LA ESENCIA DEL NEOLIBERALISMO
El mundo económico ¿es realmente, como pretende la teoría dominante, un
orden puro y perfecto, que desarrolla de manera implacable la lógica de sus
consecuencias previsibles, y dispuesto a reprimir todas las transgresiones con
las sanciones que inflige, bien de forma automática o bien – más
excepcionalmente- por mediación de sus brazos armados, el FMI o la OCDE, y de
las políticas que estos imponen: reducción del coste de la mano de obra,
restricción del gasto público y flexibilización del mercado de trabajo? ¿Y si
se tratara, en realidad, de la verificación de una utopía, el neoliberalismo,
convertida de ese modo en programa político, pero una utopía que, con la ayuda
de la teoría económica con la que se identifica, llega a pensarse como la
descripción científica de lo real?
Esta
teoría tutelar es pura ficción matemática. Se fundó desde el comienzo sobre una
abstracción formidable. Pues, en nombre de la concepción estrecha y estricta de
la racionalidad como racionalidad individual, enmarca las condiciones
económicas y sociales de las orientaciones racionales y las estructuras
económicas y sociales que condicionan su aplicación.
Para
dar la medida de esta omisión, basta pensar precisamente en el sistema
educativo. La educación no es tomada nunca en cuenta como tal en una época en que juega un
papel determinante en la producción de bienes y servicios tanto como en la
producción de los productores mismos. De esta suerte de pecado original,
inscrito en el mito walrasiano (1) de la «teoría pura», proceden todas las
deficiencias y fallas de la disciplina económica y la obstinación fatal con que
se afilia a la oposición arbitraria que induce, mediante su mera existencia,
entre una lógica propiamente económica, basada en la competencia y la
eficiencia, y la lógica social, que está sujeta al dominio de la justicia.
Dicho
esto, esta «teoría» desocializada y deshistorizada en sus raíces tiene, hoy más
que nunca, los medios decomprobarse a sí misma y
de hacerse a sí misma empíricamente verificable. En efecto, el discurso
neoliberal no es simplemente un discurso más. Es más bien un «discurso fuerte»
—tal como el discurso siquiátrico lo es en un manicomio, en el análisis de
Erving Goffman (2). Es tan fuerte y difícil de combatir solo porque
tiene a su lado todas las fuerzas de las relaciones de fuerzas, un mundo que
contribuye a ser como es. Esto lo hace muy notoriamente al orientar las
decisiones económicas de los que dominan las relaciones económicas. Así, añade
su propia fuerza simbólica a estas relaciones de fuerzas. En nombre de este
programa científico, convertido en un plan de acción política, está en
desarrollo un inmenso proyecto político, aunque
su condición de tal es negada porque luce como puramente negativa. Este
proyecto se propone crear las condiciones bajo las cuales la «teoría» puede
realizarse y funcionar: un programa de destrucción metódica de los colectivos.
El
movimiento hacia la utopía neoliberal de un mercado puro y perfecto es posible
mediante la política de derregulación financiera. Y se logra mediante la acción
transformadora y, debo decirlo, destructiva de
todas las medidas políticas (de las cuales la más reciente es el Acuerdo
Multilateral de Inversiones, diseñado para proteger las corporaciones
extranjeras y sus inversiones en los estados nacionales) que apuntan a cuestionar cualquiera y todas las
estructuras que podrían servir de obstáculo a
la lógica del mercado puro: la nación, cuyo espacio de maniobra decrece
continuamente; las asociaciones laborales, por ejemplo, a través de la
individualización de los salarios y de las carreras como una función de las
competencias individuales, con la consiguiente atomización de los trabajadores;
los colectivos para la defensa de los derechos de los trabajadores, sindicatos,
asociaciones, cooperativas; incluso la familia, que pierde parte de su control
del consumo a través de la constitución de mercados por grupos de edad.
El
programa neoliberal deriva su poder social del poder político y económico de
aquellos cuyos intereses expresa: accionistas, operadores financieros,
industriales, políticos conservadores y socialdemócratas que han sido
convertidos en los subproductos tranquilizantes del laissez faire, altos funcionarios financieros
decididos a imponer políticas que buscan su propia extinción, pues, a
diferencia de los gerentes de empresas, no corren ningún riesgo de tener que
eventualmente pagar las consecuencias. El neoliberalismo tiende como un todo a
favorecer la separación de la economía de las realidades sociales y por tanto a
la construcción, en la realidad, de un sistema económico que se conforma a su
descripción en teoría pura, que es una suerte de máquina lógica que se presenta
como una cadena de restricciones que regulan a los agentes económicos.
La
globalización de los mercados financieros, cuando se unen con el progreso de la
tecnología de la información, asegura una movilidad sin precedentes del capital.
Da a los inversores preocupados por la rentabilidad a corto plazo de sus
inversiones la posibilidad de comparar permanentemente la rentabilidad de las
más grandes corporaciones y, en consecuencia, penalizar las relativas derrotas
de estas firmas. Sujetas a este desafío permanente, las corporaciones mismas
tienen que ajustarse cada vez más rápidamente a las exigencias de los mercados,
so pena de «perder la confianza del mercado», como dicen, así como respaldar a
sus accionistas. Estos últimos, ansiosos de obtener ganancias a corto plazo,
son cada vez más capaces de imponer su voluntad a los gerentes, usando comités
financieros para establecer las reglas bajo las cuales los gerentes operan y
para conformar sus políticas de reclutamiento, empleo y salarios.
Así
se establece el reino absoluto de la flexibilidad, con empleados por contratos
a plazo fijo o temporales y repetidas reestructuraciones corporativas y
estableciendo, dentro de la misma firma, la competencia entre divisiones
autónomas así como entre equipos forzados a ejecutar múltiples funciones.
Finalmente, esta competencia se extiende a los individuos mismos, a través de
la individualización de la relación de salario: establecimiento de objetivos de
rendimiento individual, evaluación del rendimiento individual, evaluación
permanente, incrementos salariales individuales o la concesión de bonos en
función de la competencia y del mérito individual; carreras individualizadas;
estrategias de «delegación de responsabilidad» tendientes a asegurar la autoexplotación
del personal, como asalariados en relaciones de fuerte dependencia jerárquica,
que son al mismo tiempo responsabilizados de sus ventas, sus productos, su
sucursal, su tienda, etc., como si fueran contratistas independientes. Esta
presión hacia el «autocontrol» extiende el «compromiso» de los trabajadores de
acuerdo con técnicas de «gerencia participativa» considerablemente más allá del
nivel gerencial. Todas estas son técnicas de dominación racional que imponen el
sobrecompromiso en el trabajo (y no solo entre gerentes) y en el trabajo en
emergencia y bajo condiciones de alto estrés. Y convergen en el debilitamiento
o abolición de los estándares y solidaridades colectivos (3).
De
esta forma emerge un mundo darwiniano —es la lucha de todos contra todos en
todos los niveles de la jerarquía, que encuentra apoyo a través de todo el que
se aferra a su puesto y organización bajo condiciones de inseguridad,
sufrimiento y estrés. Sin duda, el establecimiento práctico de este mundo de
lucha no triunfaría tan completamente sin la complicidad de arreglos precarios que producen inseguridad y de la
existencia de un ejército de reserva de empleados domesticados por estos procesos sociales
que hacen precaria su situación, así
como por la amenaza permanente de desempleo. Este ejército de reserva existe en
todos los niveles de la jerarquía, incluso en los niveles más altos,
especialmente entre los gerentes. La fundación definitiva de todo este orden
económico colocado bajo el signo de la libertad es en efecto laviolencia estructural del desempleo, de la inseguridad
de la estabilidad laboral y la amenaza de despido que ella implica. La
condición de funcionamiento «armónico» del modelo microeconómico individualista
es un fenómeno masivo, la existencia de un ejército de reserva de desempleados.
La
violencia estructural pesa también en lo que se ha llamado el contrato laboral
(sabiamente racionalizado y convertido en irreal por «la teoría de los
contratos»). El discurso organizacional nunca habló tanto de confianza,
cooperación, lealtad y cultura organizacional en una era en que la adhesión a
la organización se obtiene en cada momento por la eliminación de todas las
garantías temporales (tres cuartas partes de los empleos tienen duración fija,
la proporción de los empleados temporales continúa aumentando, el empleo «a
voluntad» y el derecho de despedir un individuo tienden a liberarse de toda
restricción).
Así,
vemos cómo la utopía neoliberal tiende a encarnarse en la realidad en una
suerte de máquina infernal, cuya necesidad se impone incluso sobre los
gobernantes. Como el marxismo en un tiempo anterior, con el que en este aspecto
tiene mucho en común, esta utopía evoca la creencia poderosa —la fe del libre comercio— no solo entre quienes viven de
ella, como los financistas, los dueños y gerentes de grandes corporaciones,
etc., sino también entre aquellos que, como altos funcionarios gubernamentales
y políticos, derivan su justificación viviendo de ella. Ellos santifican el
poder de los mercados en nombre de la eficiencia económica, que requiere de la
eliminación de barreras administrativas y políticas capaces de obstaculizar a
los dueños del capital en su procura de la maximización del lucro individual,
que se ha vuelto un modelo de racionalidad. Quieren bancos centrales
independientes. Y predican la subordinación de los estados nacionales a los
requerimientos de la libertad económica para los mercados, la prohibición de
los déficits y la inflación, la privatización general de los servicios públicos
y la reducción de los gastos públicos y sociales.
Los
economistas pueden no necesariamente compartir los intereses económicos y
sociales de los devotos verdaderos y pueden tener diversos estados síquicos
individuales en relación con los efectos económicos y sociales de la utopía,
que disimulan so capa de razón matemática. Sin embargo, tienen intereses
específicos suficientes en el campo de la ciencia económica como para
contribuir decisivamente a la producción y reproducción de la devoción por la
utopía neoliberal. Separados de las realidades del mundo económico y social por
su existencia y sobre todo por su formación intelectual, las más de las veces
abstracta, libresca y teórica, están particularmente inclinados a confundir las
cosas de la lógica con la lógica de las cosas.
Estos
economistas confían en modelos que casi nunca tienen oportunidad de someter a
la verificación experimental y son conducidos a despreciar los resultados de
otras ciencias históricas, en las que no reconocen la pureza y transparencia
cristalina de sus juegos matemáticos y cuya necesidad real y profunda
complejidad con frecuencia no son capaces de comprender. Aun si algunas de sus
consecuencias los horrorizan (pueden afiliarse a un partido socialista y dar
consejos instruidos a sus representantes en la estructura de poder), esta
utopía no puede molestarlos porque, a riesgo de unas pocas fallas, imputadas a
lo que a veces llaman «burbujas especulativas», tiende a dar realidad a la utopía
ultralógica (ultralógica como ciertas formas de locura) a la que consagran sus
vidas.
Y
sin embargo el mundo está ahí, con los efectos inmediatamente visibles de la
implementación de la gran utopía neoliberal: no solo la pobreza de un segmento
cada vez más grande de las sociedades económicamente más avanzadas, el
crecimiento extraordinario de las diferencias de ingresos, la desaparición
progresiva de universos autónomos de producción cultural, tales como el cine,
la producción editorial, etc., a través de la intrusión de valores comerciales,
pero también y sobre todo a través de dos grandes tendencias. Primero la
destrucción de todas las instituciones colectivas capaces de contrarrestar los
efectos de la máquina infernal, primariamente las del Estado, repositorio de
todos los valores universales asociados con la idea del reino de lo público. Segundo la imposición en todas
partes, en las altas esferas de la economía y del Estado tanto como en el
corazón de las corporaciones, de esa suerte de darwinismo moral que, con el
culto del triunfador, educado en las altas matemáticas y en el salto de altura
(bungee jumping), instituye la lucha de todos contra
todos y el cinismo como
la norma de todas las acciones y conductas.
¿Puede
esperarse que la extraordinaria masa de sufrimiento producida por esta suerte
de régimen político-económico pueda servir algún día como punto de partida de
un movimiento capaz de detener la carrera hacia el abismo? Ciertamente, estamos
frente a una paradoja extraordinaria. Los obstáculos encontrados en el camino
hacia la realización del nuevo orden de individuo solitario pero libre pueden
imputarse hoy a rigideces y vestigios. Toda intervención directa y consciente
de cualquier tipo, al menos en lo que concierne al Estado, es desacreditada
anticipadamente y por tanto condenada a borrarse en beneficio de un mecanismo
puro y anónimo: el mercado, cuya naturaleza como sitio donde se ejercen los
intereses es olvidada. Pero en realidad lo que evita que el orden social se
disuelva en el caos, a pesar del creciente volumen de poblaciones en peligro,
es la continuidad o supervivencia de las propias instituciones y representantes
del viejo orden que está en proceso de desmantelamiento, y el trabajo de todas
las categorías de trabajadores sociales, así como todas las formas de
solidaridad social y familiar. O si no…
La
transición hacia el «liberalismo» tiene lugar de una manera imperceptible, como
la deriva continental, escondiendo de la vista sus efectos. Sus consecuencias
más terribles son a largo plazo. Estos efectos se esconden, paradójicamente,
por la resistencia que a esta transición están dando actualmente los que
defienden el viejo orden, alimentándose de los recursos que contenían, en las
viejas solidaridades, en las reservas del capital social que protegen una
porción entera del presente orden social de caer en la anomia. Este capital
social está condenado a marchitarse —aunque no a corto plazo— si no es renovado
y reproducido.
Pero
estas fuerzas de «conservación», que es demasiado fácil de tratar como
conservadoras, son también, desde otro punto de vista, fuerzas de resistencia al establecimiento del nuevo
orden y pueden convertirse en fuerzas subversivas. Si todavía hay motivo de
abrigar alguna esperanza, es que todas las fuerzas que actualmente existen,
tanto en las instituciones del Estado como en las orientaciones de los actores
sociales (notablemente los individuos y grupos más ligados a esas
instituciones, los que poseen una tradición de servicio público y civil) que,
bajo la apariencia de defender simplemente un orden que ha desaparecido con sus
correspondientes «privilegios» (que es de lo que se les acusa de inmediato),
serán capaces de resistir el desafío solo trabajando para inventar y construir
un nuevo orden social. Uno que no tenga como única ley la búsqueda de intereses
egoístas y la pasión individual por la ganancia y que cree espacios para los
colectivos orientados hacia la búsqueda racional de fines colectivamente logrados y colectivamente
ratificados.
¿Cómo
podríamos no reservar un espacio especial en esos colectivos, asociaciones,
uniones y partidos al Estado: el Estado nación, o, todavía, mejor, al Estado
supranacional —un Estado europeo, camino a un Estado mundial— capaz de
controlar efectivamente y gravar con impuestos las ganancias obtenidas en los
mercados financieros y, sobre todo, contrarrestar el impacto destructivo que
estos tienen sobre el mercado laboral. Esto puede lograrse con la ayuda de las
confederaciones sindicales organizando la elaboración y defensa del interés público. Querámoslo o no, el interés
público no emergerá nunca, aun a costa de unos cuantos errores matemáticos, de
la visión de los contabilistas (en un período anterior podríamos haber dicho de
los «tenderos») que el nuevo sistema de creencias presenta como la suprema
forma de realización humana.
Notas
1. Auguste Walras (1800-66), economista
francés, autor de De la nature de la richesse et de l’origine de la valeur [sobre la naturaleza de la
riqueza y el origen del valor) (1848). Fue uno de los primeros que intentaron
aplicar las matemáticas a la investigación económica.
2. Erving Goffman. 1961. Asylums: Essays On The Social Situation
Of Mental Patients And Other Inmates[Manicomios:
ensayos sobre la situación de los pacientes mentales y otros reclusos]. Nueva
York: Aldine de Gruyter.
3. Ver los dos números dedicados a «
Nouvelles formes de domination dans le travail » [nuevas formas de dominación
en el trabajo], Actes de la recherche en sciences sociales, Nº 114, setiembre de 1996, y 115,
diciembre de 1996, especialmente la introducción por Gabrielle Balazs y Michel
Pialoux, « Crise du travail et crise du politique » [crisis del trabajo y
crisis política], Nº 114: p. 3-4.
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