viernes, 6 de abril de 2012

El encuentro personal con Dios

Se dan los casos en los que, algunos católicos, consideran la administración de los sacramentos como si fueran una especie de magia. Porque la magia está ligada a un cierto “ceremonial”, que contiene algunas palabras, que se pronuncian sobre algunos objetos, por medio de los cuales, el mago intenta poner al hombre en contacto con fuerzas diabólicas.

De parte del hombre no se exige, ordinariamente, alguna actividad especial, es necesario solamente que el mago cumpla con lo prescrito por algún rito. Esto viene siendo en la realidad un “remedo supersticioso” de la administración de los sacramentos.

En efecto, para la administración de los sacramentos es necesario seguir un “ceremonial propio”, prescrito por las normas litúrgicas de la Iglesia, que, junto con determinadas acciones (por ejemplo, la imposición de las manos), se añaden ciertas palabras (por ejemplo cuando se administra el bautismo), también ciertos ritos (por ejemplo la unción con los santos óleos).

Toda la atención y la fe, en la celebración de los Sacramentos se dirigen a que se cumpla, con exactitud, lo prescrito por la Liturgia, de acuerdo al contenido de cada Sacramento, contenido, que se cumplirá, al momento de ser administrado. Sin embargo, suele suceder en la práctica, que se ignore “el encuentro personal con Dios”.

Es muy importante, por esto, aclarar que los sacramentos, no sólo presuponen el recibirlos con fe, sino que las palabras y los elementos rituales la alimentan, la fortalecen y la expresan, por esto, son llamados los “sacramentos de la fe”. La recepción de los sacramentos debe estar impregnada de fe. Cuando la fe ilumina con su luz la acción sacramental, esta acción adquiere la fuerza de una realidad muy rica, que exige del hombre una cooperación muy personal, para que pueda ponerlo en contacto vivo con Dios. Tratándose de la recepción de la gracia, en esta acción está presente, en primer lugar Dios Padre con su amor abierto hacia el hombre. Si Dios Padre no se dirigiera primero al hombre, no se realizaría la acción sacramental. Cada paso salvífico del hombre hacia Dios supone el paso gratuito de Dios hacia el hombre.

Y lo que el cristiano recibe con el sacramento es, simplemente, el efecto de este paso amoroso del Padre hacia él. Y, debido a que el sacramento es un “signo visible de la gracia invisible”, expresa, simbólicamente, la realidad invisible y personal de Dios. Esto es un misterio propio de las personas divinas.

Es por esto que el signo sacramental ofrece, de alguna manera, al hombre la vida personal de Dios, su misterio, o mejor: el Padre mismo ofrece su mano al hombre, por medio del signo sacramental, sin forzarlo de ninguna manera a aceptar la vida divina para unirlo a Él. Quien acepta libremente el signo sacramental se pone en la corriente que lo conduce al misterio personal de Dios y, se encuentra así, con el mismo Dios.

Jesucristo es el que, en este sistema sacramental, comunica su gracia al que recibe los Sacramentos. Jesucristo, así, continúa viviendo su “misterio pascual”, de muerte y resurrección en la Iglesia, en la Liturgia y en los Sacramentos. En efecto, son los sacramentos los que poseen, desde su fondo más íntimo, el “misterio pascual”. Y es precisamente por esto, que todos los Sacramentos, cada uno a su modo, significan y causan aquello que realiza el misterio de Cristo: la transformación salvífica de toda la existencia humana. San León Magno, ya lo expresaba así: “Aquello que era visible en nuestro Redentor pasó a convertirse en los Sacramentos”.

La actitud característica del “misterio pascual” de Cristo es el don de sí mismo, tanto a Dios Padre como a los hombres. Por esto es que los sacramentos representan a Cristo, precisamente en este “donarse a Dios Padre y a los hombres”, en los cuales Cristo se ofrece a los demás como el único acceso posible al misterio de la Santísima Trinidad.

Es claro, por lo tanto, que al recibir los sacramentos, el cristiano adulto no debe preocuparse, de manera superficial, de cumplir únicamente con el “rito” establecido. La recepción profunda de los sacramentos exige una participación plena y muy personal del hombre.

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