miércoles, 4 de abril de 2012

Sensibilidad al dolor ajeno

¡No se trata que asumamos una visión catastrófica del mundo, como tampoco adoptar una visión optimista infundada que solo nos revele lo que queremos ver y no lo que es!

La única visión del mundo que nos puede centrar y otorgar una visión clara, es ver con “realismo” lo que sucede en nuestro planeta.

El realismo nos aclara la visión y nos induce a saber que la población mundial padece de gravísimos problemas. No obstante tanta tragedia humana, ¿es lícito, justo, sensato, moral, que Usted, amable lector, que yo, y que miles de millones de seres humanos aspiremos a ser felices?

La infelicidad de seres muy queridos que nos rodean, y la infelicidad de millones de personas, no se extingue si añadimos nuestra infelicidad personal. Los males no se curan añadiendo otros males. ¿Y dónde queda pues, la “solidaridad” como una esencial virtud personal y un vínculo social de ayuda y comprensión, indispensable ante tanto egoísmo personal?

El sociólogo Herbert Spencer en su obra, “Estados sociales”, escribió: “Nadie puede ser perfectamente libre hasta que todos sean libres; nadie perfectamente moral hasta que todos sean morales; nadie perfectamente feliz hasta que todos sean felices”.

Desde el punto de vista de un estado de “perfección”, Herbert Spencer tiene la razón. Carece de ella, en tanto que dada nuestra imperfección y precariedad de nuestra naturaleza humana, jamás podrá ser posible la exigencia de perfección que Spencer condiciona para poder hablar de una “real solidaridad”.

La solidaridad debemos imponerla como una suprema virtud personal, cívica y social, pero aun sabiendo que jamás podremos alcanzar la perfección de ésta virtud, debemos luchar siempre por imponerla.

Esta virtud de la solidaridad en nada se opone en que cada uno de nosotros luche por alcanzar los mayores niveles de felicidad. Hay impedimentos que obstaculizan en lo absoluto, que podamos ser felices, como son los intensos y permanentes dolores físicos y los sufrimientos morales no superados.

Podemos ser felices siempre y cuando nuestros dolores físicos no sean tan intensos, si gozamos de una mediana salud, y si nuestro espíritu puede al menos gozar de cierta paz espiritual.

Para el sabio de la Grecia Antigua, Epicuro, la carne no quiere gritar de dolor. Pues también, nuestro espíritu detesta el sufrimiento moral y emocional, y desea ardientemente gozar de tranquilidad mental, de sosiego y paz.

Y volviendo a la idea inicial, podemos afirmar que a pesar de tanto dolor físico y tanto sufrimiento moral que padecen cientos o miles de millones de personas en todo el mundo, tenemos el derecho de arrancarle a la vida todo lo que podamos de momentos felices y de gozos físicos, que nos sea posible.

¿Por qué no, pensar y anhelar que es posible la luminosa frase del más grande poeta de la Roma Antigua, Virgilio: “¡ Oh hombre tres y cuatro veces feliz!”. Y también la sentencia de Cátulo, al escribir: “¿Qué cosa pueden darnos los dioses más apetecible que una hora de felicidad?”.

En vez de estar embarcados en la lucha de fortalecer nuestra “autoestima” y de agrandar nuestro “amor propio”, vayamos en busca de todas las delicias físicas que podamos, sin dañar a nadie, combatir nuestros dolores físicos y reducir al máximo nuestros sufrimientos morales. El inmenso Epicuro, siempre nos invita a evitar el dolor físico y el sufrimiento moral, como base de nuestra felicidad, aun y cuando no podamos añadir ningún placer. Solo que Epicuro se quedó corto, ya que la Naturaleza, el arte, la ciencia, las obras cumbres de la literatura, los placeres físicos sencillos, nos ofrecen incontables oportunidades para complacer a nuestra carne, sentidos, inteligencia, y espíritu.

El genial filósofo holandés, Spinoza, dice en su “Ética”, que la alegría y el contento con nosotros mismos es lo mejor a que podemos aspirar. El filósofo alemán, Shopenhauer, escribió un pequeño tratado sobre “El arte de ser feliz”. En éste escrito, y prácticamente permea en toda su obra, la idea de que el bien más importante en nuestra vida, es la “alegría”. Nos dice, que la alegría tiene su recompensa en sí misma, y que en la medida que podamos experimentar más momentos de alegría, en esa medida seremos más felices.

Sobre estas ideas, voy a transcribir un largo párrafo del doctor en medicina, psiquiatra y psicoanalista español, Rogeli Armengol, de su excepcional y lúcida obra, “Felicidad y Dolor”, publicada por la editorial Ariel, de España. Dice este impresionante psiquiatra:

“Es sabio el que ha aprendido a recoger los frutos que la vida ofrece, pocos o muchos, sabe gozar de ellos y puede compartirlos. Es sabio quien no espera mucho y, de este modo, puede acceder al sumo gozo que proporciona la alegría, pero para mantenerla hay que aprender a renunciar. Por el contrario, quien espera demasiado suele caer en la amargura. El amargado propende al egoísmo, desea todo y no sabe renunciar. Es sabio quien aun deseando mucho ha aprendido a reusar a una parte de lo deseado”.

Recordemos que toda elección nuestra implica una renuncia. Elegimos algo a costa de renunciar a otra cosa. ¡Pero está en cada uno de nosotros, tratar de elegir lo mejor!

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