sábado, 9 de octubre de 2010

EL MISTERIO DEL HOMBRE 2

Capítulo 1. INTENTANDO UNA NUEVA DEFINICION DEL HOMBRE
.

En el estado actual del pensamiento puede parecer banal o al menos ingenuo comenzar una reflexión sobre el hombre intentando formular una definición. Estas están en descrédito, resultado tal vez de la influencia del relativismo subjetivista que se resiste a reconocer validez y profundidad a definiciones generales y abstractas que pretendan proporcionar algún conocimiento verdadero que verse sobre supuestas esencias o naturalezas de las cosas. Tal es, en verdad, la pretención que puede tener la búsqueda de una definición.

No entraremos por el momento en el tema de la posibilidad y validez cognoscitiva que puedan alcanzar las definiciones. Aceptando el riesgo de ser calificados de ingenuos o banales, parece razonable entrar directamente a la búsqueda de la definición que precisamos, dejando para después de obtener algún resultado la emisión del juicio que merezca.

Pues bien, puestos a la tarea de definir al hombre ¿no encontramos que está ya cumplida desde hace siglos cuando Aristóteles utilizando las más estrictas categorías de la definición lógica lo definiera como animal racional? Formulada en los albores mismos de la reflexión filosófica de la humanidad esta definición ha sido la más difundida y universalmente aceptada de cuantas se han sucesivamente propuesto.

La razón de esta aceptación prácticamente universal reside precisamente en que ella se rige por la más rigurosa norma de toda definición filosófica, a saber, la determinación de la esencia y del lugar que ocupa en el ordenamiento natural el objeto (o sujeto) a definir, mediante la identificación de su "género próximo" (que precisa lo que tiene en común con la categoría inmediatamente más amplia de seres de que forma parte), y de su "diferencia específica" (que precisa aquella cualidad esencial que solamente los seres de su mismo tipo comparten, distinguiéndolo de todos los demás integrantes de su género como miembro de una especie, naturaleza o clase especial.

La mencionada definición identifica la animalidad como el género próximo del hombre, insertándolo en el ordenamiento natural como uno de aquellos seres vivientes y sensibles que tienen en sí mismos capacidad de automovimiento, desarrollo y reproducción; e identifica la racionalidad como su diferencia específica, distinguiéndolo y levantándolo por encima de toda otra especie animal en razón de su más elevada cualidad ontológica de ser capaz de pensar racionalmente y de tener no sólo conciencia del mundo circundante sino de su propia interior realidad conciente.

La definición parece perfecta. ¿Quién podría dudar de que, en la naturaleza de que forma parte, el hombre comparte con todas las demás especies animales el conjunto de los elementos y características propios de la vida y del ser animal? Más aún, la ciencia moderna inserta más radicalmente al ser humano en el mundo animal al ponerlo como culminación de un proceso evolutivo, emergiendo de otras especies animales a través de un complejo proceso biológico de selección y perfeccionamiento. ¿Y podría alguien negar que si hay algo especial, distinto y característico de los hombres, que los separa y diferencia de todas las otras especies animales, es su inteligencia racional, su capacidad de formular pensamientos abstractos, encadenar razonamientos, tomar conciencia de su propia interioridad subjetiva, y a partir de ello, desplegar la más extraordinaria capacidad creativa y ordenadora de información?

Así lo pensé y ninguna duda me cupo al respecto hasta que me encontré con el texto de un autor que, a través de un razonamiento y unos conceptos muy simples pero particularmente lúcidos proponía otra definición del hombre que contraponía a la tradicional. No se trataba -que esto sí me ha parecido siempre banal e ingenuo- de alguien que rechazara la definición por el expediente común de negar que el hombre tenga una naturaleza esencial, común a todos los seres humanos y susceptible de ser conocida y formulada conceptualmente mediante una definición, sino más profunda y radicalmente de alguien que cuestionaba que sea la animalidad el género próximo y la racionalidad la diferencia específica de la persona humana.

"¡Alto!", saltará de este punto del razonamiento el lector moderno bien apercibido de filosofía crítica. "Hacer referencia a la persona humana implica un sutil pero muy significativo deslizamiento del discurso, implicando ya una determinada concepción del hombre como sujeto personal, lo que aún no está demostrado".

Aceptemos por el momento la advertencia, sustituyamos en el párrafo anterior la expresión "persona humana" con el término hombre, y sigamos tranquilos nuestra reflexión. ¿Tranquilos? No parece ya posible. En efecto, el haber utilizado como sinónimo de hombre la expresión persona humana tal vez no fue sin motivo y fue más que una simple licencia redaccional. Nos deja en todo caso una inquietud, porque el ser persona parece ser algo tan esencial y connatural al hombre que no llegamos a entender que no aparezca en nuestra definición del mismo. Si es así ¿habremos realmente captado la esencia o naturaleza del hombre al identificarlo como "animal racional"?

Vengamos, pues, al referido texto que, en efecto, no hace distinción alguna entre hombre y persona humana. No se trata de un tratado filosófico sino de un libro -bastante sencillo e ingenuo, a decir verdad- de espiritualidad cristiana: son las cartas en que un sacerdote católico, el Pbro. E. Vivans Llorens comunica sus reflexiones en torno al tema de la purificación de la inteligencia a Sor Ester María de Gracia. Leamos:

"Sentí entonces la necesidad de definir qué es un ángel y por mis adentros tuve una percepción infusa con estos términos: ángel es un ser espiritual-personal incorpóreo.

"Inmediatamente sentí la necesidad de elevarme a Dios e intenté definirlo partiendo de la naturaleza angélica. Acto seguido intuí la nueva definición como por luz infusa y escribí: Dios es EL SER INFINITO, espiritual y tripersonal.

"(...) Acto seguido sentí la necesidad de definir al hombre tomando como base "el espíritu", ya que constituye la sede de la personalidad. Estamos acostumbrados a la clásica "animal racional" u otras equivalentes. En todas se parte de la naturaleza biológica a la cual se añade la diferencia específica "racional". Pero ahora voy a proponer otra a la inversa, en que el género próximo sea el espíritu. La percibí como sumamente atrevida, pero exacta. La formulé así: el hombre es un ser espiritual personal con vida corpórea superior.

"(...) Acto seguido con la misma claridad intuitiva me dí cuenta de una ontología en cascada en la cual por el espíritu fuese posible relacionar a Dios, el ángel y el hombre y con él el universo.

"(...) Tengo la impresión íntima que con estas definiciones todas las cosas quedan centradas en su sitio y desaparece la barrera que nos eclipsa la verdad. (...)"([1])

Nos preguntamos ahora nosotros: ¿qué hay de verdad en las intuiciones de este hombre de Dios? Ninguna luz infusa viene a iluminarnos, por lo que no tenemos sino el recurso a las luces de nuestra reflexión filosófica. A este nivel nuestro en que lo que buscamos por ahora es sólo una definición, la interrogante de fondo es la siguiente: ¿es sostenible la idea que el género próximo del hombre sea el de los seres espirituales y no el de los animales?

Para que ello sea aceptable deben concurrir las siguientes tres condiciones:

Uno, que existan seres espirituales de diferentes tipos o clases.

Dos, que el hombre sea un ser espiritual y que en cuanto tal pertenezca al género de los seres espirituales.

Tres, que este género que incluye a todos los seres espirituales de diferentes clases o especies, sea el grupo de pertenencia más próximo -más significativo y sustancial- para el hombre.

No es el caso que desarrollemos aquí respuestas y que lleguemos a conclusiones sobre la existencia o no de estas tres condiciones. Ante todo tendríamos que empezar definiendo lo que entendemos por espíritu, y ello sería sin duda una tarea aún más difícil de la que nos hemos propuesto en este capítulo introductorio. Digamos solamente que esos serán temas en que se centrarán los capítulos que siguen y que en ellos podrán encontrarse elementos que nos ayuden a dilucidar el asunto. Pero no podemos dejar de advertir que quienes estén convencidos de la verdad de esas tres condiciones tendrán que modificar su concepto y definición del hombre.

Quien escribe esto se cuenta entre los que tienen la convicción de que existen seres espirituales y que el hombre es uno de ellos, residiendo en tal permanencia a una realidad espiritual que lo sobrepasa lo más relevante de su ser, en donde el hombre encuentra su verdadero sentido y finalidad. Como hemos indicado, expondremos en seguida algunas de las razones o motivos que nos llevan a tal convicción.

Pero debemos antes continuar nuestra reflexión en torno a la definición del hombre. Aceptamos -provisoriamente- que el género próximo del hombre no es el animal sino el espíritu. La cuestión que inmediatamente se levanta es, entonces, cual sea su "diferencia específica", es decir, aquello que lo distingue como una especie propia y diferente de todos los demás seres espirituales.

La respuesta no será difícil porque aparece de manera inmediata y evidente. La diferencia específica del hombre es su corporalidad. En efecto, dando por aceptado que el hombre es un ser espiritual -en razón de su inteligencia, de su capacidad de amar, de su aptitud para elaborar conceptos inmateriales y abstractos, de su autoconciencia y subjetividad, de su búsqueda de trascendencia y de su tensión hacia lo infinito y eterno-, lo que lo distingue y diferencia de los otros seres espirituales -ángeles, demonios y personas divinas- es que vive esa su espiritualidad en, con y por medio de un cuerpo. Un cuerpo extraordinariamente complejo y perfeccionado en su capacidad de adaptación y flexibilidad.

Un cuerpo que tiene todos los atributos, características y condiciones de un cuerpo animal, capaz de experimentar y desarrollar una vida vegetativa, sensible e instintiva; pero un cuerpo también apto para sostener y desenvolver una más compleja vida psíquica, consciente e inconsciente, intelectual y cultural, afectiva y estética, volitiva y conciente, social, ética y religiosa. Todo ello precisamente en razón de que no se trata simplemente de un cuerpo que es sede de un animal sino de una realidad ontológicamente espiritual.

Si definimos al hombre como un espíritu corporal y sustituimos con ella la vieja fórmula del "animal racional", las consecuencias teóricas y prácticas que se siguen son relevantes; más aún, son profundamente revolucionarias y transformadoras en todo orden de cosas humanas. Cambios inmensos, increíbles, se siguen en efecto del simple pero profundo y radical hecho de identificarnos y sentirnos internamente vinculados, como especie y como individuos, al mundo de los seres espirituales antes y más realmente que al mundo de los animales y seres biológicos. De saber que nuestros parientes más próximos no son los caballos, los tucanes y las abejas, sino los ángeles, los arcángeles, las legiones y las personas divinas. De asumir que provenimos y somos parte de un linaje de seres superiores a nosotros mismos, antes de serlo de otro constituído de puras especies que nos son inferiores.

Quisiéramos por ahora y para empezar, detenernos en una primera, principal y decisiva, tal vez la más paradójica de tales consecuencias teóricas y prácticas. Se trata de la profunda y verdaderamente nueva valoración del cuerpo, de nuestra corporeidad, que consigue a nuestra definición como espíritus corporales.

Cuando nos definimos como animales racionales, nuestro cuerpo queda inmediata y naturalmente reconocido como un cuerpo animal, por perfeccionado que se presente en algunos de sus atributos (que por cierto no en todos) respecto al cuerpo de las otras especies animales.

De tal reducción del cuerpo como expresión de la animalidad del hombre deriva consecuencialmente una prácticamente inevitable tendencia al dualismo en la concepción del hombre, en cuanto no parece posible sostener que la racionalidad -el atributo esencial que hace la diferencia específica del hombre- aparezca como expresión natural de su corporeidad animal. La racionalidad -expresión superior de la vida intelectiva y espiritual- no tendría su sede ontológica en el cuerpo del hombre sino en el alma, en un principio vital diferente al cuerpo y subsistente independiente de éste: el espíritu humano incorpóreo. El hombre sería un compuesto de dos principios vitales íntimamente relacionados pero sustancialmente diferentes: el cuerpo animal y el alma espiritual.([2])

Si en cambio pensamos que el hombre es un espíritu corporal y que el cuerpo es el modo especial que distingue nuestra particular espiritualidad de todas las demás realidades espirituales, nuestra corporeidad resulta inmediatamente dignificada, elevada a la dignidad que reconocemos propia de lo espiritual. No es que seamos un espíritu que tiene un cuerpo, ni un cuerpo que es la base material sobre la que se asienta un espíritu, sino que somos, esencial y constitutivamente, sustancial y ontológicamente, un espíritu corporal.

Alguien podría pensar que definir al hombre como animal racional o como espíritu corporal no hace diferencia en cuanto a la inevitable conceptualización dualista del ser humano, pues en ambas definiciones se hace referencia a dos principios vitales, por más que se señale una diferente prioridad entre ellos. Pero no es así. La razón de que la concepción del "animal racional" conduzca al dualismo ontológico es, simplemente, que no se puede entender como lo menos sea capaz de actuar lo más, mientras que no hay dificultad alguna en comprender que lo que es más sea igualmente capaz de lo menos. Dicho más directamente: si la vida racional, intelectual y espiritual es más que la vida animal, no se entiende como pueda proceder y residir directamente en ésta última. Por el contrario, no hay dificultad ontológica (aunque sí, por cierto, psicológica y cultural) en comprender que la vida sensitiva y sensible, afectiva y sexual, vegetativa y animal, provenga y tenga sus raíces en la personalidad espiritual del hombre.

Revalorización de nuestra corporeidad y posible superación del dualismo no significan negar que el hombre sea en último análisis (o mejor, en última síntesis) un ente compuesto y no un ser simple y perfectamente unificado; y que en consecuencia pueda hablarse de las dinámicas y tendencias propias de su espíritu y de su cuerpo como a menudo contrastantes y radicadas profundamente en su propia realidad constitutiva y en alguna radical escisión ontológica. Sobre esto abundaremos en los próximos capítulos. Pero sí significa la posibilidad de abrirnos a la comprensión de un modo de unión mucho más estrecho e íntimo existente en el hombre entre lo que llamamos su cuerpo y lo que concebimos como su espíritu. En efecto, si el hombre es un espíritu corporal, la corporalidad no aparece como un atributo extraño, ajeno, como un agregado que viene a complementar (o a condicionar) su ser espiritual, sino como un modo particular, precisamente el modo humano, de ser espíritu; así como habría otros modos de serlo: el modo incorpóreo de ser espíritu propio de los ángeles, el modo infinito y eterno de serlo propio de Dios, que no es necesariamente un modo incorpóreo (como en la fe de los cristianos, en que el Verbo se hace cuerpo, se encarna y asume una corporeidad que en cuanto tal es y permanece divina).

Pero dejemos esto último sólo en el paréntesis, pues la reflexión sobre el Espíritu divino corporeizado nos llevaría demasiado lejos para las pretensiones de un primer capítulo y de una definición, en cuanto a la comprensión de lo que puede significar un espíritu corporal y de lo que puede "valer" la corporeidad.







--------------------------------------------------------------------------------

[1] E. Vivans Llorens - Ester Ma. de Gracia, Purificación de la Inteligencia, Editorial Balmes, Barcelona, 1973, pág. 183-4.
[2] Cabe anotar que si este dualismo se manifestaba tendencialmente ya en las formulaciones filosóficas antiguas y medievales su acentuación resulta mayor en la cultura moderna, donde el concepto del animal ha experimentado un claro reduccionismo biologicista; fácilmente nos olvidamos de lo que sabían los antiguos en cuanto a que la animalidad es también expresión de un alma; como el mismo término animal (de ánima) lo manifiesta.

No hay comentarios:

Publicar un comentario