miércoles, 4 de abril de 2012

Educar nuestras emociones

Estar conscientes de una determinada situación por la que estamos pasando en cierto momento, constituye la condición indispensable para poder actuar con eficacia. Sólo que no es suficiente conocer objetivamente los datos que nos da la realidad, sino que es necesario además, estar conscientes de cuál es nuestro estado de ánimo y cuáles son nuestras emociones dominantes en ese momento preciso.

Muchas veces, ante un problema determinado o ante una situación crítica, una o más personas están vinculadas a nosotros en esa situación. Conocer cuál es el estado de ánimo de esa persona y cuáles son las emociones que la están moviendo, puede ser la clave para que salgamos airosos de esa situación; y más aún, puede ser el factor para que ambas partes se beneficien, o al menos, salgan con los menores daños posibles.

Ahora bien, es casi imposible que podamos detectar el ánimo y las emociones dominantes del otro, si previamente no tenemos plena consciencia de cómo está nuestro ánimo y cuáles son nuestras emociones en ese momento. Goethe decía que lo importante no consiste en ser más inteligente que el otro, sino en ser más inteligente en el preciso momento en que estamos tratando con el otro.

El campo de las emociones en los seres humanos es determinante, pues actuamos fundamentalmente con base a nuestras emociones más profundas. Y si queremos lograr nuestras metas, nos resulta indispensable modular nuestras emociones de acuerdo con la situación concreta, y en el lugar, modo y tiempo donde se desarrolla esa situación.

“De la abundancia del corazón habla la boca”, escribió el evangelista San Mateo, queriendo decir que nuestras palabras y pensamientos están impulsados por las emociones, sentimientos y pasiones de nuestro corazón.

Estar atentos a lo que nuestro interlocutor está sintiendo, es la única manera de poder estar en sintonía con él; es la única forma de poder entenderlo y comprenderlo. Cuánta razón tuvo el romano Cicerón cuando escribió: “hay que atender no sólo a lo que cada cual dice, sino a lo que siente y al motivo por el que lo siente”.

Establecer relaciones cordiales con los demás no es una cuestión fácil; se necesita un esfuerzo consciente de nuestra parte, de querer comprender al otro, y eso implica renunciar a una serie de prejuicios nuestros, y sobre todo, a renunciar a querer tener siempre la razón, capricho que lleva el dardo envenenado de considerar como inferior al otro.

Lo que más estorba en esta importantísima tarea de comprender al otro, son nuestros prejuicios, ideas irracionales, actitudes y pensamientos nuestros que están formados no con base en una sana inteligencia, sino en una grotesca distorsión alejada de lo que realmente somos y de lo que son los demás. Si a esto unimos nuestro sentimiento de inferioridad, o el creer en nuestra falsa grandiosidad alimentada por un narcisismo enfermizo, será imposible que podamos entablar relaciones provechosas con los demás, así sean nuestros propios hijos o cónyuge.

Resulta absolutamente indispensable tener plena consciencia de que nuestras palabras, actitudes y conductas, tendrán necesariamente determinadas consecuencias en nuestra realidad. Creer que lo que hagamos no importa es tanto como tener la consciencia de un niño de dos años. Si nuestras actitudes y conductas son apropiadas, los resultados serán positivos, pero si nuestras conductas son irracionales y dañinas, las consecuencias serán negativas y en nuestra contra.

Quiero compartir una reflexión del genial psicólogo norteamericano William James, quien escribió: “Si queremos neutralizar nuestros comportamientos que no nos gustan o consideramos nocivos, debemos forzarnos asiduamente a practicar los comportamientos opuestos que deseamos desarrollar, aunque al principio lo hagamos de una forma mecánica o a sangre fría”.

El internacionalmente prestigiado psiquiatra alemán, Josef Rattner, en su obra, “Personalidad del hombre”, le atribuye tanta importancia a nuestras buenas relaciones con los demás, que afirma que una parte muy considerable de nuestros problemas emocionales se deben al pobre conocimiento psicológico que tenemos de los demás; de nuestro pésimo conocimiento de la condición humana.

Nuestra salud, el que progresemos en nuestro trabajo y en la vida, depende fundamentalmente para Rattner, de conocer las bases del comportamiento humano: el hecho de que las emociones mueven nuestra conducta; el saber que nuestros prejuicios y suposiciones nos impiden conocer el “punto de vista” del otro; en no poder “ponernos en los zapatos de los demás”.

Nada hay más valioso en nuestras vidas, en la suya amable lector, en la mía, que esforzarnos siempre en tratar de comprender al prójimo, en saber qué es lo que causa que se comporte de determinada manera y no de otra.

Y no estoy hablando sólo de extraños, sino que con muchísima frecuencia, no comprendemos las palabras, actitudes y conductas de nuestros hijos y cónyuges. ¿Pero cómo habríamos de comprenderlos si ni siquiera nos entendemos nosotros mismos?

¡No se trata de justificar la mala conducta de nadie, ni estar siempre de acuerdo con todos! ¡Lo que sí resulta esencial, es tener conciencia de cuáles son nuestros sentimientos y los del otro, en una determinada situación!

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