viernes, 6 de abril de 2012

Importancia de la revelación

José Luis del Río y Santiago Nunca, como ahora, el Magisterio de la Iglesia ha afrontado con tanta atención el asunto de la Revelación. Es cierto, que lo hace siguiendo todavía las pistas del Concilio de Trento y del Vaticano I, como lo manifiesta la introducción de la Constitución Dogmática sobre la Divina Relación del Vaticano II. Sin embargo, nunca se ha restringido al contenido de estos dos Concilios sino, más bien, los continúa, los desarrolla más ampliamente e, inclusive, los aclara en muchos puntos que los Concilios anteriores dejaron con cierta unilateralidad.

La Iglesia concibe la Revelación como un “donarse” de Dios mismo y como una “participación” que Dios hace de sí mismo a la humanidad, y no sólo de manera puramente intelectual como si se tratara de una simple comunicación de palabras que hablaran de Dios y sobre sus intenciones salvíficas, sino que “Dios tuvo a bien, en su bondad y sabiduría, revelar el misterio de su Voluntad, mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, tienen acceso a Dios Padre para participar de su naturaleza Divina. Con este modo de Revelarse, Dios invisible, en su grande amor, habla a los hombres como a amigos y se entrelaza con ellos para invitarlos y admitirlos a la plena comunión con Él.

Por lo demás, la Revelación, en general, no se reduce sólo a palabras, no es sólo “doctrina”, sino, más bien una unión íntima de la acción y las palabras. En efecto: “Esta economía de la Revelación se manifiesta tanto con hechos y como con palabras, íntimamente ligados, de tal manera que las obras, realizadas por Dios en la historia de la salvación, manifiestan y refuerzan la doctrina y las realidades salvíficas expresadas por las palabras, y estas mismas palabras manifiestan las obras divinas y clarifican el misterio contenido en ellas”.

La Revelación es, por lo tanto, “la intervención” de Dios en la humanidad, en su historia. Intervención de Dios, que pone en movimiento los sucesos de la historia y abarca, como “elemento íntimo y esencial”, también la palabra, precisamente aquella palabra que suscita la fe en el hombre.

De la misma manera que la Revelación de parte de Dios es la “participación” de Dios mismo, así también, la respuesta del hombre a esta Revelación es la fe, en el sentido en que lo dice san Pablo en la carta a los Romanos: “A Dios que se revela, se le debe la obediencia de la fe”. (Rom. 16, 26), con la cual, el hombre, se abandona a Dios por entero y libremente, entregándole el “pleno obsequio de la inteligencia y de la voluntad”, adhiriéndose voluntariamente a la Revelación dada por Él. Y para que pueda darse, en la realidad, esta fe, es necesaria la intervención de la Gracia de Dios, que lo ayuda interiormente, con la acción del Espíritu Santo que mueve el corazón y lo atrae hacia Dios, abre los “oídos” de la mente, y da a todos la dulzura en el consentir y creer a la Verdad. Se trata, por lo tanto, de “donarse” a Dios que se manifiesta al hombre, inclusive de manera experimental.

Todo aquello que los Apóstoles recibieron directamente de Jesucristo o “por inspiración del Espíritu Santo” es “predicación Apostólica”. Esta fue, transmitida posteriormente a la Iglesia “por la Tradición” por medio de la palabra oral y bajo la inspiración del Espíritu Santo fue puesta por escrito por los “Apóstoles o por los hombres íntimamente ligados a ellos”. Esta palabra escrita es la Sagrada Escritura, a la cual se debe un especial honor, porque en ella, la predicación Apostólica “se expresa de un modo especial”.

¿Cuál es la relación entre la Tradición y la Sagrada Escritura?. La Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura, están estrechamente ligadas y comunicadas entre ellas. Porque ambas brotan de la misma Fuente Divina, de tal manera que, en cierto modo, forman “una sola cosa” y tienden al mismo fin. En efecto, la Sagrada Escritura es palabra de Dios en cuanto fue escrita bajo la inspiración del Espíritu Santo y la Sagrada Tradición, recibida oralmente, transmite también la Palabra de Dios, confiada por Jesucristo y por el Espíritu Santo a los Apóstoles. Y a sus sucesores, a fin de que, iluminados por el Espíritu de la Verdad, con su predicación, la conserven fielmente y por escrito, la comuniquen y la difundan. La Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura, constituyen un solo “Sagrado Depósito” de la Palabra de Dios confiada a la Iglesia.

La custodia de la Revelación fue confiada por Jesucristo al Magisterio de la Iglesia, cuando dijo a sus Apóstoles: “…lo que aten en la tierra será atado en el Cielo y lo que desaten en la tierra será desatado en el Cielo” (Mt. 18, 18). En efecto, el Magisterio no es superior a la Palabra de Dios, sino que, más bien, es servidor de Ella. Así, enseñando, solamente aquello que ha sido “transmitido” por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo, expone fielmente aquella Palabra. Y, de esta manera, a partir de este único Depósito de la Fe, el Magisterio de la Iglesia lo propone para ser creído como “Revelación de Dios”. Por lo tanto, el Magisterio de la Iglesia “sirve” a la Palabra de Dios, y debe, antes de enseñarla, escucharla con devoción.

Todo aquello que ha sido Revelado en la Sagrada Escritura, es Verdad Divina. Sin embargo, es necesario definir con precisión, “qué cosa” ha sido Revelado. Por esto, el intérprete debe investigar con cuidado, qué cosa intentaron y quisieron expresar los Autores Sagrados y qué cosa quiso Dios manifestar a través de las palabras de ellos. Sólo así podemos “entender bien aquello que Dios ha querido comunicarnos”.

En esta investigación, se debe poner mucho cuidado, y mucha diligencia al momento de examinar el contenido y la unidad de “toda” la Sagrada Escritura, teniendo muy en cuenta lo transmitido por la Viva Tradición que, entre otras cosas, hace presentes aquellas verdades que han manifestado las Declaraciones Dogmáticas. Sin embargo, al mismo tiempo, la Constitución Dogmática sobre la Divina Revelación del Vaticano II, muy abierta a las constataciones modernas de la Ciencia Bíblica, llama la atención para tener cuidado en lo que expresan los “géneros literarios”. En efecto, para conocer la intención de los Autores Sagrados, se debe tener en cuenta también estos, así llamados, “géneros literarios", pues la Verdad puede venir expresada en los textos de la Escritura, en varios modos: históricos, proféticos o poéticos, o con otros diferentes “modos de hablar”.

Es necesario, por lo tanto, que el intérprete investigue el sentido que el Autor Sagrado intentó expresar, y descubra cuáles fueron las circunstancias y las condiciones ambientales que prevalecían en su tiempo, y que quedaron redactadas a través de los modos de hablar que se usaban entonces. Para comprender en su justo valor, aquello que el Autor Sagrado quiso asegurar en sus escritos, se debe poner la debida atención a los modos habituales de entender, de expresarse y de narrar que se usaban en aquellos tiempos y que estaban en uso en las relaciones humanas de entonces.

Es claro, que la Ciencia Bíblica se encuentra ante tareas muy difíciles. Sin embargo, la Iglesia invita, decididamente, a los intérpretes, a cumplir con diligencia su arduo trabajo. Si bien es cierto, que la Iglesia tiene el mismo Espíritu que inspiró a los Autores Sagrados, no pretende en lo más mínimo disminuir, por esto, su trabajo de investigación. En el fondo está, precisamente, este Espíritu que atrae la atención de ambos sobre estos trabajos y les hace saber “el sentido” que intentó comunicarles. Por esto, la Iglesia, en su interpretación de la Sagrada Escritura, busca, al elaborar sus juicios, enriquecerse con los “datos previos”, proporcionados por el mismo método de investigación. ¡He aquí una de las sabias actitudes de la Iglesia!

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