miércoles, 15 de septiembre de 2010

Infancia y Revolución

Vicente Quirarte

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Recién comienza a desarrollarse un creciente interés en el rescate e interpretación de las experiencias infantiles como testimonios valiosos y legítimos de la reconstrucción histórica. Quirarte no aproxima a la figura del niño -que por mucho tiempo estuvo confinada al sótano de los 'sin historia''- en el marco de los acontecimientos clave de nuestro pasdo


El pequeño y olvidado museo de East Hampton, en Long Island, no figura en las guías. En él no han penetrado el diseño moderno ni la colocación de cédulas que obliguen al visitante a leer antes que a mirar, a descifrar antes que a sentir. En ordenado caos se exhiben objetos que dan cuenta de la historia regional, particularmente de la vinculada a la actividad ballenera. Uno de ellos es la carta de un muchacho que se embarcó en calidad de grumete. El mensaje refleja su nostalgia y su tedio, su disfrazada y valerosa tristeza. La sed de aventura transformada en desengaño. De acuerdo con la ficha explicativa, el autor de esas líneas murió a los 13 años de edad en el Océano Índico, tras el naufragio del barco en que navegaba. La carta tiene varios e importantes significados. Llegó por diversas y azarosas razones a su destinatario y ha sobrevivido hasta nosotros; tal vez fue entregada, junto con otra correspondencia, a alguno de los barcos que emprendían el viaje de regreso tras realizar expediciones que en el siglo XIX llegaban a prolongarse de tres a cinco años años.

Por otra parte, si su autor era capaz de escribir, seguramente pertenecía a una familia de cierta educación y cuidado, tal vez la del propio capitán o del dueño del barco. Lo excepcional es que el mensaje escrito aún exista, pues contados son los testimonios directos de niños que dejaron una huella tangible de su presencia en el mundo. Por regla general su expresión directa no subsiste porque ellos apenas comenzaban a existir, a ser reconocidos. La voz del niño será primeramente articulada por quienes lo rodean y lo dominan. Tarde o temprano él hará uso de la palabra si su memoria y su sensibilidad lo ayudan a comprender que el niño es el padre del hombre y la poesía es infancia recuperada.

Tiempo donde la inocencia no reconoce a la experiencia y, por lo tanto, termina casi siempre por vencerla. Tiempo donde la memoria nos alcanza. Tiempo de la piel tersa y dura, del aliento de vidrio, del animal intacto. Breve paréntesis que imprime su huella en la aventura por venir: un niño indígena, apenas entrado en la pubertad, toma por sí solo la decisión de abandonar la aldea natal y recorre en una jornada la distancia que lo separa de la capital oaxaqueña. Ese acto postrero de su infancia lo borra del anonimato y lo integra en la Historia, cuyo rumbo habrá de modificar de una vez y para siempre. País llamado infancia. Compás que dura poco pero marca en forma indeleble a su protagonista.

En su libro La infancia y la vida familiar en el antiguo régimen, Phillipe Ariès estudia los modos en que a partir del siglo XVIII el niño adquiere existencia como ser con características propias y no como un pequeño adulto. La aportación de Ariès se ha convertido en una gran herramienta para comprender al niño como un ser con voz en el escenario social, pero también ha dado pie a numerosos lugares comunes. ¿Qué hacer, por ejemplo, con el entierro paleolítico donde un esqueleto infantil sostiene en una de sus manos una pieza de sílex, privilegio que era concedido como símbolo de autoridad exclusivamente a los adultos?
Cuando el niño descubre los apetitos y las pruebas a que habrá de enfrentarse una y otra vez con el paso de los años, marca con piedra blanca esa iniciación prematura. La salida es el signo inequívoco del héroe: puede ser humilde en su forma, pero trascendente en su fondo. Un niño cuya vivienda ocupaba a principios del siglo XIX los altos del portal de Tejada, actualmente República de El Salvador, registra las variadas voces que expresaban los clientes de la vinatería bajo su ventana. Todo niño experimenta esa inquietud. Sólo algunos, como este al que nos referimos y que responde al nombre de Guillermo Prieto, tendrá la capacidad de mantener intacta esa curiosidad instintiva, y transformarse con el paso de los años en cronista de sí mismo y de la ciudad que lo vio nacer. Por regla general la biografía de quien inscribe en la Historia su nombre con mayúscula comienza alrededor de la segunda década de su vida. Prieto quiso y logró que su niñez también fuera protagonista de la Historia. Sus recuerdos de esta etapa en Memorias de mis tiempos constituyen un material de primer orden para reconstruir su universo infantil. El nacimiento del niño Prieto a la razón tiene lugar en el amanecer del México independiente, en el seno de un hogar donde se siente protegido y donde ve plenamente colmadas sus necesidades. Su primera actuación pública, a los 6 años de edad, consiste en pronunciar un sermón ante altas personalidades de la sociedad mexicana. Numerosas las páginas que dedica a la actuación quien desde sus años iniciales se enfrentó a la belleza, pero también al obstáculo, el dolor y la pérdida. A los 13 años muere su padre y se ve obligado a ejercer su prematura y parca ciudadanía con la única riqueza de su talento para conquistar el mundo. Así lo hará, a su manera, sin claudicar de sus principios y como él quería, “con amor a la gloria y dos camisas, y alegre como repique de Nochebuena”.

Antes de la aparición de la historia oral es imposible contar con testimonios infantiles originales. Muy escasos son si consideramos que la reivindicación de la infancia como universo autónomo tiene apenas poco más de dos siglos, y que se trata casi siempre de la experiencia infantil contada por el adulto, reconstrucción que está formada tanto por la vivencia propia como por aquellas que, trasmitidas por los otros, pasan a formar parte de nuestra narración personal. Para utilizar una frase acuñada por William Wordsworth, si “la poesía es emoción recordada en tranquilidad”, se requieren habilidad y vocación particulares para establecer un diálogo con el niño que fuimos y sigue latiendo en el adulto.

Escribe Salvador Novo al referirse al modo en que él lo experimenta: “la exposición inconexa no se rige más que por la natural contigüidad de su actual representación”.3 Así sucede con las citadas Memorias de Prieto, con Un niño en la Revolución mexicana de Andrés Iduarte, con los fragmentos infantiles incluidos en Tiempo de arena de Jaime Torres Bodet, algunas páginas de Retrato de mi madre de Andrés Henestrosa, Cuando éramos menos de Renato Leduc, Cartucho de Nellie Campobello. En las familias nacidas bajo el imperio de la fotografía el primogénito cuenta con la mayor parte de las imágenes del álbum. Más elementos, igualmente, tenemos para reconstruir la actuación infantil de la primera gran revolución social del siglo XX en contraposición a la de los niños que vivieron el movimiento de Independencia. En su documentado estudio La otra insurrección, Eric Van Young toma como ejemplo a un grupo de insurgentes capturados por las fuerzas realistas, y estudia su edad y extracción social. De un grupo de 1 080 detenidos, sólo 14, es decir, 1.3%, corresponde a niños cuyas edades van de los 11 a los 14 años, mientras que la gran mayoría, 654, está formada por adultos entre los 25 y los 30 años de edad. Concluye: “…nuestro rebelde promedio no era un joven imberbe movido por los embates de la testosterona o las violentas tormentas emocionales de la adolescencia… no era un ser marginal, liminal o en pugna por afirmar su identidad personal y social contra los padres, la comunidad o las rígidas normas sociales”.4

Al principio de la insurrección encabezada por Miguel Hidalgo los niños no participaron de manera voluntaria en ella. Sin embargo al perturbar radicalmente desde su estallido, breve y violento, la vida política, económica y social del virreinato, era imposible que el movimiento no alterara la dinámica familiar de todos los estratos, y de manera particular la de quienes se unían a él. Por eso escribe Julio Zárate al referirse al ejército heterogéneo que salió de Dolores rumbo a Atotonilco: “Muchos llevaban consigo sus mujeres e hijos; los que quedaban en los caseríos y esparcidos por los campos se aprestaban a unirse poco después con sus hermanos y parientes; las mujeres y los niños pugnaban por seguir a los jefes de familia; quedaban los perezosos bueyes unidos a su coyunda y abandonados por sus guardianes en tierras a medio labrar”. 5 Un siglo más tarde el proceso se repite: la soldadera se pone del lado de su hombre y lo acompaña con los hijos que ya tienen o con los que habrán de nacer en campaña: triunfo de la imparable vida sobre la segadora muerte:


Si se identifica a la familia rural en particular como un grupo que se define en el sentido de solidaridad y no estrictamente en función de una casa, se entenderá que su estructura básica no se altera significativamente, aun cuando se encuentre envuelta en la atmósfera de la guerra… lostrenes y campamentos sustituyeron el espacio doméstico, en ellos, soldados y soldaderas recrearon íntimamente la vida familiar. Ésta es una de las circunstancias que explican, en buena medida, la presencia de los niños entre las tropas rebeldes y federales a todo lo largo del movimiento revolucionario


Con el paso de los vertiginosos días que siguieron al 16 de septiembre, la conciencia de marginalidad, propia del niño y del adolescente, los llevó a estar orgullosos de su nueva condición. Envanecidos de sus primeros triunfos, los rebeldes exclamaban “más vale ser insurgente que ser acallejado”. En el ejército de Morelos había batallones de niños cuyo desfile era motivo de satisfacción y entusiasmo para los sitiados en Cuautla. En los documentos del Generalísimo se emplea el término capitán niño, seguramente para referirse a su hijo natural, por cuyo cuidado Morelos acuñó una expresión que se convirtió en apellido. De acuerdo con Niceto de Zamacois, “en Cuautla fue la vez primera en que el tierno hijo del caudillo del Sur se vio al frente de una fuerza de niños de su misma edad, llamando la atención por el entusiasmo que manifestaban, y algunas veces por sus travesuras”.7 No contamos con testimonios personales de la niñez insurgente de Almonte, pero sí tuvo una actitud infantil, en el peor de los sentidos, al extraer los huesos de su padre y llevarlos consigo, sin que hasta la fecha haya sido posible localizarlos, como han escrito detalladamente José Manuel Villalpando César y Luis Reed Torres.

En la hagiografía laica que consagra la actuación infantil durante la insurgencia, la figura que de inmediato salta a la memoria es la de Narciso Mendoza, cuyo nombre se otorga a calles, escuelas, concursos cívicos y de declamación. La primera fuente que lo registra es el Cuadro histórico de la Revolución mexicana de Carlos María de Bustamante. No aparece en el Diccionario Porrúa, pero sí lo incluye José María Miquel I. Vergés en su Diccionario de insurgentes:


Mendoza, Narciso. Niño de Cuautla. En 1812, cuando un ataque realista a la población, habiendo cundido el pánico entre los insurgentes al punto de abandonar los artilleros sus piezas, Mendoza se acercó a un cañón y disparó, causando la muerte a muchos dragones realistas. Morelos, después de la batalla, hizo que le llevasen al niño, al cual asignó una pensión de 4 reales diarios que recibió hasta la evacuación de la plaza
Concedamos que en el sitio de Cuautla un niño llamado Narciso Mendoza, del cual afirma Julio Zárate que tenía 12 años de edad, enciende la mecha de un cañón y salva la trinchera del templo de San Diego defendida por los insurgentes. Un hecho así es verosímil, y actos como ése deben haber abundado en la larga campaña independentista, aunque la Historia no los haya registrado. Los niños de las rancherías estaban familiarizados desde sus primeros años con el manejo de los animales, las armas y el conocimiento de los caminos. La Revolución los puso en contacto más inmediato con la muerte y los obligó a madurar en forma aún más acelerada. Por eso se explican los triunfos de caudillos transformados por la fuerza de los acontecimientos en grandes militares que alcanzaron la categoría de genios, como sucedió con Morelos. Vicente Guerrero, por ejemplo, perteneció a una familia de armeros. Aun el fundador de nuestra sociedad civil, que nunca montó a caballo ni disparó un arma, Benito Juárez, conoció desde niño el terreno que pisaba y, como escribió el historiador José C. Valadés, su muy temprana ocupación de pastor lo puso en contacto con el rebaño y le enseñó los rudimentos del mando y la organización.

Niños que fueron testigos de la guerra de independencia, o que pertenecieron a familias cuyos padres lucharon en ella y en las subsecuentes, crecieron bajo la inspiración del fuego libertario. Un ejemplo lo es Ignacio Zaragoza. El 23 de octubre de 1846 escribe la siguiente carta:


Ignacio Zaragoza Seguín, hijo legítimo del capitán de Plana Mayor don Miguel Zaragoza y Valdez y de Doña María de Jesús Seguín, previo su consentimiento que tiene el honor de acompañar; a V.E. con todo el respeto hace precente: Que deceoso de contribuir en alguna manera a la defensa de su cara Patria que la ve hoy en peligro, a V.E. suplica, se digne concederle la gracia de que le admita en la clase de Cadete, en el Regimiento de Huzares para vatirse con los enemigos: prometiendo no desmentir de los buenos sentimientos que le animan, ni de la educación con que ha sido criado, hasta la edad de los diez y siete años en que hoy se encuentra.

Por tanto
A.V.E. Rendidamente reitera su suplica, en que espera recibir honor y una particular gracia.

Zacatecas, Octubre
23 de 1846.
E.S.
Ignacio Zaragoza Seguín


Como puede apreciarse, las faltas de ortografía son tan grandes como el patriotismo y los ímpetus del adolescente. La solicitud no fue respondida y por lo tanto su remitente no fue aceptado como cadete. Sin embargo, carácter es destino. En 1862, al frente del Ejército de Oriente, ya como joven general de 32 años, Zaragoza se ve en la obligación de llevar sus palabras a la realidad, utilizarlas para arengar a una tropa desarrapada que está a punto de enfrentarse y de triunfar sobre los primeros soldados del mundo. Obediente a la autoridad civil, Zaragoza perteneció a una generación en que el heroísmo del hombre de pensamiento era tan importante y necesario como el del guerrero. Civiles como el propio Juárez, Sebastián Lerdo de Tejada, que evoca su recuerdo infantil de la espada de Guadalupe Victoria como un gran chorro de agua, viven sus primeros años cuando México da también sus primeros pasos como nación independiente. Jean-Jacques Rousseau afirmaba: “Quiere la naturaleza que los niños sean niños antes que ser hombres. Si tratamos de cambiar ese orden, produciremos frutos precoces sin sabor ni madurez, que no tardarán en pudrirse; tendremos doctores jóvenes y ancianos niños.” México los tuvo, para crecer y equivocarse, para golpear y acariciar: Lucas Alamán y Guillermo Prieto, y dos Ignacios antagónicos: Aguilar y Marocho y Altamirano.

A lo largo del siglo XIX las conquistas infantilesencabezadas por Rousseau y repetidas entre nosotros por autores como José Joaquín Fernández de Lizardi parecen haber entrado en un limbo, como lo subraya María Eugenia Negrín en su tesis doctoral sobre la presencia del niño en la literatura decimonónica.

No hay niños en el libro que Claudio Linati publica en 1828 sino cuando los coloca en los rebozos a espaldas de dos mujeres enfrascadas en una lucha donde los niños imitan de manera instintiva lo que miran. En 1843 –centro del huracán romántico en México– sale de las prensas de Vicente García Torres el libro Los niños pintados por ellos mismos, adaptado al español por Manuel Benito Aguirre, y el cual pretende rescatar la pluralidad de la imagen infantil en los diversos oficios que ejerce. Es el tiempo de la recepción entre nosotros de Los miserables de Víctor Hugo, donde la fuerte personalidad de Cosette, niña abandonada que supera todas las adversidades, y de Gavroche, niño héroe de las barricadas, exaltan la imaginación de los lectores de ultramar. En el libro Los mexicanos pintados por ellos mismos un niño con rostro de adulto aparece bajo la tiranía de un profesor devoto de la vara de membrillo y de la letra que con sangre entra, según podemos apreciar en la litografía de Hesiquio Iriarte y en el texto de José María Rivera que la acompaña. En él hace una dura crítica a los que se llamaba con desprecio escueleros y que elegían su profesión por urgencias económicas y nunca por vocación, sátira que forma el elemento nuclear de la primera parte de El periquillo sarniento de Fernández de Lizardi.

En la célebre litografía de Casimiro Castro El paseo de las cadenas en una noche de luna, perteneciente al álbum México y sus alrededores, dos niñas, brazo con brazo pero bajo la tutela de los adultos, descubren la calle en sus esplendores pero también en sus miserias: la autoridad hace el arresto violento de un hombre del pueblo ante la angustia y la impotencia de su mujer. Una pintura de Sebastián Salomón Hegui representa la salida de misa en la Catedral de México. Las niñas de buena familia lucen trajes que no se distinguen de los de sus mayores. Un par de niños indígenas, vestidos de manta, se entretienen con los que son sus juguetes naturales. El México rural –que para gran parte de la población de la capital conservaba esas características– ponía tempranamente a los infantes en contacto con seres que formaban parte de su subsistencia y del trabajo cotidiano: los animales eran compañeros de juego y de trabajo, pero también brutales maestros de los ritos de nacimiento, reproducción y muerte. En su libro La gracia de los retratos antiguos (1950), primer estudio sistemático sobre nuestra fotografía, Enrique Fernández Ledesma incluye diversos ambrotipos de mediados del siglo XIX, donde figuran niños mexicanos. Por el alto costo de una fotografía y el prestigio social que conllevaba ordenar un retrato, pertenecen al sector privilegiado. Nada subvierte el edén de orden y pureza en que son instalados los modelos. Inclusive en algunas imágenes que a mediados de siglo circularon como tarjetas de visita aparecen tipos populares que subrayan el sentido nacionalista pero que al mismo enfatizan una idea idílica y romántica de la existencia de los niños campesinos. Será necesaria la llegada, con la Intervención francesa, de un fotógrafo como François Aubert, quien habría de legarnos, entre otras, la imagen brutal de una niña-madre que envuelve en el rebozo a su hermano-hijo y clava la mirada, con ferocidad inocultable, en la pupila del fotógrafo.

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