miércoles, 15 de septiembre de 2010

GENERALES "CON SOBRADO ESPÍRITU MILITAR" 1

Mario Ramírez RancañoMemoria 2010

La inesperada conducta de más de media docena de generales huertistas despertó el interés de Ramírez Rancaño, y aunque considera que no es tarea agradable ocuparse de los perdedores, piensa que ha llegado el momento de contar su historia.
En 1916 un escritor escudado en el seudónimo de Antimaco Sax lanzó una terrible acusación contra el ejército federal: dijo que a su juicio resultaban absurdas tantas derrotas durante el huertismo, unas tras otras. Es más, que tampoco entendía por qué a pesar de ello habían sido premiadas "las derrotas de Téllez en Nuevo León y Rasgado en San Luis Potosí, con las gubernaturas civiles y los mandos militares en Guaymas y Mazatlán".

Para culminar, dijo estar extrañado de que jamás se hubiera procesado a un solo jefe militar.1 Pero eso no fue todo: en forma ácida dudó acerca de que realmente los generales se la hubieran jugado por el régimen huertista.

Naturalmente que para Antimaco Sax hubo generales que se portaron con dignidad: Ignacio A. Bravo, Eugenio Rascón, Eduardo Cáuz, Prisciliano Cortés, Manuel Guasque, Gordillo Escudero, Joaquín Maass padre e hijo, Guillermo Navarrete, y naturalmente José Refugio Velasco.2

Este último exudó pudor y valentía y se la jugó en todos los frentes de batalla. Los juicios de Sax, en verdad lacerantes, concordaron con los que expusiera años más tarde Francisco Bulnes al burlarse de los generales porfiristas.

Con un humor negro magistral puso en duda su supuesto "sobrado espíritu militar" y los tachó de viejos, inútiles, cobardes, y aseguró que ningún temor inspiraban a las chusmas.3 Como el ejército huertista fue el mismo que el porfirista, los juicios de Bulnes pueden aplicarse a ambos.4

Ocuparse de los perdedores no siempre resulta una tarea agradable, y menos cuando la razón no está de su lado. Pero sea para bien o para mal, ha llegado el momento de enfocarse en ellos, de sopesar si Antimaco Sax y Francisco Bulnes tuvieron razón o se trató de simples exabruptos.

Como en otros temas en que el terreno es virgen, la tarea no resulta fácil. No basta con documentar las batallas con el consabido saldo negativo; es necesario determinar quiénes y cuántos generales asumieron una conducta indigna en el campo de batalla.

La información alusiva a los 17 meses que duró Huerta en el poder arroja algo dramático, algo realmente trágico: la inesperada conducta de más de media docena de generales "preparados" en el arte de la guerra que al ser acosados por simples bandoleros y aficionados a las armas se espantaron y huyeron. Repetimos: huyeron.

Pero ¿quiénes son ellos? Antimaco Sax aportó tres nombres: Alberto T. Rasgado, Joaquín Téllez, e incluso Eutiquio Munguía. Pero la lista está incompleta; son más.

Nuestro rastreo incluye al general Pedro Ojeda, que al ser derrotado cruzó la frontera de Estados Unidos. Curiosamente su conducta fue alabada por el gobierno federal. Higinio Aguilar, que fuera enviado a batir a Emiliano Zapata, asumió una conducta indigna y vergonzosa, una conducta de franco contubernio con el enemigo.

El mayor Ramos, defensor de la plaza de Matamoros, al ser derrotado también cruzó la frontera estadounidense, sin que hubiera después satanización alguna en su contra. Antonio. M. Escudero, defensor de la plaza de Durango, cometió la felonía de dejar “colgados” a los miembros de la Defensa Social y echarse a correr.

Eutiquio Munguía, al escuchar el nombre de Francisco Villa se espanto y huyó. Salvador R. Mercado, cuya cobardía y desfachatez no tuvieron parangón, se llevó a toda su división a Estados Unidos; allende la frontera se encontró con el general Francisco Castro, jefe militar de Ciudad Juárez, su compinche, que semanas atrás se le había adelantado y cruzado la línea divisoria.

Otros militares escucharon el canto de las sirenas y se acogieron al llamado de Carranza para que se le sumaran. El Primer Jefe pescó a dos ejemplares: a Felipe Ángeles, que habiendo sido premiado con la titularidad de la Secretaría de Guerra, al ser seriamente cuestionado fue rebajado y se le dio la Subsecretaría; y a Hilario Rodríguez Malpica, quien se apoderó del cañonero Tampico en las meras narices del jefe de la División del Yaqui, Pedro Ojeda, y también se pasó a las filas de la Revolución.

Finalmente un general cínico y cobarde, Joaquín Téllez, quien estaba al mando de la División del Yaqui y que si bien no huyó, se enclaustró en el puerto de Guaymas. Durante meses observó plácidamente el cerco impuesto por Obregón sin que intentara romperlo. Es probable que para tales años ya se incluyeran en los manuales militares recetas para romper los citados cercos, pero Téllez, víctima del miedo, permaneció varios meses sin moverse hasta que el régimen se derrumbó: así salvó su vida. El honor militar fue una cuestión secundaria. Resulta obvio que con semejantes especímenes, a ninguna parte podía ir Victoriano Huerta.

Intentos de Carranza para destroncar al ejército federal

Conocedor de los vicios y virtudes del ejército federal, Carranza buscó destroncarlo. El 20 de abril de 1913 hizo un llamado provocativo a los generales, jefes y oficiales para que abandonaran a Huerta y se sumaran a su movimiento.

Como premio a su deserción les prometió reconocer sus grados militares. Pero se puso exigente: menospreció a los militares que participaron en la rebelión de Félix Díaz de octubre de 1912, y a los que intervinieron en la asonada militar de febrero de 1913, razonamiento que de hecho excluía a todos. Su llamado fue extensivo a los integrantes del Ejército Libertador del Sur.5

Como se verá más tarde, el único general que a la mitad del huertismo dio oídos a su llamado fue Felipe Ángeles. Otro fue un oficial de la marina, Hilario Rodríguez Malpica. El resto de los generales, jefes y oficiales siguió fiel a la institución.

¿Militar vividor y farsante?

En las filas del ejército federal hubo jefes militares de dudosa conducta y reputación. Años atrás ya tenían fama de corruptos y traicioneros sin que nadie les marcara un alto. Un ejemplo clásico es el de Higinio Aguilar.6 Después de su postura antimaderista, fue uno de los primeros que reconocieron a Huerta. Prometió una vez más que sus mañas y marrullerías quedarían atrás, a cambio de lo cual se le retiraron los cargos de rebelión y deserción.

Por razones inexplicables Huerta dispuso que Aguilar colaborara en la campaña contra los zapatistas en Morelos. A principios de abril de 1913 salió para Jonacatepec al frente del 48º Cuerpo Rural con unos 300 hombres. Comenzó sus operaciones en la región de Cuautla y Jonacatepec, plaza que fue atacada a mediados de ese mes por más de 2 000 zapatistas.7

Aguilar contaba con una moderna ametralladora capaz de detener el avance de cualquier enemigo, pero algo pasó. Se dijo que un cura le puso una celada y él en forma cándida cayó prisionero.

Otra versión, propalada por él mismo, reza que el parque se le agotó y sobrevino la derrota. Sea una u otra la verdad, el jefe federal fue hecho prisionero al igual que su Estado Mayor. En forma extraña, el 22 de abril circularon noticias de que Higinio Aguilar había sido fusilado en Jonacatepec, pero en la Secretaría de Guerra se rechazó tal versión. Su titular, Manuel Mondragón, dijo haber recibido un mensaje telegráfico en el cual se le comunicaba que Aguilar y su Estado Mayor únicamente estaban en calidad de prisioneros.8

Al día siguiente El Imparcial siguió aferrado a la noticia de que Higinio Aguilar había sido fusilado en Jonacatepec. En forma sorprendente mencionó que el citado general llevaba consigo a su hijo, un menor de 12 años. Su fuente era el coronel Manuel Saviñón, jefe de la Guarnición de Atencingo, quien acudió en su auxilio. Por desgracia, cuando el coronel llegó a Jonacatepec el combate había terminado. Después de su aprehensión, aseguró que los prisioneros fueron conducidos a un sitio cercano y fusilados; sus cadáveres quedaron sepultados casi a flor de tierra. Consumada su acción, los zapatistas huyeron, no sin antes saquear los comercios e incendiar algunas casas. Pero luego hubo un dato contradictorio en su testimonio: dijo que por más que sus subordinados buscaron los restos de Higinio Aguilar y compañía, no los encontraron.9

Efectivamente, la noticia de su fusilamiento resultó ser falsa. El 25 de abril de 1913 José Gamboa, miembro del Estado Mayor de Higinio Aguilar, llegó a la ciudad de Puebla con un salvoconducto expedido por el propio Emiliano Zapata, autoproclamado “General en Jefe de los Ejércitos del Norte y del Sur”, quien calzaba sus escritos con el lema Libertad, Paz, Justicia y Ley. Reiteró lo que muchos sabían: que Aguilar y sus allegados no habían sido fusilados, sino que se hallaban prisioneros.

El militar de marras llevaba una carta de Aguilar dirigida a su esposa en la cual le comunicaba que a pesar de estar prisionero gozaba de excelente salud, "que no pasara cuidado, pues tenía la seguridad de que no lo fusilarían y que tanto a él como a los demás prisioneros los trataban con toda clase de consideraciones".

Para darle un tinte más suculento a su historia, agregaba que los zapatistas lo tenían como rehén y pedían una fuerte cantidad de dinero por su cabeza. Casi de inmediato tales noticias fueron trasmitidas al titular de Guerra y Marina, Manuel Mondragón, así como a Aurelio Blanquet, comandante militar de la plaza.10 Pero aún le faltaban piezas al sainete.

El 29 de abril llegó a la capital de la República una cuarteta de artilleros para informar que Higinio Aguilar no estaba prisionero ni había sido fusilado, sino que operaba en Morelos al "mando de una partida de zapatistas", lo cual traducido a un lenguaje llano significaba que se había sumado a las huestes del llamado "Atila del Sur".

Al ser interrogado, Manuel Mondragón no tuvo más que aceptarlo, pero juró que en cuanto fuera aprehendido sería juzgado por un consejo de guerra. Aguilar no esperó a que lo capturaran. Tranquilo y campante llegó a la ciudad de México el 23 de mayo con 11 de sus oficiales, afirmando que habían escapado de largo y penoso cautiverio.

Curiosamente, su perfil era propio de personas sanas y bien alimentadas. Ninguno mostraba huellas de haber sufrido zozobra, penalidades o insomnio. En resumidas cuentas: a todos les pareció extraño el semblante de Aguilar y de sus acompañantes, y más cuando uno de ellos mostró un salvoconducto extendido por Zapata con fecha 22 de abril, o sea un mes atrás.

Cuando Aguilar salió de su entrevista en la Secretaría de Guerra se le acercaron varios reporteros para que aclarara tales contradicciones, pero se negó a hablar. En fuentes oficiales se prometió que Aguilar y compañía comparecerían ante un juez militar para que aclararan varias cosas: si defendieron la plaza de Jonacatepec conforme lo marcaban las leyes y el honor militar, o simplemente la entregaron al enemigo.

En segundo lugar, para despejar dudas sobre su supuesto cautiverio, o su sospechosa colaboración con los zapatistas.11 El día 24 de mayo Higinio Aguilar estuvo en el Juzgado 1º de Distrito, y con gran cinismo le pidió al juez que anulara la causa que se le seguía por el delito de rebelión. Más tarde se trasladó a la residencia del ministro de Guerra, sita en Tacubaya, para que lo apoyara en su treta, lo cual seguramente logró. De cualquier forma, para evitar mayores suspicacias fue aprehendido y enviado al cuartel de San Ildefonso.

En su edición del 25 de mayo El País puso en su encabezado la frase: "El general H. Aguilar es zapatista". Agregó que desde sus primeras investigaciones la Secretaría de Guerra comprobó que durante un mes Higinio Aguilar y sus acompañantes habían operado al lado de Emiliano Zapata.12

Pero lo sorprendente del caso fue que casi de inmediato se le pusiera en libertad. Todo gracias al cura de Jonacatepec, Rómulo Gómez, quien intervino y abogó en su favor:13 salió con la versión de que efectivamente Aguilar y socios habían sido huéspedes de las mazmorras zapatistas.

Según Javier Garciadiego lo cierto fue que Aguilar, durante su singular cautiverio, no se limitó a adular a Zapata sino que impartió enseñanzas militares a sus tropas y organizó un sistema de compra de armas y municiones a oficiales huertistas.14

Pedro Ojeda y la caída de Naco

A escasos dos meses del ascenso de Huerta al poder hubo en Sonora brotes revolucionarios de gran ferocidad. La guarnición de Naco, Sonora, al mando de Pedro Ojeda, estaba apoyada por menos de 300 soldados.15

En forma intempestiva la sitiaron alrededor de 1 500 revolucionarios encabezados por el cabecilla Bule, a quien secundaba una multitud de indios yaquis y mayos. En plena madrugada del 13 de abril Ojeda y sus huestes fueron duramente atacados por tres flancos.

En un principio los federales se sostuvieron en sus posiciones y causaron numerosas bajas al enemigo, sin que disminuyera su peligrosidad. Después de una retirada simulada, los insurrectos retornaron con mayor audacia. Entraron en acción en forma tan arrolladora que rápidamente se apoderaron de las primeras posiciones.

Para provocar mayor pánico, los rebeldes utilizaron bombas de dinamita y con ellas incendiaron numerosos edificios, quedando Naco convertido en una hoguera. Al despuntar el siguiente día casi todos los jefes que resguardaban las entradas de la población habían perecido; a Ojeda le quedaba una alternativa: jugarse la vida, o entregarse y quedar prisionero.

Una tercera posibilidad, no incluida en los manuales militares, aconsejaba huir, en este caso a Estados Unidos, previo cruce de la frontera. Cuando el incendio amenazaba con asfixiarlos, Ojeda ordenó al centenar y medio de hombres que lo rodeaban que desmontaran los cañones, inutilizaran las ametralladoras, y quemaran el parque y las provisiones disponibles.

A continuación dispuso evacuar la plaza y cruzar la frontera. En un principio los oficiales y la tropa vacilaron, pero en forma imperativa Ojeda gritó a alrededor de 150 sobrevivientes:
"Media vuelta ¡marchen!"16

Cumplido lo anterior, a las once de la mañana Ojeda y compañía cruzaron la línea divisoria en medio de una lluvia de balas que les lanzaron los rebeldes. Ojeda caminó y al llegar al lado estadounidense el capitán Sevarts lo tomó del brazo y lo condujo a un automóvil. Justo cuando lo abordaba, el soldado que le cubría la retirada cayó muerto. El general Ojeda no se pudo contener y lloró amargamente.

De inmediato los federales que lo acompañaban fueron detenidos por los soldados de EU que patrullaban la frontera. El comandante Guilfoyle ofreció atender a los heridos en el Hospital Internacional. Para no variar, al ocupar la plaza los rebeldes se avocaron a su labor de saqueo y asesinato.17

La prensa buscó a Manuel Mondragón para que explicara el fracaso militar. El secretario de Guerra y Marina confirmó en toda la extensión la caída de Naco. Al inquirírsele más detalles, expresó:


La voz de la calle (...) exagera cuando
habla acerca de la revolución por no estar
bien compenetrada de lo que en verdad
ocurre, como por su ignorancia en asuntos
militares. El gobierno no ha podido
hacer más esfuerzos contando con un
ejército quimérico, porque así lo era el
que dejó el gobierno anterior, y, sin embargo,
nosotros hemos logrado la organización
de varios cuerpos, su perfecta
dotación de armamento, pedidos de consi-
deración que hemos hecho, por eso digo,
que hay que tener un poco de calma, dentro
de un mes verá usted cómo cambias
las cosas.


De inmediato el gobierno mexicano hizo gestiones ante la Casa Blanca para que Pedro Ojeda fuera liberado. Efectivamente, el 17 de abril el secretario de Guerra Lindley N. Garrison ordenó que los federales fueran puestos en libertad, a condición de que regresaran a México.

También se hizo público que las armas incautadas serían entregadas al cónsul mexicano. Finalmente el 22 de abril se rumoró que Ojeda pediría su retiro del ejército, lo cual fue desmentido.18 No obstante su fracaso militar, la Secretaría de Guerra y Marina lo designó jefe de la naciente División del Yaqui. Incluso en su hoja de servicios se lee lo siguiente:

"Hizo una brillante defensa de la plaza de Naco que fue atacada por los rebeldes de Sonora, en número muy superior a los defensores; habiendo logrado rechazarlos victoriosamente en todos los asaltos que llevaron a cabo, hasta que se tuvo que evacuar la plaza por la imposibilidad de seguirla defendiendo". 19

La pérdida de Matamoros

Desde finales del mes de mayo de 1913 Lucio Blanco merodeaba en las inmediaciones del puerto de Matamoros, Tamaulipas. En forma paciente esperaba reunir la mayor cantidad posible de gente para asaltar la citada plaza. Como paso inicial pidió a las autoridades del puerto la entrega inmediata de ésta.

Pese a que contaba con pocos elementos de defensa, el jefe de la guarnición federal, Mayor Ramos, contestó en forma negativa a ese ultimátum.20 Al iniciarse el mes de junio los rebeldes estuvieron listos para poner en marcha su plan. Ramos dividió a sus elementos en dos grupos que ubicó en los extremos de la ciudad.

Pero ¿qué ocurrió finalmente? Desde la mañana del 3 de junio alrededor de 1 800 rebeldes atacaron la plaza y fueron rechazados. Después de tres intentos regresaron con mayor número de efectivos y se entabló una lucha feroz. Los insurrectos trataron de apoderarse de la planta eléctrica, a cuyo alrededor se había levantado una cerca de alambre de púas conectada a la corriente.

Sin saberlo, los rebeldes se lanzaron sobre dicha cerca y así alrededor de 60 cayeron fulminados.21 No obstante los traspiés, la presión de los rebeldes no cedió y por la tarde lograron su objetivo, desalojaron a los federales y los obligaron a replegarse hasta la plaza principal. Una vez concentrados allí les lanzaron una andanada de granadas, con las que les causaron numerosas bajas. A continuación destruyeron la casa del alcalde y varios edificios ubicados en la plaza de armas y se apoderaron del edificio de la aduana.

En la refriega resultó herido el jefe de la guarnición de Matamoros y todos los oficiales murieron. La tropa, sin dirigente, se desmoralizó, y vino la debacle. Un teniente, del cual se ignora su nombre, al frente de una veintena de voluntarios no aceptó rendirse, pero después de una refriega que duró 18 horas todo quedó decidido. En diversas partes de la ciudad estallaron incendios que podían observarse desde una considerable distancia: como los edificios eran de madera, el fuego alcanzó dimensiones aterradoras, e incluso se temía que el poblado fuera borrado del mapa. El 4 de junio en plena madrugada el mayor Ramos y sus tropas evacuaron el lugar y cruzaron la frontera con Estados Unidos. En la prensa se calificó a Ramos como un anciano enérgico que demostró un valor espartano para defender la plaza.22


Ya en suelo estadounidense los 43 federales entregaron sus armas a las fuerzas que patrullaban la frontera. Otras fuentes hablaban de 112 federales. Como el mayor Ramos llegó a suelo de EU herido de muerte, fue internado en el hospital de Brownsville. Casi de inmediato circularon rumores sobre el número de víctimas. Se habló de unos 200 muertos y 400 heridos entre ambos bandos.

Horas más tarde fueron concentrados a los supervivientes en el consulado mexicano en Brownsville.23 Para no variar, apenas entraron los rebeldes a Matamoros saquearon las casas de comercio y les prendieron fuego. Numerosas familias abandonaron sus hogares y cruzaron rumbo a territorio estadounidense.24

Cuando se le interrogó sobre el citado desastre, Manuel Mondragón salió con que ignoraba que el combate hubiera terminado, aunque aceptó que las cosas eran graves, pero luego dijo que era necesario tomar las noticias con calma, ya que podría haber mucho de exageración; aludió a que durante la Decena Trágica se propagó a lo largo y ancho del país que "todo México ardía", lo cual fue falso: sólo la casa de Francisco I. Madero y la redacción del diario Nueva Era fueron presas del fuego. En plan de sorna dijo que "Lo mismo creo que pasa, si acaso, en estos momentos en Matamoros."

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