viernes, 6 de abril de 2012

La oración fundamental

I DE II

Durante la oración, y fuera de ella, hay en el cristiano un vínculo con Dios mucho más fuerte de lo que generalmente se piensa. Dios no habla con el hombre como el hombre habla con otro hombre, no lo “toca” como sucede entre los hombres. El hablar de Dios con el hombre y su entrada en la vida del hombre son algo “absolutamente particular”. Pero, con todo, es una realidad.

El mismo comienzo de la oración ya comprende una “intervención precedente” de Dios en el alma. La oración cristiana, en efecto, es ya una Gracia especial de Dios. Según santo Tomás de Aquino, es precisamente Dios el que “induce a la oración”, es Él quien despierta el alma para la oración. Hay en todo comienzo de la oración una cierta semejanza con el Anuncio del arcángel Gabriel a la Virgen María. También, en la oración, Dios “desciende” a la creatura, desea habitarla, unirse a ella, espera el fíat de parte del hombre, desea el diálogo con el hombre.

Precisamente por este diálogo también el Espíritu Santo viene en ayuda del cristiano que ora. En efecto, y, de manera semejante, también el Espíritu Santo viene en ayuda de nuestra debilidad porque nosotros no sabemos con precisión ni siquiera cómo se ha de pedir en la oración, ni cómo convenga pedirlo, pero el Espíritu Santo, en persona, intercede por nosotros con gemidos inexpresables de amor (no con palabras que pudiera tener el pensamiento humano), y Él eleva y asume nuestro débil lenguaje con esos sus “gemidos” de amor (Rom. 8, 26).

La imagen según la cual el Espíritu Santo compone nuestra oración es la oración que, como Espíritu de Cristo, compone, en Cristo mismo, el Hijo del Padre. Oración que adquiere su pleno sentido en las siguientes palabras de San Pablo: “Son, en efecto, oraciones dichas bajo la moción del Espíritu de Dios (que hace que nuestra oración sea semejante a la que hace el Hijo) que nos hace exclamar: ‘¡Abba, Padre!’ (Rom. 8, 15-16).

Sin embargo, este Espíritu guía al cristiano no solamente en la oración, sino también en toda su vida. Toda la existencia del cristiano tiene un vínculo vital con Dios. Dios, en efecto, se dirige a nuestra vida, actúa en ella y la dirige hacia Él, aun cuando el cristiano no piense expresamente en Dios, porque aun en el trasfondo del trabajo y en las distracciones ordinarias están presentes aquellas fuerzas que constituyen la “oración fundamental”, que son: la fe, la esperanza y la caridad. Fuerzas que, aun permaneciendo ocultas, dan al ser del cristiano aquella tendencia fundamental hacia Dios, como nos la ha revelado Jesucristo. Fuerzas, que realizan aquella fundamental “elevación del Espíritu a Dios”, lo que constituye ya la oración. Por esto, hay en el cristiano, por medio de aquellas fuerzas, tanto en su trabajo como en medio de las distracciones ordinarias, el eco lejano de aquel “Abba Padre” que el Espíritu Santo compone en la oración.

Ahora, de este modo, por medio de la vida de fe, esperanza y caridad, la oración se extiende a toda la existencia ordinaria del cristiano. En efecto, en esta existencia ordinaria, hay algunos límites precisos entre los tiempos de oración y de no oración. La oración es (fundamentalmente por medio de la fe, la esperanza y la caridad) un vínculo vital con Dios, y este vínculo, por medio de sus propias fuerzas, actúa, aun en los tiempos que no son estrictamente de oración.

La fe, la esperanza y la caridad, como un elemento común de los tiempos de oración y de no oración, y como soporte del “vínculo vital” con Dios y con Jesucristo, son presentadas por la Iglesia de la siguiente manera: “La espiritualidad de los laicos, en orden al apostolado, tiene como fuente y origen a Jesucristo, mandado por el Padre, y es evidente que su fecundidad depende de su unión vital con Jesucristo, según el dicho de Él: Quién permanece en Mí y Yo en él, produce mucho fruto, porque sin Mí no pueden hacer nada. (Jn. 15, 5)”. Esta vida de unión íntima con Jesucristo se alimenta en la Iglesia con el apoyo espiritual común a todos los fieles, sobre todo cuando participan de manera activa en la Sagrada Liturgia.

Y este apoyo debe ser aprovechado por los laicos, de tal manera que, mientras cumplan perfectamente los deberes del mundo, en las condiciones ordinarias de la vida, no se separen de su “unión vital” con Jesucristo, sino que, cumpliendo sus propias actividades, según la Voluntad Divina, crezcan siempre más, por lo que en estas actividades deben vivir, naturalmente, la fe, la esperanza y la caridad. Ni el cuidado de la familia ni los compromisos civiles deben ser extraños a la espiritualidad de su vida, según el dicho del Apóstol: “Todo aquello que hagan, de palabra o de obra, háganlo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios y al Padre por medio de Él” (Col. 3, 17). También la Iglesia indica expresamente las fuerzas que hacen posible esta vida de alabanza a Dios cuando dice: “Tal vida requiere un continuo ejercicio de la fe, de la esperanza y de la caridad”. En primer lugar el continuo ejercicio de la fe: “Sólo a la luz de la fe es posible, siempre y en todo lugar, conocer a Dios, en el cual vivimos, nos movemos y somos (Hechos 17, 28), buscando en todo acontecimiento su Voluntad. Hay que ver a Jesucristo en todo hombre, juzgar rectamente el verdadero sentido y valor que tienen las cosas temporales en sí mismas y en orden a nuestro fin último”.

Además de la fe es necesaria la vida de la esperanza: “Quien tiene la fe, vive en la esperanza de la revelación de los hijos de Dios, en la contemplación de la cruz y de la Resurrección del Señor. En la peregrinación de la vida presente, ocultos con Cristo en Dios y libres de la esclavitud de las riquezas, mientras contemplan los bienes eternos, con ánimo generoso, se dedican totalmente a extender el Reino de Dios y a animar y perfeccionar con espíritu cristiano el orden temporal”. Es necesario, en fin, un continuo ejercicio de la caridad: “Impulsados por el amor que viene de Dios, hacen el bien a todos… eliminando toda malicia y todo engaño, las hipocresías y las envidias, y todas las maldiciones (1 Pedro 2, 1) y atrayendo, así, a todos los hombres a Cristo. El amor de Dios, infundido en nuestro corazones por medio del Espíritu Santo que nos ha sido dado (Rom. 5, 5), hace capaces a los laicos de expresar realmente en su vida el Espíritu de las Bienaventuranzas. Cultivando la amistad cristiana entre ellos, se dan ayuda mutua en cualquier necesidad”. (Hechos 4).

La Iglesia nos enseña así, cómo es la verdadera vida cristiana, que está siempre impregnada por la fe, por la esperanza y por la caridad. Y, es así, a través de estas virtudes, que nos unen vitalmente con Dios, que la vida cristiana, en su totalidad, se convierte en verdadera oración.

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