domingo, 13 de noviembre de 2016

¿DÓNDE ESTÁN LOS BUENOS LECTORES?



¿DÓNDE ESTÁN LOS (BUENOS) LECTORES?
¿Dónde están los lectores, en general, y dónde están, en específico, los “buenos” lectores? En otras palabras, ¿en qué radica el carácter “bueno” o “malo”, “pertinente” o “impertinente” de una lectura?
Definamos tentativamente la experiencia de la lectura como el encontronazo entre un libro y un lector, es decir, entre dos mundos, ya que, a mi juicio, tanto libro como lector son portadores de una perspectiva única –históricamente determinada– sobre ciertos valores capitales de la cultura. Entendida de este modo, la lectura sería un diálogo y un intercambio de posiciones. El lector incide en el libro no menos que el libro en el lector. Toma lugar un movimiento doble de reactualización de la obra en la lectura y transformación de la conciencia lectora. El mundo de ficción sale entonces de su confinamiento para trastocar el mundo “real” –el mundo nuestro de cada día–. (Gadamer llamó a este momento en que el libro, arrancado inicialmente del mundo –y puesto en un estante– se reinserta en la realidad, cobrando vida, un plus o incremento de ser: el lector, cuando cierra el libro, no es el mismo: hay en él algo más.)
En resumen, la lectura de un buen libro es por definición una experiencia enriquecedora, pero es, al mismo tiempo, una experiencia subyugante. Para entender mejor este punto, acudamos a Thomas Mann. Cuenta el escritor alemán que una vez adquirió dos libros, más por el gusto de poseerlos que para estudiarlos. Años después, habiéndose ya olvidado de ellos, los encontró por casualidad en un anaquel recóndito de la biblioteca, detrás de muchos volúmenes. No bien los tomó entre sus manos y leyó las primeras páginas, se enfrascó en una ardorosa lectura, “y así leí día y noche, como, sin duda, sólo se lee una vez en la vida”[1]. Se trataba, nada más y nada menos, que de la monumental obra de Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación.
Thomas Mann, desde luego, no es el único que ha tenido este tipo de experiencias arrebatadoras. Yo mismo, más de una vez, he soltado frases del tipo: “¡el libro me cautivó!”, “¡quedé atrapado en sus páginas!” o “¡me sumergí en la historia!”. Todas estas expresiones captan con fidelidad la experiencia de una buena lectura. Thomas Mann, dijimos, se enfrascó en el libro de Schopenhauer, aplicándose con tanta intensidad al acto de la lectura, que no le quedó atención para otra cosa. Cuando afirmo que el libro lo arrebató no estoy exagerando: el libro literalmente se adueñó de él: “una complacencia desconocida, inmensa y grata, me saturaba”. Tampoco exagero cuando digo que ciertos libros me han cautivado o que he quedado atrapado entre sus páginas. En el primer caso me reduje a un cautivo; en el segundo, no fui físicamente capaz de desprenderme del texto.
¿Qué papel juega entonces el lector en la lectura? Parece en un inicio que el lector constituye una entidad más o menos autónoma, capaz de afirmar o rechazar, desde su posición privilegiada fuera del texto, aquello que le presenta el narrador. El lector, parece, es el elemento vivo de la fórmula mientras que el libro, por su misma condición huérfana de autor, es el elemento muerto. A causa de esto último, el libro se nos presenta en un primer momento como una criatura dócil y dispuesta a sufrir todos los ultrajes a que queramos someterla. El lector puede cerrar sus tapas y de esta manera sellarle la boca; puede quemarlo, reducirlo a cenizas, interpretarlo a su antojo, desmentirlo, injuriarlo, y el libro no lanzará ningún reproche. De esto precisamente se quejaba Platón en el Fedro (275d): “Es impresionante, Fedro, lo que pasa con la escritura, y por lo que tanto se parece a la pintura. En efecto, sus vástagos están entre nosotros como si tuvieran vida; pero, si se les pregunta algo, responden con el más altivo de los silencios.”
Sin embargo, según hemos visto, el libro a menudo toma las riendas de la lectura, hasta el punto de que no se deja sellar la boca, y se aferra a nuestras muñecas, y ansía nuestras miradas, como un amante celoso. En ocasiones al lector no le queda más remedio que enmudecer y dejarse victimizar por el libro. La idea de Juan Villoro de que existen ciertos libros salvajes, esto es, ciertos libros que no se dejan leer por todos, libros huidizos, con fauces, que en cualquier momento nos atacan para no soltarnos, no es una idea descabellada. Algo semejante postuló Umberto Eco en Obra abierta (1962). El libro no aguarda, quieto en su estante, la llegada de un lector que le devuelva la vida. Nada de eso. El libro prevé al lector y lo selecciona; más aún, lo construye. El libro desea ser leído de un modo y no de otro; sólo requiere de la cooperación de un agente externo –una presa– para realizar sus secretas intenciones. De aquí que Umberto Eco llame al libro “una cadena de artificios expresivos que el destinatario debe actualizar”. Y añade: “el texto está plagado de espacios en blanco, de intersticios que hay que rellenar; quien lo emitió preveía que se los rellenaría y los dejó en blanco […] Un texto quiere dejar al lector la iniciativa interpretativa, aunque normalmente desea ser interpretado con un margen suficiente de univocidad.”[2] El libro, consciente de que necesita de un lector para completar su pretensión de decir algo a alguien, marca ciertas pautas interpretativas, se apertrecha, por decirlo así, para que no cualquiera lo lea y menos aún de cualquier modo. Primero elige un idioma. Eso restringe, de entrada, a muchos lectores; utiliza después fórmulas como “queridos niños” (en el caso de un libro infantil) o fórmulas más contundentes como las que introdujo Schopenhauer en su ya mentada obra El mundo como voluntad y representación: “mi consejo [para los seguidores de Jacobi] es de nuevo dejar a un lado este libro”.
Todo libro contiene, pues, a un lector implícito, es decir, una estructura narrativa que acoge al lector empírico –el lector de carne y hueso–. Al respecto, Luz Aurora Pimentel nos dice que “todo lector real está, por así decirlo, invitado a jugar un papel dentro del texto, a ocupar el lugar definido por el lector implícito, aunque es evidente que no estará obligado a ocuparlo de manera pasiva”[3]. El libro traza para el lector varios caminos de lectura, pero cabe la posibilidad de que el lector, consciente o inconscientemente, ya sea por su bagaje cultural o por las premisas particulares que guían su lectura, se salga continuamente de estos caminos. Lo que en un inicio parecía un diálogo entre dos mundos se ha convertido ahora en un forcejeo entre dos mundos. El libro imprime sus expectativas al lector, a la vez que el lector imprime sus expectativas al libro. Ninguno puede hacer lo que le venga en gana. Pese a todo, hay ciertos códigos que constriñen a ambos y que ambos deben respetar. ¿Recuerdan Los pilares de la Tierra, de Ken Follet? El libro sabe que su lector no habita la Edad Media y que, por lo tanto, tiene la perspectiva histórica suficiente para darse cuenta de que la novela narra la construcción de una catedral gótica, a pesar de que los protagonistas no tienen idea de que este estilo, que pronto se difundirá por toda Europa, es, de hecho, el estilo gótico.
¿Dónde están los lectores? Ni fuera del libro ni dentro. ¿Dónde está entonces la parcialidad o imparcialidad de una lectura? Me encojo de hombros. Cabe incluso la posibilidad de que cuando criticamos un libro o hacemos una reseña sólo repitamos lo que el libro quiere que critiquemos y reseñemos de él. Quizás el mejor de los lectores ha de ser también el más frío, o por el contrario, ¿ha de ser el más comprometido con los caminos de interpretación del texto? Dada esta relación dialéctica entre texto, lector implícito y lector, me gustaría saber en qué consiste el arte, oficio o maleficio de ser un Lector. Les recuerdo mi conclusión: la lectura de un libro es una experiencia enriquecedora, pero es, al mismo tiempo, una experiencia subyugante.

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