miércoles, 15 de septiembre de 2010

Infancia y Revolución 2

Afirma Michel Tournier que la ciudad es plenamente poseída por el niño que cuenta con recursos económicos.12 No estoy totalmente de acuerdo. El dinero puede otorgarle una autonomía relativa, mas no la libertad obligada ni el aprendizaje forzado que el callejero profesional conoce desde su nacimiento.

La calle, el escenario natural de los olvidados: la banqueta y la cortina, la pulquería y el monumento sustituyen las columnas de cartón piedra y los cortinajes que en las fotografías minuciosamente planeadas forman el escenario de los de arriba. Con la República restaurada los niños ingresan en la literatura –particularmente en la crónica– ya no como ángeles puros sino como luchadores en la vida diaria que intentan sobrevivir en un país que ha logrado su pacificación y su ingreso a la vida institucional, pero no así la equitativa repartición de la riqueza material.

Ángel de Campo dedica una de sus columnas de la llamada irónicamente Semana Alegre para hablar de los cinturones de miseria que rodean al centro esplendoroso, y donde los niños se envilecen y se convierten en hombres sin pasar por las etapas que les corresponden; Carlos Rivera representa en El papelerito una imagen idealizada que nada tiene qué ver con la realidad que De Campo retrata en la crónica titulada “En el llano”. Más agudo y crítico se muestra Manuel Ocaranza en su pintura donde un niño se asoma a la vidriera del Café de la Concordia, uno de los cuarteles de los poetas modernistas, y donde un hombre opulento, con el sombrero de copa puesto, devora los manjares que allí se le ofrecen. José María Villasana fue el gran ilustrador de la última parte del siglo XIX y principios del XX. Si la niña voceadora de su imagen es amable y generosa, no lo son las que revela Heriberto Frías en Piratas del boulevard: niñas que trabajan en cervecerías, o que son obligadas a vender pornografía al lado de sus periódicos; el autor denuncia la aparición de los “pequeños monstruos”, niños explotados por el sistema social porfirista, que permite todo abuso en nombre del hedonismo y la impecable marcha de la máquina administrativa. Adultos prematuros, gavilla de autodefensa, sus herederos son nuestros niños de la calle, criaturas de la noche que luchan por sobrevivir y que, en defensa de la pesadilla, propician otras, interminables y a veces mortales. Niños endurecidos, precoces hombres del alba que como los de Efraín Huerta, “construyen con sus huesos un sereno monumento a la angustia”. En las crónicas de Psiquis enferma, Luis G. Urbina es uno de nuestros autores que mejor supieron trasmitir la dualidad de una ciudad tan próspera como desigual.
La Revolución iniciada en 1910 habrá de ser otro gran acelerador de la Historia y propiciará la actuación fotográfica de los infantes que se incorporan al movimiento o son testigos y actores involuntarios de los hechos. La Revolución obliga al fotógrafo a salir a la calle, a dar testimonio del instante fugaz que de manera casual o voluntaria pretende eternizar.

Sus sujetos no serán más los que posan en el estudio o bajo la protección de un hogar donde nada perturba la calma, el almidón resonante y el temible luto ceremonioso que habrá de subvertirse para despertar la sensualidad del niño Ramón López Velarde cuando sus cinco sentidos se revelan y rebelan ante la proximidad de su prima Águeda. Niños que tienen asegurada una posición, que nos contemplan desde su espacio privado, inviolado y perfecto, como examina Carlos Monsiváis.

En abierta oposición, la calle es por antonomasia el espacio del niño perdido, del silvestre, del sin familia, o del que la encuentra en otros marginales que comparten su propia condición.

El niño de la calle no es testigo sino actor. Por eso aparece cotidianamente en escenas donde lucen los grandes nombres propios o tienen lugar los acontecimientos diarios que la fotografía transforma en historia. Sorprende y conmueve que en la fotografía urbana proliferen niños callejeros sin zapatos.

Sin embargo tienen, casi siempre, la cabeza tapada: impresentable, raído y lustroso, pero allí están como otros personajes el sombrero o la boina de lana que convierten al pequeño ciudadano en ser respetable. Genaro, lazarillo de Hipólito en la novela Santa de Federico Gamboa, no sale a la calle sin su sombrero de petate. De sombrero de niño urbano, cir cunspecto y agudo, aparece Francisco Villa –entonces Doroteo Arango– en la fotografía infantil que de él se conserva. El sombrero simboliza la cabeza y el pensamiento. Cambiar de sombrero es cambiar de ideas, adoptar otra visión del mundo.14
La cámara sorprende a los niños de la calle, a los niños en la calle, a los niños con la calle. Lo contrario es más cierto: es la cámara la que se ve asaltada, interrogada por la curiosidad del niño que no pierde detalle del fotógrafo o del aparato. El adulto, sobre todo el proveniente del universo rural, refleja en su gesto desconfianza ante ese objeto que tiene el poder, entre otras cosas, de robarle el alma. En cambio, los niños que involuntaria o voluntariamente se transforman en actores sociales por intermedio de la lente, manifiestan dos actitudes ante la cámara: de espontánea alegría o de curiosidad inquisitiva.

Una de las fotografías más célebres del proceso revolucionario es aquella donde Francisco Villa se encuentra en Palacio Nacional, sentado en la silla presidencial, relajado y jocoso. A su lado un circunspecto y desconfiado Emiliano Zapata. Además de los personajes identificables que los acompañan –Rodolfo Fierro, John Reed–, hay un par de niños que se han colado a la ceremonia villista que mucho tiene de travesura infantil. Gracias a la minuciosa lectura que Carlos Silva ha hecho de la imagen,15 sabemos que uno de ellos es hijo de Zapata. El otro no puede ocultar lo di vertido que se encuentra, al grado que la car cajada lo hace cerrar los ojos.

Algunas de las fotografías del Fideicomiso Archivos Plutarco Elías Calles y Fernando Torreblanca muestran a niños que no sólo eran vestidos de soldados sino que participaban abiertamente en las batallas, como lo han demostrado Beatriz Alcubierre y Tania Carreño King en su libro Los niños villistas.

Nellie Campobello ha dejado testimonio de estos niños soldados en una de sus intensas páginas: “A un muchachito de ocho años, vestido de soldado, Roberto Rendón, le tocó morir en el patio: estaba tirado sobre su lado izquierdo, abiertos los brazos; su cara de perfil sobre la tierra, sus piernas flexionadas, parecían estar dando un paso: el primer paso de hombre que dio.

En su breve e intensa duración, los días de la Decena Trágica, del 9 al 19 de febrero de 1917, dieron lugar a numerosos testimonios verbales y fotográficos. El libro Madero vivo, coordinado por Fausto Zerón-Medina, puede ser leído –visto– como una película donde resaltan los blancos y negros de aquella jornada que algunos llamaron La Decena Mágica. Al pie de una de las imágenes aparece la leyenda: “Guillermo Rojas de 9 años, soldado rebelde”.

Quienes lo vistieron de pequeño militar estaban convencidos, en su sangrienta mascarada, de una de las frases más vergonzosas acuñadas en la historia: “La bala que mate a Madero salvará a la patria”. Hay diferencias notables entre las imágenes que muestran a los nuevos niños héroes en poses orgullosas: la del mutilado que recibe un homenaje oficial –que nunca le devolverá su pierna– de parte de Venustiano Carranza y su comitiva, o la de una de las innumerables víctimas infantiles del bombardeo inmisericorde e indiscriminado al que los rebeldes sometieron a la capital. En una de las fotografías que registraron la entrada de Madero a la ciudad de México el primer plano está ocupado por niños. Ese día hubo un fuerte temblor de tierra. Un niño llamado Salvador Novo, que entonces tenía siete años, evoca el hecho con el paso del tiempo:


el recuerdo del furioso temblor que marcó la entrada en México de Madero, a una media noche de pesadilla a la que desperté en brazos de mis padres mientras crujían las puertas y la gente se lanzaba a las calles imprecando al cielo –y la impresión de haber leído, en la cabeza enorme de una extra del Imparcial, las palabras PAZ, PAZ, PAZ, que se referían a la conclusión de la rebeldía de los revolucionarios del norte–. Muy poco después, mi madre y yo abordaríamos el tren de Chihuahua, para reunirnos con mi padre, que allá tenía hermanos dedicados al comercio
Tras su breve periodo presidencial y luego de la rebelión iniciada en su contra el 9 de febrero de 1913, Madero hace una segunda cabalgata histórica, de Chapultepec al Palacio Nacional. El cuadro que pintó M.R. Hernández cuatro años después de los hechos tiene una peculiaridad: el que parece realmente niño es Madero, con esa alegría ingenuamente infantil que le causó adhesiones y traiciones, mientras que los niños que lo acompañan son inverosímiles, particularmente el voceador rubio y de corbata que ofrece El Imparcial. Por fortuna para la historia, existe una fotografía que da testimonio de esa marcha del Presidente: entre los soldados leales y los civiles que se han mantenido del lado de la legalidad, un grupo de niños de la calle pasa su impredecible, inevitable, insustituible lista de presente.

De aquellos días es una toma realizada por el fotógrafo Hugo Brehme en la esquina de Uruguay e Isabel la Católica. Un soldado leal al gobierno ajusta la mira de un cañón, bajo la mirada atenta de la multitud. Tres niños aparecen en primera fila. Todos usan sombrero y ninguno lleva zapatos. Un cuarto se recarga en la esquina, también descalzo, pero más displicente y relajado. Los otros solemnizan el ritual mortífero al mirar atentamente al fotógrafo, otorgando a la escena la importancia que ante sus ojos merece. De los cuatro niños, uno mira al artillero, entre atento y escéptico; dos, atentamente, a la cámara. ¿Qué fue de ellos? ¿Cuál fue partido por una metralla, algo que ninguno de los capitalinos, pobres o ricos, había experimentado en carne propia?

Si numerosas son las fotografías de quienes participaron en los hechos, igualmente abundantes son los textos que de sus vivencias infantiles escribieron nuestros autores. Acudamos a dos ejemplos antípodas: Nellie Campobello y Jaime Torres Bodet. En su libro de memorias Tiempo de arena, éste dedica un capítulo a la entrada de los zapatistas en la capital. Su recuerdo será plástico y benévolo, en contraste con lo que la mayor parte de la población opinaba de aquel a quien habían bautizado el Atila del Sur.


Una mañana, Carlos insistió en llevarnos a la Plaza de Armas, a presenciar la entrada de un regimiento zapatista. Nos detuvimos junto a un puesto de tacos y de naranjas. Nos oprimía la multitud. Al relente de los cuerpos humedecidos por el sudor sed mezclaba, de tarde en tarde, un aroma fresco: la cosmética insinuación de una piña abierta, la acidez de un limón herido, láminas de fragancia que salpicaba, con gotas rápidas de manteca, el estallido de las frituras en el hogar de la vendedora. Un cielo inmóvil pesaba sobre la escena. Su luz adornaba todas las cosas, volviendo oro la paja de los sombreros, plata el agua endulzada de las tinajas, púrpura el sepia de los rebozos, la espera fiesta, diamante el sol. A pocos pasos de nuestro grupo, una familia de campesinos se había instalado. La encabezaba un anciano a quien rodeaban cuatro mujeres (dos de ellas jóvenes) y una tropa de chicos tristes y mudos. ¿Qué esperanza –o qué miedo– los había desarraigado de su provincia?... La mayor de las dos muchachas daba un pecho sin opulencia al más ávido de los críos. Para ella, como para los demás figurantes de aquel conjunto, los preparativos del desfile resultaban una especie de tregua en el vértigo de la fuga, la ocasión de un alto en medio de la ciudad


La memoria era para Torres Bodet un ejercicio de la mente que estimulaba la respiración de su estilo. Con admirable eficacia logra trasmitir sus vivencias infantiles, sensibles y educadas, con la emoción pasada a través del tamiz de un estilo donde nada parece estar fuera de sitio. Nellie Campobello nació en 1900 y pasó su niñez en su norte natal. El impacto directo de los acontecimientos y las largas conversaciones con su madre dieron como resultado el libro Cartucho, uno de los más intensos murales del movimiento armado. Las breves vidas de los protagonistas de la insurrección aparecen narradas con una ejemplar economía de medios. Su tono a un tiempo inocente y terrible tiene la virtud adicional de que imita la sintaxis y la visión de una niña.

Un niño en la Revolución mexicana es un libro único en la historia de la literatura mexicana. Bastaría que Andrés Iduarte sólo hubiera publicado esa pequeña gran obra para otorgarle un sitio de honor. Dentro de él hay fragmentos y capítulos memorables, como el titulado, llanamente, “Mi padre”, hermano y contraparte, en más de un sentido, del Retrato de mi madre de Andrés Henestrosa: la evocación personal transformada en memoria colectiva, la reconstrucción de la infancia donde se establecen las bases del amor y la cólera que en el futuro seremos. “La Revolución mexicana, que entonces todavía no llegaba a gobierno, llenaba de espanto el pecho cóncavo de los días mexicanos.”

Con poderosa fuerza evocativa, contundencia de prosa castigada y depurada, Iduarte entreteje sus sensaciones íntimas con el descubrimiento de un mundo que cambiaba en forma acelerada: el encuentro con un grupo de revolucionarios en una panga o el ahogamiento de un pollo en el pozo de su casa lo marcan con la misma fuerza que lo hacen sus lecturas o el descubrimiento de su sensualidad. Más tarde descubre la Revolución corrompida, cuando sus compañeros utilizan un léxico de piratería y cuya consigna, tras los primeros ideales del movimiento, es “tener poder para poder tener”. La Revolución descubre lo mejor y lo peor de cada uno, y los niños son los primeros en absorberlo. Alcubierre y Carreño rescatan el siguiente fragmento de John Reed en México Insurgente: “Yo no tengo hijo pequeño –dijo Gil Tomás, el de los catorce años, entre las carcajadas de todos–. Yo peleo para conseguir un rifle 30-30 de algún federal muerto y un buen caballo de algún millonario.”

En otras palabras, mi erotismo, mi inmediata necesidad vital se resuelven mediante la conquista del objeto que permita la inmediata repetición de mi modelo: ellos matan y son poderosos. Yo también necesito del objeto mágico que me otorgue esa autoridad. No me des escuela ni doctrina. Dame el instrumento que usas para ser el primero en la vida, para dominar al mundo antes de que el mundo pretenda humillarme como humilló a mis mayores que ya no están.
Eugenia Meyer, que actualmente desarrolla una larga investigación sobre los niños en la Revolución mexicana, los llama “los olvidados”. Al otorgar en 1951 una mayúscula al adjetivo, Luis Buñuel los sitúa marginados, desesperados, hambrientos de todo en un país que, heredero de la Revolución, iniciaba su orgulloso desarrollo estabilizador.

Los olvidados lo son aquí en un doble sentido: olvidados por hacerlos emblema de una falsa pureza. Inocentes por no otorgárseles la voz que se han ganado. Nosotros dejamos la infancia. Pero la infancia no nos deja.

¿Cuándo se deja de ser niño? Niños héroes denomina nuestro panteón heroico a quienes, apenas después de la pubertad, pasaron nominalmente a la Historia como defensores de la dignidad nacional ante el desinterés y la impericia de su general-presidente. Sin embargo, tanto la historia oficial como la que cotidianamente escriben con sus actos los niños mexicanos, están llenas de acciones épicas que no ocuparán los titulares del periódico ni obtendrán el aplauso que merecen.

Todo niño es un héroe desde el instante en que enfrenta el mundo. La infancia es una historia breve, pero larga por el dramático acontecer de sus etapas, desde el momento de la gestación hasta la frontera donde el vello, la voz y una forma inédita del ansia traicionan al ángel terrible que hemos sido. Niños en comunión con el paisaje, haciendo alarde de una soledad en la que el mundo se ofrece inédito, rotundo, inexplorado. Niños que descubren el vértigo de su propio cuerpo. Niños que en su desnudez nos regresan a un paraíso perdido, al dramático y hondo accidente de un país descobijado o de primavera inmortal, cuyos pequeños léperos, cuyos orgullosos pelados ríen abierta, desvergonzadamente, desde su dominio sin fronteras, desde su tiempo inacabable.

En primera instancia resultaría paradójico, para referirse a los niños mexicanos, invocar el nombre de quien nunca tuvo el valor de incorporar un nuevo ser al planeta azul. Sin embargo, cuando Ramón López Velarde acuñó para siempre el término Suave Patria obligó a nuestra tierra a mirarse las entrañas, a interrogarse descarnada y luminosamente por los seres que nacían a la nueva vida engendrada por la Revolución. Al referirse al Palacio Nacional, que en ese 1921 sólo contaba con dos pisos, el poeta dijo que su estatura era “de niño y de dedal”. El niño brinda una lección de supervivencia, de inconsciente y feroz alegría en una batalla que no conoce la derrota: su mundo es ancho pero nunca ajeno. No es la defensa que los adultos, con la omnipotencia que nos otorgan más horas de vuelo, hacemos de los niños, sino aquella que llevan a cabo con sus dientes de leche, su escuálida anatomía, su valiente inconsciencia. Para hacer una historia de la infancia y su doble nacimiento –el natural y el forzado– por obra de las revoluciones, es necesario buscar los testimonios directos que, como el mensaje del niño a bordo del barco ballenero, nos den la imagen de sus protagonistas desde su sensibilidad y su dominio.

Sólo el niño posee la segunda visión que le permite intuir lo que la edad adulta borra o pretende olvidar. En su libro Animula, aparecido en 1920, tras el furor revolucionario, Mariano Silva y Aceves notó como pocos esta privilegiada y dolorosa visión infantil:

Un niño, por el hecho de perderse, se asoma al porvenir y se convierte en el único personaje con quien la calle puede enviar sus mensajes a los hombres; por eso le encontramos algo de superior en su semblante, lo mismo cuando está varias horas contra un poste, mirando los juegos divertidos de las nubes en el cielo o la fuga desenvuelta de la luz en el crepúsculo, que cuando se extraña del paso silencioso de un cortejo fúnebre o aplaude el de una banda de tambores.

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