Afirman los especialistas en comportamiento humano que aún en las universidades más prestigiadas del mundo se padece una tremenda crisis de valores que se manifiesta en violencia y corrupción extrema. Los chicos de hoy en medio del ruido y el ritmo acelerado viven en distracción: No conducen su vida sino que se dejan seducir por el ambiente. Cuando ven no miran y cuando oyen no escuchan.

¿Cómo rescatar su atención y estimular su capacidad de crear caminos nuevos en los que desarrollen al máximo sus talentos y transiten sin perder su dignidad?

La ciencia ha logrado conocer por medio de huellas dactilares el dibujo de una piel, pero se requiere de la profunda intuición del maestro para penetrar el cerebro humano y abrirlo a la voluntad de discernir. Los especialistas aseguran que las sociedades están en crisis por falta de maestros y, sin embargo, la esperanza de México está puesta en la labor magisterial; en aquéllos y aquéllas que, a pesar de la falta de un debido reconocimiento a su excelsa labor, hacen de la educación más que una profesión, una vida.

¿Cuál es el modelo ideal de maestro o maestra para construir el México Nuevo del Siglo XXI? Una persona enamorada de la educación que sepa conjugar la ciencia con el humanismo, académicamente exigente y humanamente comprensiva, capaz de crear una atmósfera de confianza y libertad; una mezcla de severidad y de dulzura que envuelva la realidad con la esperanza.

La labor del maestro es grande, mística, porque además de la capacitación personal y tecnológica que la educación del Siglo XXI le exige, deberá formar ciudadanos responsables y morales y, para ello, la acción educativa requiere una actitud nueva: La más profunda objetividad tiene que ir unida a una gran capacidad de comprensión humana. Tarea compleja, pero fascinante.

La nueva pedagogía no se centra exclusivamente en la transmisión de conocimientos (eso lo puede hacer la computadora). Conocer ya no es ‘saber’, sino intuir, imaginar, crear. Esto exige educar para la autenticidad y para la convivencia humana. Los alumnos no son meros cerebros para ilustrar, sino seres humanos con originalidad de vida y de destino.

Los maestros pulen, cincelan con paciencia y tolerancia las habilidades de cada alumno, haciendo con ello una obra de arte universal. Construyen, moldean, cimientan, siembran y conducen los conocimientos fundamentales para su futuro.

La dignidad del maestro mantiene su ética profesional y la responsabilidad de su propia actitud como modelo de vida: Un regalo para la sociedad, un estímulo para las familias, y una bendición para los alumnos. Educar es un arte y quien enseña un artista.

Mas ¡ay! qué duro es ser maestro. ¿Quién sabe de la energía, el esfuerzo, la pasión que pone al preparar su cátedra? ¿Quién sabe cuánto se desgasta y se consume tratando de iluminar los cerebros dormidos, perezosos?

Las ideas son frágiles y suelen permanecer en estado latente mucho tiempo antes de dar fruto. Las ideas, como pequeñísimas semillas de mostaza, revolotean, juegan, se esconden, se pierden. Unas caen en cabeza dura y mueren. Otras caen en corazones agrios, resentidos, y se asfixian. Pero unas cuantas ideas caen en cerebros húmedos, cálidos y fértiles y ahí se incuban. Penetran la mente como fina lluvia. Tal vez tarden mucho tiempo en dar fruto pero ahí están. Un día, sin saber por qué, ni cómo, cobran vida, se dispara la chispa vital y visten el cerebro de luz. La palabra del maestro desciende lentamente al corazón: Lo acaricia, lo envuelve, lo posee, lo inflama con su fuego. Luego incendia la voluntad y provoca que palpite con determinación. La palabra se hace acción y —como la minúscula semilla de mostaza— se convierte en frondoso árbol.

El proceso es lento, penoso. La misteriosa y suave maduración de las ideas y de los valores requiere de maestros que tiren sus semillas al aire y no les importe dónde germinen, ni quién recoja la cosecha, ni cuándo. Sus palabras, guardadas, esperan el momento y el lugar apropiados para cobrar vida.

Al maestro lo ilumina su mismo resplandor, y se deja consumir por su propia llama. Él nunca muere: perdura en las mentes, corazones y acciones de los que recibieron el regalo de sus semillas.