Antes de convertirse en Satanás, se llamaba Luzbel. De extraordinaria belleza e inteligencia era el príncipe de los ángeles. Dicen las Sagradas Escrituras que Luzbel y algunos de los ángeles, espíritus puros dotados de una inteligencia más aguda y facultades superiores a las de los seres humanos, un día se sintieron como dioses y se rebelaron contra el Creador. Desde entonces Luzbel dejó de ser ángel y su nombre fue cambiado por el de Lucifer, o Satanás. Desde entonces también la soberbia ha sido el principio de todo pecado. El relato de Adán y Eva en el Paraíso en que comieron la fruta prohibida del árbol del Bien y del Mal desobedeciendo el mandato de Dios habla de quienes, a semejanza de los ángeles, se dejan morder por la serpiente de la soberbia, y tratan de actuar como dioses.

Dicen que la soberbia intelectual es más gruesa que la coraza de un buque de guerra. Al principio es imperceptible. Un simple aleteo que acrecienta en demasía la seguridad en sí mismo y agiganta la autoestima. Poco a poco, si no es detectada, va cobrando fuerza hasta convertirse en una pasión arrolladora más fuerte que el amor o el odio. Se instala en el cerebro y en el corazón con sus poderosas tenazas y es tal su fuerza que oscurece la mente, robándole toda objetividad. El orgullo y apetito desordenado de la propia excelencia, la excesiva estimación de las propias cualidades e ideas con menosprecio de las de los demás, el exceso de pompa, son algunas de sus manifestaciones.

La persona soberbia llama sabiduría a lo que ella sabe, e ignorancia a lo que saben los demás. Habla con prepotencia porque ignora la realidad. No la conoce porque es superficial. Es superficial porque juzga los hechos sin profundizar.

Pega la nariz a la pared y no ve lo que hay tras ella. Cuidado cuando una persona soberbia ocupa un puesto público. Experimenta un gozo desordenado. El poder de modificar las vidas de los ciudadanos y hacer cambios que repercutan en el futuro de la Nación debe ser una experiencia embriagadora. Un momento que se sube a la cabeza aunque los dolores de cabeza vengan después.

En realidad el poder es una alucinación. Lo que se tiene no es precisamente el poder, sino la autoridad. El poder implica la capacidad y la posibilidad de realizar lo que se planea. La autoridad, en cambio, significa que se puede MANDAR que se haga lo que se ha planeado. El tiempo y los medios que la orden toma para filtrarse hasta el campesino en los campos de trigo, o el minero en las galerías subterráneas de carbón, le resta gran parte de su fuerza y también de su sentido. Las órdenes dependen de otros para su ejecución. La autoridad que se delega es limitada, y las fórmulas son estrechas, incapaces de contener y de remediar la agonía de un pueblo en crisis.

Si el gobernante se instala en un pedestal, difícilmente encontrará quién se atreva a acercarse a él con la verdad o con información que él no desee oír, porque sería tanto como reconocer un error, o un fracaso en su gobierno. Y el error o el fracaso jamás han sido reconocidos por una persona soberbia.

Los que estamos muy lejos del poder gustamos de crear ídolos de nuestros gobernantes. Somos responsables de convertir en tiranos a nuestros líderes: las alabanzas de las multitudes suelen hacer un pastor soberbio de un rebaño sin rostro. Los grandes hombres y mujeres son en ocasiones peligrosos. Cuando sus sueños fallan, los entierran bajo las cenizas de las que fueran las ciudades de aquellas muchedumbres que otrora los vitorearon.

La pluralidad que recién estrenamos confirma que es difícil vivir en la arena política y hacer funcionar un gobierno democrático. A menudo se es tentado hacia alguna forma de dictadura o manipulación: el consenso implica mucho tiempo, reflexión y respeto. Sin embargo, aunque parezca paradójico, el gobierno democrático requiere –entre otras cosas– fuertes dosis de humildad. Ser humildes para reconocer errores y modificar el rumbo. Humildad para aceptar puntos de vista de otros que resuelvan mejor los problemas. Humildad para trabajar en equipo y dejar para la historia el gobierno de un solo hombre, de un semidiós.

El gobierno democrático requiere de líderes convencidos de que el fin de toda actividad política debe ser asegurar el bien común. El Paraíso de la Democracia suele perderse cuando es mordido por la serpiente de la soberbia. Y la soberbia anida hasta en las alas de los ángeles.