domingo, 13 de noviembre de 2016

LEER TE HACE MEJOR PERSONA

¿LEER TE HACE MEJOR PERSONA?
Leyendo a autores como Lev Tolstói o Virginia Woolf uno tiene la impresión de que está aprendiendo a vivir. La literatura ha tenido siempre una vocación pedagógica y moralizante, a pesar de que algunos filósofos a lo largo de la historia han reivindicado el valor supra o infrasensible, por decirlo así, de las obras literarias. Platón expulsó a Homero y a buena parte de los poetas de su República ideal pues los consideraba perniciosos para la salud pública. El veredicto de Platón no podía haber sido más desfavorable: la literatura, según esto, comete el triple crimen de ser fea, deshonesta y malvada. No sólo no dice nada sobre la realidad, sino que nos engaña, poniendo ante nuestros ojos imágenes de objetos en vez de objetos. Pero el tiempo no pasa en balde, y ahora –veinticinco siglos después– podemos oponer a las tesis del divino Platón las tesis de Lev Tolstói o Virginia Woolf, por mencionar sólo a dos de nuestros clásicos. La cuestión no concluye aquí, desde luego. Siempre hay un modo de volver a Platón. Uno puede preguntar, todavía, si los libros sirven para algo. ¿Leer te hace mejor persona? Hombres muy cultivados, cuya vida transcurre única y exclusivamente en el plano espiritual, cometen de buenas a primeras actos rastreros y viles: éste fue el triste caso de Theodore Kaczynski, matemático brillante, terrorista y autor del “Manifiesto Unabomber”. No hace falta acudir a los archivos de la Santa Inquisición para enterarse de la diversidad y los alcances de las perversiones humanas, basta con echarle un vistazo a las biografías de los escritores más prominentes. Me refiero al Marqués de Sade, Guillaume Apollinaire, Georges Bataille, por supuesto, y a los enfants terribles de la literatura, como Baudelaire, Rimbaud o Jean Genet, pero también a William S. Burroughs, que mató a su esposa de un tiro en una casa de la colonia Roma, o Edgar Allan Poe, Malcolm Lowry y Hemingway, conocidos borrachos, o incluso Horacio Quiroga, que asesinó a su amigo, o Agatha Christie, que desapareció de la faz de la Tierra durante once días sin que nadie nunca jamás se enterase de su paradero, o la propia Virginia Woolf, que se suicidó adentrándose a las aguas del río Ouse con piedras en los bolsillos. ¿Son estos los hombres y las mujeres de los que debemos aprender algo sobre la vida? Absolutamente sí.
Los devaneos entre la realidad y la literatura son ricos y muy complejos. No es ninguna casualidad que las obras de los grandes realistas franceses –Zola, Bálzac, Flaubert– coincidan con la etapa de mayor florecimiento de la burguesía. Se ha dicho a menudo que el realismo fungió tanto de testigo como de censor de la sociedad francesa decimonónica. Ambas tareas las llevó a cabo lúcida y escrupulosamente. En su momento, la publicación de Madame Bovary levantó ámpula en el sector más conservador, cristiano y platónico de Francia –el cristianismo, decía Nietzsche, es platonismo para el pueblo–. Lo verdaderamente inmoral y escandaloso de Madame Bovary no era el retrato de una mujer adúltera, sino el talento de Flaubert para penetrar en la psique de la sociedad francesa y sacar a la luz, poniéndolas en palabras, las fuerzas motrices de una vida cada vez más dominada por los valores del capitalismo. Un esfuerzo semejante de reducción de ilusiones o desenmascaramiento lo debemos a los hermeneutas de las sospecha: Marx, Nietzsche y Freud. La Comedia humana de Bálzac puede leerse en esta tesitura: como la sospecha de que hay móviles ocultos e inconfesados detrás de las acciones y el palabrerío de la gente. ¡Cuántos hombres no habrán visto –y todavía ven– la disección de su propia frenética avaricia en las páginas de Eugenie Grandet! ¡Cuántas mujeres no habrán descubierto dentro de sí honduras insospechadas, deseos inefables, leyendo y releyendo –con espantosa avidez– los pensamientos de Emma Bovary! El realismo francés no era una corriente dócil y de “amas de casa”, como suele decirse con tono lapidario y despectivo. ¿Una primera lectura de “El collar” de Maupassant no es suficiente para que nos replanteemos el significado de la existencia como trabajo asalariado, del empeño de nuestras fuerzas vitales a cambio de un collar, o peor aún, a cambio de nada? A pesar del nombre, el realismo francés no se contentaba con la realidad; por el contrario, la repudiaba con una mueca de superioridad burlona, y si le prestaba atención era sólo para denunciar sus males. Francia cuenta con una larga tradición de sospechosistas. Tanto Voltaire como Diderot y Montesquieu fueron críticos implacables del viejo régimen francés, pero también del régimen democrático que apenas despuntaba. Montaigne, el padre del género ensayístico, veía incertidumbre donde los demás sólo veían certezas. Sus dudas sólo son comparables a las de Descartes, el máximo sospechosista.
En México también tuvimos a nuestros escritores realistas, sólo que aquí el realismo compartió lecho con una corriente en principio antípoda, a saber, el romanticismo. No sucedió que algunos escritores se decantaran por el realismo y otros por el romanticismo, como acaso era lo más lógico, sino que un mismo escritor se ejercitó en ambas corrientes. Uno de los mayores exponentes del estilo ecléctico mexicano fue Manuel Gutiérrez Nájera. Gracias al entrecruce de realismo –afán de avizorar– con el romanticismo –afán de sentir y de exaltarse– tuvo éxito en nuestro país la corriente híbrida del naturalismo, desde La Rumba de Ángel de Campo hasta Santa de Federico Gamboa, pasando por la Historia de Chucho el Ninfo de José Tomás de Cuéllar. En todos estos casos –como en Zola, Flaubert, Bálzac–, el libro analiza la realidad al tiempo que forceja con ella, y no nos esconde estos forcejos, sino que los exhibe orgullosamente. De aquí que en las novelas decimonónicas abunden las moralejas que tanto ruido nos causan en la actualidad –cuando decir nada o decir algo con frases crípticas (que es lo mismo) nos resulta muy encomiable y sobre todo vendible–. Sin embargo, ¿este movimiento doble de reduplicación y corrección de la realidad no es el movimiento típico de la literatura? Los libros son los grandes laboratorios de la humanidad, decía Barthes, dando a entender que la literatura es indisociable de su espíritu crítico y reformista. De ser así, toda la literatura, incluidos Homero y los grandes trágicos –Esquilo, Sófocles, Eurípides–, es literatura realista. No hay tal vez libro que no tenga una vocación pedagógica, y esta vocación le viene de la toma de postura que le dio origen. ¿Todo libro surge de un pronunciamiento moral? Probablemente sí. La literatura, como la metafísica, tiene su piedra de toque en la pregunta por el ser. ¿Por qué el ser y no más bien la nada? No fueron pocos los filósofos del siglo XX que lo comprendieron de esta manera. María Zambrano, en su libroFilosofía y poesía, reivindicó el estatuto epistémico del arte, exonerándola por fin de los tres crímenes que le imputara Platón. Paul Ricoeur hizo lo propio en Tiempo y narración, donde recurrió a Proust, Virginia Woolf y Thomas Mann para pensar la cuestión del tiempo. Zambrano, Ricoeur y otros se limitaron a reconocer el hecho, por demás corriente, de que la literatura participa activamente de la vida. Anna Karénina, como el tratado de filosofía que es, enseña a sus lectores a sondear todas las dimensiones de la condición humana –algunas décadas antes del nacimiento del psiconálisis–. Virginia Woolf, por su parte, escribió la meditación que Descartes, Kant o Husserl no pudieron escribir. ¿No acaso la señora Dalloway, con su garbo de señora inglesa, practica la introspección y la autognosis como el más avezado de los fenomenólogos?

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