viernes, 24 de julio de 2015

El problema cristero


El problema cristero
El general Álvaro Obregón, educado en un ambiente norteño muy distinto del centro y el occidente del país, tampoco entendía el mundo religioso de muchos mexicanos; pero fue más inteligente, más político y más pragmático que Plutarco Elías Calles, no se empeñó en aplicar el artículo 130 de la constitución política. 

Antes, Venustiano Carranza, norteño también, había entendido que el 130 resultaba inaplicable; pero Plutarco Elías Calles, magnífico estadista por otros conceptos, se propuso aplicar en todo la constitución.
 

Mucho se ha discutido esta actitud. Enrique Krauze dice que, como hijo ilegítimo, Plutarco Elías Calles sintió siempre por parte de la Iglesia un reproche continuo a su origen. Anaatol Shulgovski, historiador ruso interesado en México, dice que Calles, a diferencia de Carranza y Obregón no tenía “credenciales” revolucionarias que lo prestigiaran y que la persecución religiosa fue una forma de ganarse prestigio ante sus colegas revolucionarios.
 

El historiador Jesús Gómez Fregoso, dijo que sin negar ni refutar a estos dos autores, creía que Obregón y Calles, como buenos norteños de su tiempo, no entendían ni podían entender al México de estas latitudes.
 

El hecho es que Calles se empeñó en reglamentar el mundo religioso de los mexicanos. Si nos ponemos a analizar bien las cosas, veremos que el control que Calles pretendía sobre la iglesia era en realidad mucho más benigno que el que ejerció la corona española sobre la iglesia católica durante más de tres siglos con aquello de que el rey era el patrono de la iglesia: el regio patronato.
 

Baste decir que hasta los documentos del Papa tenían que pasar por la aprobación de la corona para que pudieran publicarse en México, en la Nueva España y en las demás colonias. Las diversas medidas que implementó Calles para reglamentar el artículo 130 molestaron a los obispos mexicanos que, en protesta, decidieron cerrar los templos.
 

Un obispo se opuso a dicha medida: Francisco Orozco y Jiménez, arzobispo de Guadalajara, quien insistía que tal medida era muy peligrosa porque irritaría a la gente, que sin duda reaccionaría en forma violenta.
 

La presión de casi todos los demás obispos fue tan grande que Orozco y Jiménez, para no ser la voz disonante, aceptó de mala gana, firmar la carta colectiva del episcopado que ordenaba el cierre de los templos.
 

Esta orden tuvo efecto a partir del 31 de julio de 1926, y en diversos puntos del país comenzaron a brotar grupos armados contra el gobierno de Calles.
 

Cada vez parece más claro que ni el gobierno federal ni los obispos, con excepción de Orozco y Jiménez, se imaginaron de lo que eran capaces los católicos indignados.
 

Fue una serie de intransigencias y de guerra entre las cúpulas del gobierno y de la jerarquía eclesiástica: el siempre sufrido pueblo fue el actor valiente y siempre ignorado.
 

Nadie niega que los soldados federales eran también parte del sufrido pueblo: verdadera carne de cañón.
 

Federales, cristeros y agraristas sufrieron las consecuencias de las altas negociaciones de los señores que debatían entre ellos.
 

Los mismos mártires de la persecución fueron parte de lo mismo.
 

(Extracto de un artículo de Jesús Gómez Fregoso, historiador y académico de la Universidad de Guadalajara, publicado el 5 de abril de 2002).


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