miércoles, 23 de mayo de 2012

SENTIRNOS SUPERIORES

¡Fatuo! Tu necedad y falta de entendimiento no te permite verte cómo eres. Caminas tieso, creyendo que todos voltean a verte cuando pasas. Eres ridículamente engreído, y no adviertes que tu vanidad es ridícula. Te sientes “la divina garza”, sólo que la vanidad de la garza le viene de saber que en realidad es hermosa.

Tu engreimiento te lleva al ridículo, pues tu forma de hablar y tu conducta están marcadas por rarezas. Te deleitas con las extravagancias, sin saber que ello provoca las risas de los demás. Francamente, eres extraño, delicado, quisquilloso, melindroso y puntilloso. Y lo peor de todo, es que de nada de esto te das cuenta.
Cuando hablas, engolas la voz, y te gusta escucharte a ti mismo cuando conversas, como si tu voz gozara de los acordes de un ruiseñor. Tan pendiente estás de causar buena impresión, que lo que dices carece de fuerza y de sentido. Adoras los espejos, y si no existieran, te encantaría ser un narciso, para que te cultivaran como bella planta a la que admiran en los jardines por su belleza.
¡Fatuo! Seguramente no sabes que tu carácter se distingue por la ligereza de tus juicios y por tu convicción errónea de creerte superior a los demás. Y te preguntas en silencio cuál será la causa de tus frecuentes fracasos con las mujeres, no encontrando nunca causa alguna; y es que no adviertes, que todas las mujeres no soportan que sus pretendientes hagan el menor ridículo. No sabes, que una mujer puede desenamorarse por los ridículos que hace su enamorado.
Yo soy el que representa a los que nos reímos de ti. Y en nombre de ellos, sigo hablando. Te imaginas, ¿qué sería de ti sin tu fatuidad? Te parecerías a una bella y encantadora mariposa a la que le arrancaran las alas: simplemente, un feo gusano. ¡No te confundas! Tu engreimiento en nada se parece a la arrogancia de un caballo “pura sangre”, que de tanta vitalidad, se siente diferente a los demás caballos. Alza su cabeza, y con sus cascos golpea rítmicamente el suelo; relincha moviendo todo su cuerpo, y exhala un resoplido con fuerza, quedándose noblemente quieto.
En cambio, tú confundes tus extravagancias con la vitalidad que nace de un noble corazón y de una buena inteligencia. No niego, que con frecuencia seas acreedor a dignos méritos, pero éstos no quedan guardados en un corazón satisfecho, sino que los esparces en una actitud de soberbia, según tú, bien disfrazada. Desafortunadamente, te compadecen rara vez por tus desgracias. Y es que tú ahuyentas a los que compadecen, pues ellos bien saben que no los necesitas, ya que tu propia fatuidad te consuela.
¡Qué ridiculez! Pero en verdad te pareces a los grandes montes que provocan grandes alharacas anunciando que van a parir un ser extraordinario, y al final de cuentas, vienen abortando a un ridículo ratón.
Quiero darte una buena noticia, y espero que te agrade. Y a propósito, hablando de las “rarezas” del Fatuo, debes saber que es muy raro que un Fatuo sea malo, que anide en él la maldad. Y es que el deleite permanente del Fatuo consiste en estarse admirando siempre, y quien siempre se admira, es casi imposible que llegue a odiar a otros. No hay verdadera maldad sin una carga fuerte de odio, aunque es propio de corazones nobles odiar con causa justificada.
¡Es cierto!: el Fatuo muy rara vez odia, y ni siquiera tiende al enojo y enfado. Su corazón está ocupado en admirarse y en mandar sangre nueva a sus maneras afectadas.
Pero francamente, eres presumido, y por desgracia, presumes de tus necedades, sin darte cuenta que bien podrías presumir de algunas de tus buenas cualidades, que por supuesto, que las tienes, pero tus extravagancias no te permiten verlas.
Podemos concluir que si el Fatuo pidiera un consejo a fin de poder remediar sus males, bien le podría venir el siguiente:
Que observe a la hermosa garza con su largo y bello cuello, su hermoso plumaje y su digna estampa. Que mire detenidamente, cómo la garza es consciente de su esplendorosa beldad, pues así se lo han confirmado todos los lagos que reflejan su preciosidad. Pero como no quiere admirarse a sí misma, sino dedicarse a sus crías, extiende su plumaje, y en una actitud humilde, inclina su cabeza hacia el piso, y fija su mirada en sus feas patas, a fin de no permitir que el engreimiento alguna vez pudiera morar en su corazón.



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