¿Quién era el carpintero hebreo nacido en Belén, aquél que enseñaba a los Doctores de la Ley en Palestina? El que resucitaba muertos, limpiaba a los leprosos, hacía ver a los ciegos, oír a los sordos y caminar a los inválidos, ¿quién era? Cuando llegó a Jerusalén, la inmensa multitud lo proclamaba: lo recibieron con ramas de palmeras. Pero luego buscaron motivos para condenarlo.

Unos decían que era profeta. En aquél tiempo todo profeta llamaba a una conversión. Una profecía significaba predecir algo que sucedería en el futuro.

Una profecía era una advertencia y una promesa a la vez: si el pueblo no cambia, las consecuencias serán desastrosas, pero si cambia, habrá abundancia de bendiciones. Otros aseguraban que era el Mesías, pero muchos dudaban: para los judíos de Palestina, el Mesías habría de ser un Rey poderoso que despedazaría con una vara de hierro a los gobernantes injustos y, por temor, obligaría a todos los hombres a realizar las obras que la justicia social exige por medio del temor y de la fuerza.

Jesús de Nazaret hablaba con autoridad tranquila, como la de aquél que sabe, aquél que dice cosas que ha experimentado en un universo diferente pero a partir del cual todo queda iluminado en este mundo. Jesús hablaba de ir más allá de la aparente claridad de las formas y de las leyes. Él hablaba del Reino del Amor que trasciende los límites del mundo de superficie; amor y perdón a un pueblo que por milenios se había regido por el principio de ojo por ojo, diente por diente. Se atrevía a hablar de justicia social a un pueblo que en el circo romano se divertía viendo a los leones comer vivos a los hombres.

¿Quién era? Jesús de Nazaret era un misterio desconcertante y paradójico: proponía vivir en paz a un pueblo que siempre había buscado la guerra. Sus palabras provocaban una paz enorme, pero a la vez, una paz inquieta. La paz de la que hablaba no era la de mantenerse al margen de todos los conflictos y problemas para asegurar la propia tranquilidad. Jesús se colocaba en el centro mismo de las pasiones religiosas, sociales y políticas de su tiempo para morir crucificado en medio de ellas. Cristo, al hacer la paz, tuvo necesariamente que vivir en medio de guerras, entre combatientes a quienes quería reconciliar. ¿Cuántas veces hay que perdonar?, le preguntaron: “Has setenta veces siete”.

En la época de los Césares, Cristo fue un revolucionario sin armas. Echó por tierra las doctrinas que esclavizan al hombre y trajo la fe que le devuelve su libertad y responsabilidad social. Cristo no impone una opción política determinada: supera todas las perspectivas. Él habla de un cambio radical de gobernantes y de gobernados. Al superar el conjunto de deberes religiosos de la antigua Ley, y al implantar el amor a los semejantes, Cristo revoluciona las relaciones humanas: desea transformar los espíritus hasta el punto de exigir la transformación de todas las personas y de todas las instituciones.

El reino del que hablaba Jesús no era un reino de poder material, sino un reino de fraternidad, de amor y de servicio, en el que todo ser humano debe ser amado y respetado por el hecho de ser persona. Existe un poder misterioso que está más allá de la persona, pero que no está totalmente fuera de ella. El poder que permite realizar lo imposible puede ser llamado fe, porque libera en el interior del ser una fuerza que está más allá de sí mismo.

La fe es creer que el bien es más poderoso que el mal, y que la verdad es más fuerte que la mentira. Creer en Dios es creer que al final el bien y la verdad habrán de triunfar sobre el mal y la falsedad. Es estar convencido de que existe un poder para el bien en el mundo, un poder que se manifiesta en las más profundas energías y fuerzas de la persona de fe. Un poder que es irresistible.

Tener fe en el reino del que Cristo hablaba es estar convencido de que, suceda lo que suceda, el reino habrá de venir. Un reino en el que todas las personas puedan vivir juntas en solidaridad y justicia: no es posible la fe sin compasión o compromiso social: la fe no es un modo de hablar o de pensar, sino un modo de vivir y de morir. Cristo quiso morir con los brazos clavados en un abrazo para manifestar su amor por la humanidad. “Amaos los unos a los otros”, nos dijo.

“Amad a Dios sobre todas las cosas y a tu prójimo como a ti mismo.” “Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios.” En la cruz, Jesús de Nazaret con sangre selló sus palabras.