martes, 31 de mayo de 2011

Vivir más y mejor

Charles Darwin, el sabio inglés que escribió “El origen de las especies” en el siglo 19, demostró científicamente los procesos de la “selección natural” y cómo se desarrollaron las especies de animales; para Darwin, sobrevivieron los animales más aptos, pero esta aptitud no se daba solo con relación a la fuerza, sino fundamentalmente a la capacidad de “adaptación” de los animales al medio en que vivían.

Darwin ha sido considerado junto con el inglés Newton, (el más grande científico de la humanidad), como dos de los cinco hombres más importantes de la historia. A partir de Darwin, sabemos que todo animal tiende poderosamente a conservar su vida. A esta tendencia se la ha denominado con la frase de “instinto de conservación”. Pero además, todo animal, y principalmente los mamíferos más desarrollados, instintivamente no sólo huyen del dolor y de los peligros, sino que tienden a obtener el mayor número de placeres.

“Mis observaciones – escribió el psicoanalista Erich Fromm – me hacen creer en una ley general, según la cual todo hombre, como todo animal, como cualquier semilla, quiere vivir. Y no sólo quiere vivir, sino que quiere sacar de la vida el máximo placer y satisfacción. Nadie quiere ser desgraciado, ni siquiera el masoquista. Para éste, el masoquismo (el deseo de querer sufrir) es su forma peculiar de obtener un máximo placer. El tener menos salud o el sufrir más, se debe a errores o a la desviación en el camino de la vida, que llega a ser constante a partir de los 3 años de edad; a veces, también se debe a factores constitucionales y a toda una mezcla de circunstancias desfavorables para el óptimo desarrollo, de manera que, entonces, se busca la salvación por un camino torcido”.

Cuando cometemos errores y nos desviamos de las sanas maneras de vivir, empezamos a destruir nuestra felicidad, y así lo entendió la pensadora española Concepción Arenal, en su sabia reflexión: “El error es un arma que acaba siempre por dispararse contra el que la emplea”.

En muchos de nuestro jardines observamos árboles torcidos debido a que la luz del sol no los baña de lleno; estos árboles se inclinan porque buscan, en un afán de sobrevivencia, la luz que les siga permitir viviendo; y así sucede con la flores: aquellas a las que no les llega la luz, se mueren o viven marchitas; mientras que sus hermanas alumbradas por el astro rey, viven bellas y rebosantes de vida. Lo mismo nos sucede a los seres humanos: si la luz de la verdad y de las óptimas maneras de vivir nos alimenta permanentemente, creceremos derechos y saludables. Pero si sólo nos nutren de manera precaria estas luces del bien vivir, creceremos torcidos, marchitos y con una vida muy lejana a la que pudimos haber llegado.

Si las circunstancias de la vida: amor paternal y maternal en la infancia, buena educación y circunstancias favorables, no nos fueron propicias, nuestro “instinto de sobrevivencia” hará que nos inclinemos a obtener lo que necesitemos de la manera que sea. Por supuesto que muchas de estas “maneras” serán impropias, y empezarán a torcerse y a desviar nuestras vidas. Estas torceduras y desviaciones estarán basadas en lo falso, en lo inauténtico y en lo dañino. Con toda seguridad, quien encuentre estas maneras torcidas de vivir es porque no pudo encontrar las auténticas y sanas. Simplemente, hace lo que puede para seguir viviendo, aún y cuando su vida sea precaria, sufriente y fracasada.

Ya de jóvenes y de adultos, nos resulta muy difícil enderezar el árbol de nuestra vida. Si observamos detenidamente, nos daremos cuenta de que todos los tipos de psicoterapia que existen y todos nuestros intentos de cambio tienen, al final de cuentas, un solo propósito: enmendar las carencias de la infancia, aniquilar las ideas y sentimientos erróneos en que hemos vivido y adoptar conductas sanas de vivir que curen nuestra alma. En una palabra, todas las psicoterapias pretenden destorcernos y enseñarnos a emprender caminos correctos que nos den más vida, la vida a que potencialmente podemos aspirar, como la pequeña semilla de un roble que guarda en su pequeñez la grandeza y frondosidad de un bello y robusto árbol.

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