miércoles, 15 de septiembre de 2010

El cementerio de los vencidos 2

Desde las 20:00 horas del 6 de enero de 1901, elegantes carruajes comenzaron a desfilar frente al portal de Palacio; por las escalinatas que conducen a la planta noble accedían a los diferentes recintos transformados en salón fumador, salón comedor y salas de descanso, las familias que fueron consideradas dignas de cenar con el general Díaz y una parte importante de su gabinete. Se invitó a Joaquín Arrigunaga, Carlos Álvarez Rul, Rodolfo Bello, Carlos Bello, Francisco Béistegui, Enrique Beguerisse, Carlos Blumenkron, Agustín Capdevila, Atenógenes Carrasco, Carlos Cornish, Isidoro Couttolenc, Saúl Colombres, Julio Caballero de Los Olivos, Jesús Contreras, Eduardo Chaix, José Doremberg, José Desdier, Narno Dorbeker, Francisco Doria, Lorenzo Elízaga, J.W. Ebert, H.E.R. Evans, Manuel Freyría, Federico Gorostiza, L. Greaven, Manuel García Teruel, Federico Gamboa, Manuel Haro, Leonardo Haynes, Eduardo Hophann, Paul Hudson, Rafael Isunza, Jesús Icaza, Julio Lions, Miguel Limón, Manuel de La Llave, Fernando Lapham, Dionisio Losteau, Manuel Martínez de La Peña, Manuel Mirus, Andrés Matienzo, Emilio Morales, Andrew Michel, Federico Meyer, Harold Miles, R. Morgan, Emilio Maurer, Ignacio Mariscal, Iñigo Noriega, José María Osorio, Gustavo O´Farril, I gnacio Pérez Salazar, Mariano Pasquel, Joaquín Pardo, Fernando Peltzer, Juan N. Quintana, Benigno Rodríguez, Carlos Revilla, Armando Roig, Emilio Rabasa, J.L. Regagnon, Rafael Sagaceta, Juan Traslosheros Soto, Robert Turnbull, Baltasar Uriarte, A. Williams, Manuel Zorrilla, y así hasta llenar de nombres varias hojas de la correspondencia del Señor Gobernador del estado de Puebla.11 En la lista de invitados también aparece el arquitecto inglés Charles James Scultorp Hall, autor del edificio que albergaba a tan selecta concurrencia; otra de las obras materiales que se había logrado concluir durante aquel año.

El último día de la estancia del presidente de la República en la Angelópolis corrió a cargo de la colonia francesa. A las 9:00 de la mañana el general Porfirio Díaz acudió al panteón Francés para inaugurar el Monumento Franco-Mexicano. Debo mencionar que esta obra artística fue la causa principal que lo llevó a abandonar temporalmente el Palacio Nacional en México Tenochtitlan y a viajar hasta la ciudad de Pue bla de Zaragoza. En el archivo fotográfico de los hermanos Casasola13 destacan dos imágenes que dan cuenta de cómo fue este acto: en la primera de ellas aparece don Porfirio junto al gobernador del estado, Muncio P. Martínez; el ministro de Hacienda, José Ives Limantour; el ministro de Relaciones Exteriores, Ignacio Mariscal; el encargado de negocios de Francia en México, y destacados miembros de la Asociación Francesa, Suiza y Belga de Beneficencia y Previsión de México. Para la construcción del estrado de honor tampoco se escatimó recurso alguno: frente a los hombres del poder aparece una mesa de madera tallada, rica en motivos neobarrocos y espléndidas esfinges en las cuatro esquinas; como fondo se aprecia una escenografía que buscaba reproducir un sólido muro construido con grandes bloques pétreos, al centro se abría un nicho que resguardaba un trofeo militar, formado con una armadura, alabardas, picas, partesanas y un escudo circular. El discurso iconográfico se completaba con cuatro grandes flores de lis y dos escudos de forma triangular en los que se inscribían sendas palmas. En este escenario no faltaban los follajes recién cortados que conferían volumen a la composición. Como indicaba la etiqueta victoriana, los caballeros vestían jaquet y sombreros de copa, atuendo que correspondía a las grandes solemnidades y a las ceremonias oficiales. En esta oportunidad se trataba nada menos que de rendir honras fúnebres a los caídos durante las acciones militares de 1862 y 1863, durante la intervención francesa. La referencia bajo medieval podría sugerir que este escenario fue proyectado también por el ingeniero Carlos Bello, cercano al Ayuntamiento y a los barcelonnettes avecindados en Puebla. Las alusiones a la nación europea dominan en la imagen, no sólo por la etapa histórica elegida sino por el emblema de San Luis; las palmas, por otra parte, provienen de la iconografía religiosa y evocan el martirio de los santos, aquí a la muerte de los oficiales mexicanos y los expedicionarios galos en el campo del honor. El presidente de México, actor de la guerra narrada, preside desde un espacio que resulta singular en la construcción de la imagen del Estado nación; Don Porfirio, señor feudal de México, es la figura central en distintos ámbitos inspirados en la época de los caballeros, los torneos y los castillos almenados.

Bajo el influjo teórico de Viollet Emmanuel Le Duc subyacía la intención de olvidar el proyecto colonialista de Napoleón III para suscribir nuevos tratados comerciales e intercambiar embajadores con la Francia, el incuestionable faro de luz civilizadora durante el siglo XIX.
En la segunda fotografía el general Díaz y el gobernador de Puebla abandonan el Cementerio Francés. La reja del acceso principal se halla abierta de par en par, y se advierte que para 1901 ya se habían edificado esa puerta y la casa del administrador. Un gran tol do protege de los rayos matinales a un hombre de 70 años, que en su rostro muestra los estragos de una jornada tan agotadora. Dos meses después don Porfirio se vio obligado a retirarse a Cuernavaca para convalecer de algunas molestias derivadas del exceso de trabajo. Los oficiales del Estado Mayor Presidencial resguardan al mandatario y a los miembros de su gabinete; cadena humana que, ya en la vía pública, era continuada por varios jóvenes de la alta sociedad. En la extrema izquierda aparece un ranchero que se descubre la cabeza con respeto ante el paso del mandatario, quizá la única referencia que el lector encontrará de la Puebla rural. Este personaje anónimo recibe un mensaje: la necrópolis gala ha sido favorecida con dos visitas del Héroe de la Paz.

Después de una ceremonia inaugural, con toda la solemnidad que acompaña a la muerte, el presidente de México se trasladó hasta el velódromo, en donde la colonia francesa le ofrecía una matinée. Las invitaciones para este acto se imprimieron en cartulina color marfil:


Puebla, 1º de Enero de 1901
Señor Baraquiel Calva y
del Pozo y familia,
En nombre de la Colonia Francesa de esta
Ciudad, tenemos el gusto de invitar a Us -
ted a la Matinée que, en honor del Señor
Presidente de la República, se celebrará en
el Velódromo el 7 del actual a las 9 de la
mañana, cuando el Señor Presidente regrese
del Panteón Francés, después de
haber descubierto el grupo que corona el
Monumento Franco-Mexicano.

Enrique Steyner José Desdier
Eduardo Chaix

NOTA
Esta invitación no es transferible.
El programa de esta fiesta se hará
conocer oportunamente


El programa definitivo de la matinée no llegó al archivo del Ayuntamiento de Puebla; don Porfirio y su séquito fueron despedidos en la estación del Ferrocarril Mexicano, no sin antes recibir los honores de ordenanza correspondientes a su alta investidura.

Atrás quedaron los arcos triunfales costeados por las colonias extranjeras, el castillo sobre el cerro de San Juan, las banderas, los pendones y los nuevos edificios que darían cabida a la entonces comprometida burocracia. Con el paso de los años sólo se mantuvieron recuerdos transformados por la percepción individual; los rótulos en las fotografías aluden a la “fiesta para el Señor Presidente…” pero ¿a cuál?; el testimonio más perdurable de la visita presidencial a Puebla en enero de 1901, aún puede visitarse en el núcleo antiguo del Panteón Francés: el Monumento a la Paz Franco-Mexicana, una obra que le ganó la partida a Cronos.

Un jardín para la Muerte

En México se fue consolidando paulatinamente durante el siglo XIX una visión nueva acerca del cuerpo humano: el baño cotidiano abandonó su carácter meramente terapéutico y se constituyó como una de las prácticas de la higiene personal; la costumbre de ejercitar los músculos ascendió hasta la cumbre de la pirámide social, cuyos integrantes comenzaron a practicar deportes; y los cadáveres deja ron de ser depositados bajo los pisos de madera de las iglesias y sus atrios, a pocos centímetros de la feligresía: la ciencia moderna había descubierto que en el principio católico que enuncia: “Polvo eres y en polvo de has de convertir” radicaba una de las causas principales de las epidemias que periódicamente diezmaban a la población novohispana y a las primeras generaciones de mexicanos. Los muertos debían descansar fuera de la ciudad, bien separados de los vivos por cistas de ladrillo o adobe, en cementerios delimitados por muros altos y cortinas de árboles, ubicados de tal forma que se impidiera que los vientos dominantes transportaran los miasmas pútridos hasta las plazas del mercado y a los patios de las viviendas.

La preocupación por el destino que se daría a los cadáveres se manifestó años antes de que México lograra independizarse de la corona española: Carlos III de Borbón dispuso la construcción de cementerios tanto en la Península Ibérica como en los virreinatos americanos. Esta medida se oponía a la creencia popular imperante, según la cual el descanso eterno sólo era posible con la protección que aseguraba un espacio sagrado.

Así, al llegar el día del Juicio Final, cuando la Muerte sería vencida, las antiguas familias y las comunidades se organizarían en torno de sus sacerdotes. Para facilitar este encuentro, a los religiosos se les sepultaba en los presbiterios, mirando hacia las naves de los templos, es decir, hacia su rebaño. Las ideas de los higienistas franceses resultaban en todo contrarias a las prácticas funerarias arraigadas en la Nueva España poco después de la Conquista.

No obstante, en las academias de arte, tanto en España como en México, se comenzaron a desarrollar proyectos para construir monumentos funerarios y cementerios. El programa arquitectónico de los segundos incluía: una capilla, un inmueble indispensable para verificar la ceremonia religiosa que legitimaba el funeral, grandes extensiones de pórticos que alojarían a los columbarios, y severas portadas neoclásicas rematadas en tres cruces, que evocarían la muerte de Jesucristo en el monte de La Calavera, en medio del bueno y del mal ladrón.

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