martes, 31 de mayo de 2011

Pasión destructora

¿Será cierto, que cada uno de nosotros tendemos a proteger nuestros intereses? ¿Y si así fuera, cuáles son esos intereses? Aristóteles, en su Ética a Nicómaco, escribió, que todo lo que hacemos los seres humanos es en vista a nuestra felicidad. Ésta afirmación de Aristóteles ha sido sostenida por grandes pensadores de todos los tiempos.

Si lo que hacemos es en vista a nuestra felicidad, y si tenemos la tendencia a proteger nuestros intereses, la deducción lógica consistiría en afirmar, que nuestra conducta debe ser sensata y prudente. ¿Y esto es realmente así? Antes de seguir adelante, debemos precisar cuáles son los intereses fundamentales de cada uno de nosotros. Todos estaremos de acuerdo, en afirmar que estos intereses son los siguientes: proteger la salud y la vida de nosotros y de nuestros hijos, esposa y seres más queridos; proteger nuestro patrimonio económico, nuestra paz y felicidad, el honor, la seguridad, etc.

Creo que Aristóteles no estaba en lo cierto cuando afirmó que todo lo que hacemos es en vista a nuestra felicidad; como tampoco es cierto, que tendamos siempre a la protección de nuestros intereses. Observando la vida de hombres inteligentísimos, así como la vida de personas comunes, podemos constatar que son tan frecuentes nuestros “deseos malsanos”, equivocaciones a conciencia de que nos estamos equivocando, conductas dañinas, que no dejamos de admirarnos de que existen factores caprichosos de más peso, que nuestros deseos de proteger nuestros intereses y de alcanzar la felicidad.

San Pablo Apóstol, con una penetración psicológica genial, escribió, que los hombres conocemos qué es lo mejor, pero actuamos haciendo lo peor. La realidad, es que con frecuencia es mucho más importante “hacer nuestra santa voluntad”, que aquello que debemos hacer o no hacer. Los dichos populares son muy ciertos: “no pude contenerme”, “me dejé llevar”, “no me importaron las consecuencias”, “decidí seguir hasta que topara”, “tope donde tope”.

Cuando un “deseo malsano” se ha apoderado de nosotros, ya no estamos capacitados para medir las consecuencias. Cuando se apodera de nuestro corazón ese “deseo malsano”, nuestra conciencia se obscurece, y podemos actuar peor que la peor de las bestias. Si deseamos enriquecernos y vemos como atajo chapucero, el robar, defraudar, la persona puede hacerlo, e incluso, matar.

Si traemos a alguien “entre ceja y ceja”, no nos importará cometer contra esa persona las peores injusticias. Si la gula nos ataca, no nos importará atragantarnos de comida, aun y cuando el médico nos haya advertido, que de hacerlo, nuestra vida puede estar en riesgo. Si la ambición de poder o de dinero nos domina, algunas personas pueden cometer actos de ingratitud, deslealtad, y traicionar a sus mejores amigos.

¿Qué es lo que nos sucede a algunos en ciertos momentos en que podemos seguir la mejor conducta, pero elegimos la peor, con tal y de salirnos con nuestro capricho malvado? Ejemplo: una persona sabe que no debe robar o matar, porque además de ser una conducta malvada, puede ser aprehendido por las autoridades, atentando contra sus intereses fundamentales: su libertad. Otra persona es dominada por la pasión de raptar a una mujer, sabiendo que pone en peligro su vida, y en cambio lo hace. Otro, sabe que no debe de estallar en cólera injusta ante sus empleados, pues perjudicará la tranquilidad de su negocio, y con ello compromete su patrimonio, y sin embargo, estalla en cólera frecuentemente.

En los anteriores casos, y en cientos de ejemplos que podría traer a colación y que suceden día a día en la vida de las comunidades, las persona sí tienen entre sus deseos enfermos y su conducta, un resquicio aunque sea muy delgado, en el que pueden decidir entre su demente impulso, o la protección de sus intereses. Siempre tendremos tiempo, aunque sean unos segundos, para decidir entre destruir nuestros intereses, o bien, comportarnos de la manera más sana y correcta.

A todos nos ha sucedido en cierto grado, éste tipo de problemas, aunque no en los casos extremos citados. Pero hay ejemplos desgarradores. Napoleón quería conquistar Rusia, y no le importó llevar a Moscú un ejército de 245 mil personas, regresando derrotado sólo con 40 mil soldados hambrientos y heridos. O en caso de Stalin, a quien no le importó en lo más mínimo dejar de morir a millones de rusos por no seguir sus planes agrícolas.

En los casos enormemente graves y aun en los no gravísimos, pero sí dañinos, la persona que desea “hacer su voluntad” llega a sentir un inmenso gusto por su conducta brutal y bestial. Si empezamos a injuriar a un hijo o a nuestro cónyuge, nuestra tibia ira inicial sigue creciendo, hasta que llegamos a sentir una real “voluptuosidad por la ira que nos anega todo el cuerpo”.

No se ha estudiado adecuadamente los sentimientos que entran en juego cuando preferimos “hacer lo que queremos”, aun y cuando nuestros intereses se destruyan. En éste tipo de conductas injustas o malvadas, juegan ciertos factores: el sentimiento de un orgullo desmedido, una fantasía de poder para imponer la voluntad, un capricho alimentado por odio o rencor, una fantasía desbordada y sobreexcitada hasta la locura, un goce perverso de salirnos con la nuestra. Y en fin, una voluptuosidad que trastorna momentáneamente el cerebro y el corazón de quien así actúa.

¡Solamente pensemos, que entre nuestro deseo demente y nuestra mala conducta, siempre, pero siempre, hay un tiempo de minutos o segundos para rechazar nuestro enfermo impulso, y optar por nuestra buena conducta!

No hay comentarios:

Publicar un comentario