate.

Pero así como no se alcanza el desarrollo espiritual del individuo por la simple ejecución en distintos tiempos de aspectos parciales o por la combinación de desarrollos mediocres, así las comunidades y sociedades no desarrollan su riqueza espiritual si estos hombres especializados en las distintas dimensiones de la vida se mantienen separados y recíprocamente exteriores, sin enriquecerse mutuamente.

No negamos que hay diversidad de vocaciones y dones, y que en el cuerpo social se necesitan científicos, políticos, deportistas, empresarios, inventores, y sacerdotes; pero la sociedad desarrollará su profunda riqueza espiritual si constituye una verdadera comunidad internamente comunicada y simplificada en sus relaciones sociales. La plena realización de la sociedad humana la habremos alcanzado cuando hayamos construído una sociedad solidaria, una Civilización del Amor. En ella la economía, la política, la cultura, las ciencias y todas las dimensiones de la vida estarán unidas y serán de todos. En última síntesis, en la comunidad que formamos entre todos los hombres somos EL HOMBRE.

Esta sociedad perfecta no podremos realizarla nunca aquí en la tierra porque somos naturaleza caída, porque nuestra esencia se encuentra herida desde el principio de la historia; pero podemos caminar hacia ella. Como hemos visto, la perfección es imposible para el hombre y para la sociedad. Conclusión tremenda para el espíritu humano si la tomamos en todo su significado; significa, en efecto, que no podemos llegar a realizar nuestra esencia.

Pero esto mismo podemos expresarlo de una manera esperanzadora: la condición humana es tal que necesitamos un Salvador. Es lo que creemos los cristianos: que los hombres y la sociedad humana necesitamos un Salvador, que nos atraiga elevando y redimiendo nuestra condición humana natural -nuestra radical escisión y soledad- por obra Suya más que por mérito nuestro. Obra de Dios que viene a completar nuestro proceso de unificación y no ha reemplazarlo. Un Salvador que es Dios mismo que asume nuestra condición y esencia humana, que habita entre nosotros y santifica con su presencia en la historia y en cada hombre, nuestras actividades: nuestro trabajo, arte, sexualidad, ciencia, cultura, política, vida cotidiana y espiritualidad. Un Salvador que, además, misteriosamente, viene a integrar en Dios mismo, cristificándola, la creación entera.
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