miércoles, 15 de septiembre de 2010

El cementerio de los vencidos 6

A primera vista, la promoción de la obra podría asignarse sin problema alguno, al encargado de los negocios de la República Francesa en México, Mr. Boulard Pouqueville, quien adelantó los primeros mil francos para el diseño y la construcción y supo encontrar eco para su iniciativa entre los barcelonnettes miembros de la Association Francaise, Suisse et Belge de Bienfaisance et de Prévoyance de Mexique y, en Europa, en la Société des Anciens Combattants Section du Mexique, hasta reunir los 12 000 pesos que costaron la capilla-pedestal y el grupo escultórico. No obstante, con estas líneas trato de demostrar el interés de los gobiernos municipal, estatal y federal por propiciar un mayor acercamiento con la Francia, y destacar el papel de sus ciudadanos en la consolidación del México moderno. Como principal argumento probatorio presento al propio Panteón Francés, abierto en los terrenos del Cementerio Municipal de Puebla. La buena arquitectura, a pesar de sus transformaciones y deterioros, alude siempre a las actividades que le dieron origen. Al observar la relación que mantienen el acceso principal, la plaza, el monumento, y las cortinas de árboles, ahora perdidas o modificadas, es posible suponer que el edificio no sólo estaba destinado a la contemplación de los europeos que acudirían a visitar a sus familiares y amigos sepultados en los antiguos alfalfares del rancho de Agua Azul; sería, además, referencia obligada de los ampulosos oradores que año con año asistirían a presentar sus respetos a los caídos en el campo del honor. No hay que olvidar la constante presencia que mantuvieron los veteranos de la Intervención Francesa en Puebla. Las ceremonias anuales en memoria del presidente Juárez, verificadas frente al templo neogreco que le sirve de tumba en el panteón de San Fernando de México, modificaron la disposición del segundo patio de aquella necrópolis de origen virreinal. En Puebla las funciones religiosa y cívica quedaron integradas en la capilla-basamento: el espacio interior aloja un altar y desde ahí se ofició misa; mientras que en el remate, un zuavo extiende la mano a un oficial mexicano. Pero, por reconciliador que resulte su mensaje más evidente, la obra estaba ubicada en el interior de una propiedad de la colonia francesa, bien delimitada de la vía pública y de la quinta clase del Cementerio Municipal mediante un muro ciego. No obstante, siempre quedaba a la vista de los transeúntes curiosos o patriotas, ya que sólo impedían el acceso al predio tres secciones de reja que posibilitaban la visibilidad hacia ese sector. Una cerrada cortina vegetal asignaba intimidad a los espacios destinados a las tumbas y a las capillas privadas. El Panteón Francés de Puebla resulta un ejemplo excelente de cómo un espacio puede transformase de público a semipúblico con sólo trasponer una puerta, que en este caso mediaba entre la vida y la muerte.

La intervención de Leroy resulta muy destacable porque supo cerrar la perspectiva impuesta por la calzada sur-norte, astil de la cruz que define la traza del núcleo antiguo de la necrópolis, justo en el espacio penumbroso que queda contenido en la sección de esfera que propuso el arquitecto Morin como envolvente de la capilla. En caso contrario, el grupo escultórico sólo se recortaba contra el cielo azul: metáfora del misterio de la muerte y de la luminosidad de la inmortalidad.

El Monumento a la Paz Franco–Mexicana presenta al observador cuatro fachadas, ya que su ubicación lo convierte en núcleo de todo el conjunto arquitectónico, desplanta justo en el punto en donde se cortan los brazos y el astil de la cruz de Jesucristo, al mismo tiempo las calzadas principales del cementerio, que como ya se dijo corren de sur a norte y de oriente a poniente. Bajo el predominio de la geometría no hay lugar para el pintoresquismo inglés: las circulaciones primarias y secundarias definen ángulos rectos. Cuando se accede hasta el pedestal es posible advertir su complejidad compositiva: si se descompone en figuras básicas se trata de la intersección de dos cilindros de piedra.

En la fachada anterior o principal se buscó enfatizar el gran arco que permite la vista hacia un altar de mármol blanco. Es probable que Morin deseara rememorar aquellas primeras capillas abiertas desde donde se oficiaba misa a los fieles difuntos. En todo caso no debe perderse de vista que la construcción de la capilla neogótica del ingeniero Bello es posterior a ésta. Las arquivoltas se mantienen casi en el mismo plano: sobre el extradós de la primera se desfasa y multiplica hasta seis veces la piedra clave que interrumpe en siete tramos a la cinta formada con hojas de laurel. La segunda arquivolta es lisa y se remete algunos centímetros de la primera y la tercera; al centro se talló un escudo barroco que lleva la inscripción PRO PATRIA, elemento que se acentúa mediante una espléndida corona de inspiración moderna formada con una hoja de palma, laurel y cintas. La tercera arquivolta hace las veces de enmarcamiento para las interiores y para la placa de mármol blanco en donde puede leerse la dedicatoria del monumento: “A la mémoire des soldats mexicains et français morts devant Puebla en 1862–1863”. Formalmente este elaborado arco se vincula con el apoyo del grupo escultórico por medio de sendas volutas correspondientes al orden dórico.

En un segundo plano se advierte la presencia del cilindro transversal, que sirve de soporte para sendas redomas que fueron transformadas en mecheros. La fundición artística es de la mejor calidad; en la reja que cierra la capilla destaca la antorcha de Thanatos, el genio de la muerte, que aquí no aparece con la llama hacia abajo sino vertical, atravesada por otra palma de martirio y un escudo; un diseño tan orgánico confiere modernidad a una estructura tan masiva rica en detalles ornamentales y simbólicos.
La fachada posterior permite dar cuenta de la sección de esfera que define al espacio interno de la capilla. Esta envolvente bien puede ser otra alusión de Morin a la larga tradición del arte funerario francés, sobre todo si se piensa en el Cenotafio que el arquitecto Étienne-Louis Boullée diseñó para el físico inglés Isaac Newton en 1784. Esta interpretación, que a primera vista podría considerarse forzada, no se apoya solamente en una similitud formal, sino en que el sol transcurre sobre el volumen desde el amanecer hasta su puesta. Su masividad recuerda a los coros y los ábsides de los templos románicos.

Como única ornamentación se aprecia una serie de festones que anuncian el arranque de la cúpula. La transición entre el edificio y el pedestal propiamente dicho es clara y fluida: otro de los aspectos que asignan novedad al conjunto, por lo menos para el México porfiriano. En la composición de las fachadas laterales se cumple el principio académico para los basamentos: conseguir una suave transición entre el plinto y la superficie, más angosta, desde donde se desplanta el conjunto escultórico. La composición triangular debe regir, ya que asigna solidez visual a la estructura arquitectónica.

Sobre un muro construido con grandes sillares de piedra descansa un vano exento cuya filiación a la arquitectura románica se desdibuja con presencia de una clave resaltada y con la redoma mechero que aquí hace las veces de remate. La coincidencia de los dos vanos encañonados, en los extremos del cilindro, consigue un efecto que a partir de la solidez y masividad exteriores parecería imposible: la transparencia, pues mirando desde el oriente se logra una vista dirigida hacia el poniente. Los sólidos geométricos que la originan asignan unidad a la estructura. El eclecticismo arquitectónico finisecular nunca supuso caos. El conjunto escultórico de Desbois resulta más conservador, apegado a los estudios de pliegues y a las alegorías inspiradas en el mundo grecolatino. En el primer plano, dos personajes masculinos se estrechan la mano; detrás y cerrando la composición un personaje femenino alado toca la espalda de la figura derecha, reforzando de esta manera la articulación y el equilibrio de las masas. El sentido ascendente se consigue a partir del brazo que se proyecta sobre las cabezas, cuya mano presenta al observador una rama de olivo. Para acentuar la estabilidad de los militares se usa el armamento como otro punto de apoyo. El ejército francés está representado por un expedicionario zuavo, y el mexicano por un oficial de los que combatieron bajo las órdenes del general Ignacio Zaragoza, que no es otro que el propio Porfirio Díaz Mori. Reynaud nos informa que a solicitud del ministro Pouqueville el presidente de México envió uno de sus antiguos uniformes al escultor parisino.52 La mujer que representa al Ángel de la Paz aligera al grupo con su proyección, y los vuelos de su túnica rompen la tensión marcial de la escena. Las tres esculturas de bronce y los ornamentos metálicos para el basamento llegaron del puerto de Veracruz a la Angelópolis en enero de 1900. La Compañía General Transatlántica y la Compañía del Ferrocarril Mexicano se encargaron de transportarlos cobrando sólo la mitad del costo total. El inglés Thomas Braniff, presidente de la segunda empresa, concedió todas las facilidades posibles a los acaudalados miembros de la colonia francesa de Puebla. En el monumento no todo es extranjero: el arquitecto Auguste Leroy eligió la suave piedra blanca de Apan, Hidalgo, para sostener al Ángel de la Paz francés, pero algo debió salir mal, porque en menos de una década este estado ideal se vio interrumpido violentamente.
Una reflexión final

Las revoluciones suelen ocurrir en ámbitos muy variados, uno de los cuales es el urbanismo. Las visitas del presidente Porfirio Díaz Mori a Puebla nos permiten acercarnos a una ciudad en proceso de transformación: comunicada por varios caminos de hierro, arbolada y dotada con estaciones, hoteles, cafés, almacenes departamentales, fábricas, cinematógrafo y cementerios públicos y privados.

Uno de los motores del cambio puede identificarse en la emigración de ciudadanos europeos, algo que únicamente fue posible a gran escala cuando México se constituyó como una nación independiente. Las nuevas formas de vida y las costumbres extranjeras influyeron definitivamente en la definición de los espacios arquitectónicos y por consiguiente en la imagen urbana. Sin menoscabo de la calidad de sus inmuebles virreinales, los siglos XIX y XX legaron a esta urbe un patrimonio valioso que da cuenta de un ambiente cosmopolita, en donde coexistían un arquitecto francés, Auguste Leroy; uno inglés, Char les Hall; y uno mexicano, el ingeniero poblano Carlos Bello, todos proyectando desde cosmovisiones diferentes y a veces opuestas.

He querido presentar el Monumento a la Paz Franco-Mexicana no sólo como una obra relevante por sus valores plásticos para la historia de la arquitectura regional y nacional, sino como ejemplo de las complejas ceremonias que tenían lugar durante la colocación de la piedra fundamental y seguían a la inauguración.

Estas construcciones no pueden entenderse sólo a partir de los elementos que no sin transformaciones han podido llegar hasta nuestros días. Eran el referente de rituales cívicos en los que no nos hemos detenido con la acuciosidad suficiente para explicar su papel en la definición y uso de los nuevos espacios públicos. Ahora aparecen descontextualizados de las ricas escenografías con las que formaban discursos visuales que variaban año con año. La visita oficial sólo fue posible cuando se consolidó la red de ferrocarriles que hizo de los viajes por la abrupta topografía nacional una empresa segura y hasta placentera, lo que corresponde a los últimos periodos de gobierno del general Porfirio Díaz. Los ayuntamientos invertían buena parte de sus recursos en construir complejos ámbitos, permanentes o efímeros, que halagaran al huésped de honor y que lo llevaran a constatar los avances materiales que se alcanzaban tierra adentro. La participación de las colonias extranjeras transita desde una presencia discreta hasta el protagonismo total.

Es bien sabido que el desarrollo de los cementerios comenzó en las últimas décadas del siglo XVIII y no ha parado hasta el XXI. En esta oportunidad me he referido al caso del Panteón Francés de Puebla para ejemplificar la relación que existió entre las necrópolis modernas y la presencia de colonias extranjeras prósperas en diferentes regiones de México. Con el paso del tiempo las elites regionales, no necesariamente extranjeras, hicieron suyo ese recinto como un símbolo de prestigio social, y así se mantuvo la exclusión social y se posibilitó la ampliación de las instalaciones o la habilitación de nuevos espacios, no siempre contiguos a los núcleos fundacionales. Durante el siglo XIX se olvidó la imagen de la danza macabra, y con esculturas de mármol y capillas eclécticas de cantera se subrayaron las diferencias sociales y culturales. El arte sacro mexicano alcanzó uno de sus periodos de mayor esplendor. Oculto en el cementerio de los franceses de Puebla se encuentra un conjunto escultórico que expresa la voluntad del gobierno de don Porfirio por restablecer todos los nexos posibles con las naciones europeas que junto con los conservadores mexicanos llevaron al trono de México al archiduque Maximiliano de Habsburgo. Los intereses económicos y la obsesión por el progreso material a toda costa hicieron que los agravios a la Patria fueran atenuados por una arquitectura de reconciliación de la que el Monumento a la Paz Franco-Mexicana es uno de los más claros exponentes. Después de todo, en Puebla no resulta extraño que un ángel cuide las espaldas del Héroe de la Paz.

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