miércoles, 29 de septiembre de 2010

Revisión histórica

Rafael Loret de Mola. No es posible contar nuestra historia sin atisbo de pasiones. La vieja pugna entre liberales y conservadores, republicanos y monárquicos, patriotas y traidores, parece haberse traducido en una interminable cadena de sofismas y no pocos mitos. Pese a ello, ni antes ni ahora ha existido voluntad política alguna destinada a precisar los roles determinantes de los próceres y resolver, al mismo tiempo, los enigmas criminales que comprometen a muchos de éstos cuyos nombres, en letras de oro, alternan, víctimas y victimarios, en los muros del Congreso.

Desde la asunción de los Fox y sus arengas infecundas, insistimos en la necesidad de que, sin dilación, se convocara a los distintos sectores de la sociedad, no sólo a las dirigencias partidistas sino también a los centros universitarios y específicamente a los historiadores, sin distingo de sus propias tendencias políticas, a integrar foros en todo el país para intentar revisar y resolver, con los consensos necesarios, contradicciones y paradojas que obnubilan el verdadero sentido de la gran proeza libertaria de los mexicanos. Porque, en todo caso, la fuerza de los principios debía imponerse a los mesianismos y caudillajes, muchos de ellos concebidos por las ambiciones malsanas de poder. Si la autocracia porfirista duró más de tres décadas, ¿a cuántas más se extendió la gran simulación?

Se dijo entonces que se correría el riesgo reconvertir a los antihéroes en próceres y viceversa. Los priístas, por ejemplo, se inclinan por exaltar en torno a la Insurgencia a Vicente Guerrero y no a Iturbide; y los panistas subrayan que quien se erigió emperador –con “repulsión” según él dijo en su hora final-, debía ostentar el grado de libertador por cuanto su intervención terminó, al fin, con la amarga y prolongada resistencia de los vencidos por las armas realistas pero que jamás se rindieron a éstas: el propio Guerrero, Nicolás Bravo y Guadalupe Victoria cuyo nombre real era José Miguel Ramón Adaucto Fernández y Félix.

Y así, a través de la historia, los diferendos se ampliaron hasta llegar al amargo episodio del barbado enajenado de Miramar, traído desde sus palacetes de Europa a convocatoria de los conservadores –la voz cantante la llevó, nada menos, Juan Nepomuceno Almonte, hijo del gran Morelos-, para tratar de segregar a la República y al más grande y genuino de los mexicanos, don Benito Juárez García. Pero éste, desde luego, tampoco fue perfecto y quienes lo incordian pretenden ensuciar su legado con la exaltación insidiosa de un tratado, el McLane-Ocampo, que jamás fue ratificado.

El panismo ahora reverencia a Francisco Madero y pretende negar a quienes rompieron el orden constitucional para erigir otro, epopeya ajena al iniciador de la Revolución; el propósito es exaltar los afanes democráticos del apóstol sin reconocer que sólo pudo sostenerse en la Presidencia quince meses sobre todo por no poder contener ni canalizar a los grupos rebeldes hacia las vías institucionales y no haberse podido substraerse a la traición del “chacal” Victoriano Huerta alentada desde la embajada de los Estados Unidos con la intervención del nefasto Henry Lane Wilson, prototipo de los injerentistas con mentalidad colonial. Por desgracia, a éstos no los hemos dejado atrás.

No es posible soslayar en estos términos las tendencias a vindicar las figuras de Iturbide, en su faceta de consumador de la Independencia, y de Porfirio Díaz, cuya prolongada gestión presidencial con ayuno de programas sociales igualitarios dio origen a la Revolución y al derramamiento de mucha sangre valiosa. Sobre el segundo pende la ignominia de un destierro que todavía no termina: en 2015 habrá de cumplirse el centenario de su muerte en París en donde aún reposan, en el cementerio de Mont Parnasse, sus restos.

Lo anterior nos coloca en la línea inicial: el imperativo revisionista, a cuatro días de la efeméride que marca la entrada del Ejército Trigarante a la Ciudad de México, en 1821, para dar cauce a la nación mexicana, para intentar superar las tremendas confusiones que perviven y permiten, en no pocos casos, las emboscadas teóricas contrarias a la estabilidad general.

¿Cuántas veces las paradojas han conducido a otras, de mayores envergaduras incluso?¿O acaso vamos a negar que los crímenes políticos cometidos en nuestra época no siguen los hilos conductores de las aviesas conjuras y traiciones del pasado? De estas interrogantes surge, claro, el imperativo de repasar hechos, pero no de manera sesgada y bajo la guía de los sectarismos intransigentes y obcecados sino basándose en las fuentes reales y en conclusiones avaladas por la mayor parte de los mexicanos. De otra manera se seguirá corriendo el riesgo de que, como ha sucedido con la noble figura de “El Pípila”, unos intérpretes pretendan negar a otros suprimiendo pasajes que constituyen fundamentos para exaltar e inflamar el espíritu nacionalista. ¿O vamos a dejar la vanguardia de todo ello a los comerciantes de Televisa, incluso al servicio de los reconquistadores en cierne?

No hay comentarios:

Publicar un comentario