martes, 31 de mayo de 2011

Arrepentimiento y remordimiento

Jacinto Faya Viesca
¡Cómo quisiéramos no haber empezado aquello de lo que después nos arrepentimos! ¡Nuestros remordimientos atenazan nuestra alma con suplicios!

El arrepentimiento es el pesar que sentimos por haber hecho alguna cosa o por haber dejado de hacer aquello que nuestra conciencia nos dictaba que hiciéramos. El remordimiento, hermano del arrepentimiento, es el desasosiego y culpa que nos queda después de haber ejecutado una mala acción, o por la omisión de no haber actuado de una determinada manera.

El acusador arrepentimiento y el persecutor y pertinaz remordimiento, ensombrecen nuestra alma, disparan su veneno de tristeza y cobardía en nuestros corazones y nos marchitan la sabia más rica de nuestra vitalidad. De una conciencia clara y limpia, hacen un lodazal; de un corazón recto y fuerte hacen un corazón de laberintos y tan fuerte como un débil pétalo. Es tal la fuerza destructiva de la culpa, que basta para enloquecer a una persona, mantenerla desasosegada y temblorosa toda su vida o arrojarla a la negrura del suicidio.

Generalmente pensamos que el corrompido no se arrepiente, pero esto no siempre es así. El corrompido es un vicioso que estraga, pervierte e impurifica; lo es siempre con plena conciencia de su perversión y del mal que causa. No se trata de un loco que no sabe lo que hace, sino de una persona que perfectamente distingue el bien del mal, pero su deformación moral y psicológica lo hace pensar, sentir y actuar de la peor manera. Shakespeare, con su genialidad inmensa, nos pinta la plena conciencia del corrompido: “He sido, señora, una criatura corrompida”, y después afirma: “y por Dios que me arrepiento”. Shakespeare no se equivoca: el corrompido tiene plena conciencia de lo que es, y también que es susceptible y capaz de arrepentirse.

La maldad de una persona no impide el reconocimiento de su maldad, como tampoco impide que un sólo pliegue de los cientos que tiene su corazón, pueda estar sano y capaz de arrepentirse.

En la obra de Shakespeare, “El Rey Lear”, el personaje Gloucester expresa: “No sigo camino, por tanto no necesito ojos. Tropecé cuando veía”.

Gloucester reconoce que caminó sin rumbo, sin dirección, es decir, que no conocía sus objetivos y que carecía de claras finalidades. Si caminaba sin rumbo, cualquier dirección significaba lo mismo. Quien en la vida se deja llevar por la corriente, si sólo actúa por lo que le dicta el momento pero jamás tiene finalidades ni metas, es igual que el ciego que dejado sólo en un paraje desconocido, lo mismo le da caminar por cualquier lado.

Gloucester reconoce con amargura que cuando conocía las circunstancias y los hechos, se equivocó en sus decisiones, eligió mal y actuó equivocadamente. Por ello, de una manera metafórica expresa su arrepentimiento: “Tropecé cuando veía”. Es decir que cuando sabía del peso de las circunstancias, actuó erróneamente, al igual que en un sitio desconocido quien carece de ojos no puede pisar con firmeza.

Como podemos ver, para que puedan darse el arrepentimiento y el remordimiento, la persona tiene que haber sido consciente de lo que hacía o de lo que dejaba de hacer. Y por lo contrario, un gran número de personas se arrepienten y les acusa con remordimientos su conciencia, cuando esto no debería ser así, pues no vieron con claridad, no tuvieron plena conciencia de su acción o de su omisión. Aquí, la escrupulosa culpa acusa a la conciencia de algo de lo que no es culpable.

El quisquilloso arrepentido, con su arrepentimiento da nacimiento a nuevas e injustificadas culpas y éstas a su vez, fortalecen a un arrepentimiento que nunca debió haber nacido.

En Macbeth, obra también de Shakespeare, el personaje Macbeth dice: “¿Podría todo el océano del gran Neptuno lavar esta sangre de mi mano? No, más bien esta mano mía encarnará el más populoso, haciendo rojo el verde”.

En la mitología, Neptuno es el Rey de los mares. Macbet sufre de tal arrepentimiento, que lo compara con la imposibilidad de lavar su grave culpa, como pasaría si toda el agua de los mares no pudiera lavar la sangre de su mano. Es tanto su arrepentimiento, que es más fácil que su mano ensangrentada encarne el mar y cambie el color del agua del océano.

El arrepentimiento y el remordimiento ensangrientan el alma que fue blanca y pura, y chupan la sangre del corazón hasta dejarlo sin vida. Por ello, nos resulta indispensable conocer a fondo los resortes, motivaciones y consecuencias de toda lacerante culpa, pues sin culpa moral y emocional no podría darse el arrepentimiento y el remordimiento. Recordemos, que una culpa no curada, pude llevar al suicidio. Y también, que un alto porcentaje de las culpas son falsas culpas, por lo que una persona que sienta su alma ensombrecida por alguna culpa, lo mejor que pude hacer, es ponerse de inmediato en manos de un psiquiatra o psicólogo competente.

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