viernes, 6 de abril de 2012

¿Libertad religiosa a monaguillos?

Para “dar” al César lo que es del César y a Dios lo que le corresponde a Dios, es necesaria la libertad. Sin libertad no se puede “dar” ni al César –es decir al gobierno– ni a Dios absolutamente nada.

Dar sin libertad es arrebatar y convierte al César en ladrón autoritario, por apropiarse de algo sin consentimiento de su gobernado. Al mismo tiempo, profesar un culto a Dios sin libertad, me atrevo a decir, es fanatismo puro. Dios es verdad, y la verdad hace libre a los hombres, no los idiotiza, ni los humilla.

La visita del papa Benedicto XVI y la aprobación en el Senado de la reforma al Artículo 24 constitucional regresaron al debate el tema religioso. ¿Dónde están el César y Dios en nuestro país? La historia mexicana tiene dolores y cicatrices con las respuestas a esa pregunta.

Años antes del Grito de Independencia del sacerdote Miguel Hidalgo y su ¡Viva la Virgen de Guadalupe!, el virrey de Croix expulsó a los clérigos jesuitas.

Medio siglo después de la firma del cura Morelos en la Constitución católica de Apatzingán, se promulgaron las antirreligiosas “Leyes de Reforma” para “proteger” al ciudadano de la “indebida” injerencia del clero.

Con ese mismo celo anticlerical de guardián del pueblo, Plutarco Elías Calles provocó la guerra cristera. Hasta 1992 el presidente Salinas, con el apoyo del PAN, normalizó las relaciones del Estado y la Iglesia católica.

Todavía hoy algunos antirreligiosos eso sí, vacacionistas puntuales de la Semana Santa– quieren un Estado tutor de la conciencia de los mexicanos. Tienen la visión vetusta por decimonónica de una religión como peligro, “opio” para drogar al pueblo; y justifican al laicismo como control estatal sobre la razón humana.

Consideran, con ingenuidad paternalista, que un párroco pronunciando un sermón desde el púlpito tiene más dominio sobre las mentes que un comunicador en la televisión. Son capaces de pedir vigilar el catecismo, porque sospechan que el padre Ripalda tiene más niños seguidores que el futbolista Cristiano Ronaldo.

Ni el confesionario ni el Vaticano tienen mayor impacto social que Google o Apple, y nadie acusa a éstos de manipulación ideológica, salvo en gobiernos totalitarios. ¿Eso quieren?

El Estado es laico. Laico por “lego”, popular e independiente, capaz de tomar decisiones sin amparo en una divinidad; pero nunca laico por oponerse a la relación de una persona con Dios.

El Estado verdaderamente laico es promotor de las libertades, entre ellas, al derecho humano a la libertad de pensamiento-conciencia-religión.

Algunos liberales de ocasión militan a favor de causas obvias de la libertad, por ejemplo de expresión, asociación, tránsito, información, etcétera; pero enmudecen para defender plenamente la libertad religiosa.

Otros prefieren “libertad sierva” (Martín Lutero) frente al Estado, y aceptan una libertad religiosa llena de reglas para impedir a un credo divino tener impacto en la sociedad, fuera de los templos. Están cómodos con una débil libertad religiosa, sólo para monaguillos.

La libertad religiosa implica no obligar a nadie a actuar contra la conciencia, ni impedir a nadie actuar conforme a ella. Por tanto, debe ir más allá del culto, y garantizar la titularidad de bienes y medios de comunicación a las iglesias para cumplir sus fines, y a los padres de familia decidir la orientación espiritual de los hijos, y a éstos no recibir una enseñanza contraria a su devoción.

¿La educación del Estado es “pública” no “estatal”. Lo “público” sólo pertenece al Estado? ¿Cómo conocer lo “público” sin libertad? ¿Por qué presionar, entonces, para aleccionar el conocimiento escolar desde el nihilismo, por qué insistir en esa nadería espiritual, a quienes consideran un valor la religión?

La religiosidad no es un tema de cielo o infierno, es un hecho terrenal –no único ciertamente– para formar personas libres y virtuosas. Optar por una religión o por el ateísmo es, diría G.K. Chesterton, “el más libre y fuerte de todos mis actos de libertad”.

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