Quien haya tenido la osadía de viajar, por carretera y manejando el automóvil, de Saltillo hasta Hermosillo, atravesando sierras y padeciendo cambios de clima bruscos, sabrá de lo difícil y agotador que resulta el recorrido.

El 26 de marzo de 1913 se suscribió, en la Hacienda de Guadalupe, el plan que por eso lleva ese nombre y en virtud del que se inició la verdadera revolución mexicana, la que hoy conocemos como “constitucionalista”.

Quienes lo firmaron partieron de ahí –unos cien kilómetros al norte de Saltillo como se sabe- hacia aquel destino, Hermosillo, capital de Sonora. Lo hicieron a caballo y sin pausa, porque no iban de vacaciones a Mazatlán o San Carlos, sino a enfrentar al destino que acababan de desafiar al desconocer a Victoriano Huerta, que de la manera más ruin –combinando la traición y el asesinato- había usurpado la Presidencia de la República.

Tampoco viajaron sentados en un mullido asiento y oyendo música en un “iPod”, en un ambiente climatizado, sino en medio de grandes dificultades y e las inclemencias climáticas propias de las regiones que hubieron de cruzar.

No era cosa menor, además, enfrentar al ejército federal, una corporación disciplinada y diestra en las artes de la guerra, con solo un puñado de hombres armados más de determinación e ideales que de fusiles y revólveres.

Ese solo hecho sería suficiente para rendirle tributo a su memoria, como se hace cada año y ocurrió también en éste, aunque en esta ocasión especial la ceremonia fue encabezada por el Presidente de la República, que asistió a ella a pesar de las vicisitudes climáticas que por poco se lo impiden. Hace más de dos lustros que a tal evento no concurría personalmente, sino a través de un personero, no siempre de primer nivel.

Esta vez sí, y en su discurso el Presidente se refirió a los retos que hoy le toca enfrentar a México. Dijo –y dijo bien- que “Hoy el desafío no es sólo tener una Constitución acorde a las necesidades del país, sino lograr que todos los derechos contenidos en ella sean una realidad para todos los mexicanos”.

Esa era ya, independientemente de que en el texto del Plan de Guadalupe no se menciona, una aspiración que animaba a quienes en él participaron y a muchos más que, después, se sumaron al movimiento.

Dijo también que, para lograr ese objetivo, habría que hacerlo “trabajando unidos por un México en paz, atendiendo tanto los efectos de la violencia y el delito, como sus causas estructurales”.

Habrá, sostuvo en su alocución, que sumar esfuerzos “para tener un México incluyente en el que se enfrente con decisión el hambre, la pobreza y la desigualdad, a través de un México con educación de calidad para todos” y abriendo oportunidades para que los jóvenes puedan “escribir su propia historia de éxito”.

Sí, tiene razón, pero no basta con que él lo diga. En realidad, es una tarea de todos participar, ordenadamente y conforme a las leyes, en la construcción del país que necesitamos y al que algunos se oponen.

Para tal cosa hace falta más que buenas intenciones. Hay que traducir las aspiraciones en acción concertada y efectiva, en políticas públicas amplias, bien diseñadas y ejecutadas, con una participación de la sociedad civil, no sólo de las autoridades, en la agenda.

¿Queremos de verdad un México mejor? Empecemos por desmadejar los enredos y, al mismo tiempo, iniciemos la reconstrucción desde los cimientos educativos, cuya responsabilidad primera trasciende la función del gobierno, porque reside en el seno de la familia.

No se podrá acceder a una vida digna de todos mientras no se asuma, por todos, el deber de ser responsables socialmente y solidarios, desde la trinchera que a cada quien corresponda.

ésa sería la mejor forma, según yo lo veo, de honrar a nuestros mayores, mejorando su herencia para transmitirla a los que vienen después. Es una deuda histórica.